El zorro de la extracción (Perú, No. 8 Especifica)

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Me fui a Puno… una noche, en ese silencio del altiplano que te permite oír la voz de las moléculas de las yerbas y de los planetas y, más, tu palpitación, no la del corazón, no; la de la vida entera y a través de ella del laberinto humano.

¿Que escribir sobre un texto que sostenemos en nuestras manos como una condena a muerte, o como un papel que vio tan de cerca los últimos momentos de lucidez de un gran escritor hilvanando meditaciones sobre la muerte? Es difícil, encontrar un punto de partida para comentar el texto de José María Arguedas El zorro de arriba y el zorro de abajo que no caiga en academicismo o una serie de lugares comunes por la excitación del momento. Por mi parte, solo trataré de recordar un par de motivos que resurgen en el texto, la forma, el lenguaje y la extracción como actividad económica y también literaria.

1. El zorro de arriba y el zorro de abajo es un libro extraño hecho a retazos e inconcluso. Empecemos por comentar acerca de una forma irregular, asimétrica que inserta una serie de paratextos mordaces. Que ha de hacer el lector o el crítico con una sucesión de fragmentos que parecen provenir del infierno, cartas enviadas desde el Hades. Estos, de alguna manera nos acercan al texto, nos explican las tribulaciones psicológicas por las que atraviesa el autor y justifican la imperfección del relato central. El diario que se intercala en las páginas de la novela también sirve como espacio un poco más libre para estudiar y crear la literatura en la víspera del suicidio, sirve para entender y entenderse mejor como sujeto al borde del abismo. Pero también sirven para alargar la auto condena a muerte que Arguedas había firmado con si mismo cuando nota que puede continuar su escritura. Es decir, este paratexto irregular aparece como ejercicio para diferir la llegada a una hora cero. Muy al estilo de la narradora de las mil y una noches, Arguedas parece alargar su propio tiempo disponible como autor para disponer entonces de la vida de su narrador y de sus personajes. Pero estas señales y estos símbolos que podemos recoger en estos paratextos conforman otra capa que recubre y complementa el nivel primario textual. Es decir, una capa consciente de sí misma que no se esconde tras alguna ficción, sino que preforma una suerte de auto reflexividad sobre el autor, el narrador y la narrativa en proceso de ser escrita. Esta auto-conciencia se condensa a tal punto que en el primer apartado los zorros parecen salirse del texto para reconocer explícitamente al escritor y al lector como si la famosa cuarta barrera fuera quebrada apenas por un instante, (62).

El zorro de arriba y el zorro de abajo es tal vez la novela más difícil de entender dentro de los modelos clasificatorios que ha propuesto la crítica moderna. La novela no cuadraría bien dentro de lo que llamamos realismo mágico, ni realismo social, ni mucho menos vanguardismo. Es obvio que podríamos llamarla novela indigenista (aunque varios críticos han arriesgado la proposición que coloca a Arguedas como maestro del género y a la vez escritor que lo supeditó y lo supero en el ejercicio de su narrativa). Aceptaría su colocación como novela indigenista además de ser eminentemente triste e iconoclasta. Digo iconoclasta porque parece atacar desde ángulos no frontales la concepción imaginaria y conceptual de los parámetros formales de la novela, al mismo tiempo que pretende dilapidar una falsa ilusión que invadía los análisis más sofisticados de la época y los organizaba en dos bandos: los más optimistas se acobijaban bajo las novedades de la vanguardia (Cortázar, Puig… digamos, los “Joyceanos”); los más audaces bajo premisas hiperbólicas acerca de la “máxima expresión de un pueblo”: el realismo mágico (García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa). Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo no pretende abrir una nueva categoría estética ni aportar a los debates acerca de la identidad latinoamericana directamente; más bien, parece preocuparse por tratar de entender el “problema del indio” desde otras perspectivas, desde tal vez la perspectiva más ignorada y a la vez la más propicia, la del indígena mismo, o a lo menos, la del sujeto bicultural. De alguna manera en el narrador y en el devenir miserable de algunos de los personajes podemos encontrar al autor mismo como una condensación de las tres figuras en un viaje geográfico, temporal y espiritual que morfan en olas sucesivas de explotación y experiencia. Recordemos el discurso de don Esteban en la cuarta parte donde este -mientras habla de sí mismo- parece articular la voz colectiva, la voz oculta del desarrollo y la modernidad: la contracara de una narrativa de progreso lineal. Para mí, don Esteban en su delirio enfermo, acabado por tanto aspirar polvo de carbón durante su paso por las minas de las tierras altas, logra revelar mejor las realidades del pobre Perú que cien ensayos políticos. Solo hay que regresar a la página 170 para entender como el ser deviene en subproducto Chimbotano, en desperdicio humano vivo. A mi parecer estas tres figuras en si efectivamente confluyen en una al entender la poscicionalidad de Arguedas como autor, como narrador y a veces como personaje. En las tierras altas del Perú se vive una existencia inhóspita: azota la pobreza y el abandono es por doquier: en la sierra no hay esperanza (177). Entonces los serranitos bajan y olvidan sus tradiciones para convertirse en parte de la maquinaria procesadora y exportadora de harina de pescado.

Yo agregaría que no solo don Esteban, sino el mismo Arguedas (como el mismo se entiende por partes en esta conflación) constituye la entidad de la pérdida de la subjetividad andina y el devenir en miseria, habitante de barriada, despojado del anclaje cultural que lo había sostenido en la pobreza material pero la estabilidad de su ser en el mundo andino. Naturalmente, el Chimbote de Arguedas y de sus personajes no es el sitio privilegiado del progreso: no es el que supuestamente creció organizado y muy civilmente, sino más bien el de los escombros, el de los sobros del desarrollo: la basura de la corporación y la industria van a parar acá, en tanto materia como sujeto. El indio que baja -pobre y sin educación- a la civilización para supuestamente ser educado y progresar se desliga de sus hermanos de raza, pierde alguna noción de seguridad en el orden del cosmos y termina adhiriéndose a sus coetáneos -a su vez sujetos sin morada fija- en las barriadas, los médanos y los desiertos móviles de la costa, (172).

Don Esteban representa el serrano, abusado en el Perú alto y ninguneado en la costa. El individuo como espacio de combates y explotación capitalista al límite: el cuerpo mismo esta deshecho así como sus valores y lo que lo sostenía.

2. La actividad de extracción. La extracción es el sine qua non de la novela misma. Y esta no se restringe a la extracción mineral mediada por la experiencia de don Esteban sino que se ejerce en todos los espacios tratados por el libro y ocurre por parte de todo personaje: la empresa extrae vida del mar para convertirla en mercancía y destrucción, un polvillo de harina de pescado y todos sus derivados. Naturalmente, la extracción de recursos naturales es la actividad más obvia pero a partir de este ejercicio económico se sostiene un inmenso edificio capitalista que justifica a Chimbote y lo carcome lentamente. Lo creó como resultado de la abundancia natural y la ley de ganancia mínima y al mismo tiempo lo destruye al sujetarlo vitalmente a las fuerzas del volátil mercado internacional. El Chimbote mismo es una gran maquina extractiva y auto destructiva. Pero más allá, cada habitante se convierte en una especie de entidad extractora que se acomoda dentro de la gran estructura capitalista del pueblo en función de la explotación máxima del otro sea este obrero, pescador, prostituta o gerente.

Paradójicamente cerramos el tomo sabiendo más de aquellos que no están directamente emplazados encima del otro: el loco Moncada, Don Esteba, Maxwell… todos pertenecientes al último eslabón dentro del aparato de organización social. Estos constituyen para Arguedas plataformas para elaborar perspectivas excéntricas donde aprendemos no solo del Chimbote y su naturaleza explotativa sino acerca de su lenta conformación subjetiva: el fascinante devenir de Maxwell, la proletarización de don Esteban, la fuerza revolucionaria del discurso desperdiciado de Moncada.

Una duda sobre la extracción: Hasta cierto punto los obreros y los pescadores, el “proletariado” de Chimbote está constituido como una suerte de extracción, pues están viviendo removidos de su lugar originario y expuestos a reglas y normas ajenas. En cierto sentido podríamos extender la definición de extracción desde su primer ámbito, -el pertinente a los recursos naturales que se objetivisa por medio de procesos industriales dentro de la lógica de la mercancía capitalista-, para llegar a una más amplia pero más crítica donde podríamos situar el termino desde un ángulo privilegiado de análisis y de creatividad. ¿Cuáles serían entonces los parámetros de esta nueva definición? Es una pregunta que parece solo conducir a un impasse terminológico, porque si todo es extracción entonces nada lo es. ¿Cuáles son los límites de la extracción? ¿Son los obreros “extraidos” (recordemos la definición más simple, Extracción: la acción de sacar algo, especialmente mediante esfuerzo o la fuerza) porque han venido a Chimbote por necesidad económica? ¿Si el carácter de la palabra denota un “sacar de manera violenta” entonces como conjugar “extracción” con los aspectos más amplios pero a la vez más invisiblemente violentos de nuestras vidas (consumo, hábitos, creencias, derroche)?

Nota: Arguedas es en mi experiencia como lector el escritor que más atención presta a las cosas más difíciles de percibir y pensar: lo más íntimo, delicado, lo más inaudible del cosmos, (255). Es mejor observador que otros novelistas de su época (boom) pues puede apreciar el nivel más “molecular” de las cosas, si no lo aprecia al menos lo siente y lo siente reflejado como resonancia en elementos diferentes (un pensamiento muy oriental): las plantas en los valles, el baile del trompo en las lagunas y los ríos de altura, los cantos andinos en los nevados inalcanzables. Ve en el viento, en las rocas el diáfano carácter de un pueblo-país, un pueblo-paisaje.

 

 

 

 

El coraje del pueblo: un medio y muchas batallas (Bolivia, No. 10 Especifica)

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“La existencia humana y el devenir histórico quedan encerrados en los marcos de un cuadro, en el escenario de un teatro, entre las tapas de un libro, en los estrechos márgenes de una pantalla de proyección. El hombre solo es admitido como objeto, consumidor y pasivo; antes que serle reconocida su capacidad para construir la historia, solo se le admite leerla, contemplarla, escucharla, padecerla. A partir de aquí, la filosofía del imperialismo (el hombre: objeto deglutidor) se conjuga maravillosamente con la obtención de plusvalía (el cine: objeto de venta y de consumo). Es decir: el hombre para el cine y no el cine para el hombre.” – Octavio Getino y Fernando E. Solanas, “Hacia un Tercer Cine”

 

Si el film de Jorge Sanjinés pretende acomodarse dentro de los parámetros de lo que se denominó Tercer Cine lo logra en la medida que su corpus referencial y los límites del medio se lo permiten. Aunque a veces opacado por la difusión de otras cintas como Memorias del subdesarrollo o La hora de los hornos, El coraje del pueblo -junto con La Sangre del Cóndor– precisa ser reevaluado en vista de los recientes debates en torno a la relación con las prácticas económicas de lo que se ha denominado “neoextractivismo.” En lo que resta ofrezco un breve resumen de las tomas y secuencias del film evaluando la discursividad narrativa de las escenas más significativas dentro del desarrollo del relato.

Estamos en Catavi, 1942. El film inicia haciendo paneos muy amplios sobre las dunas del altiplano boliviano que focalizan el lento avance de la masa minera-proletariada, una masa abigarrada, acompañada de niños, mujeres y ancianos. En la medida en que se van acercando al plano primario también aparecen y se acercan miembros de algún batallón del ejército, quienes se van encuadrando para preparar un ataque contra la masa creciente. El crecendo que surge de estas dos fuerzas agitadas se condensa y explota en el momento en que el primer proyectil del ejército penetra el cuerpo de la protesta. Lo que continua es una masacre que ocupa alrededor de 2 minutos, compuesta por cuerpos caídos, gritos, caos, llantos de niños y un pánico generalizado. La masacre concluye, los cuerpos buscan refugio en los médanos desnudos de los alrededores mientras las órdenes de un alto al fuego develan cañones humeantes y las caras expectantes de los militares. Una vez concluida, el film adopta una actitud realista- denunciativa: lo que sigue son encuadres en primer plano de fotografías y retratos de lo que una voz narrativa nos va presentando como “los responsables de la masacre.” El señor Patino, dueño, el señor Eduardo Peñaranda, gerente, el General Barrientos, el General Ovando, etc… En la sucesión de cuadros no solo se nos presenta a “los responsables” sino una serie de matanzas que han proseguido: fechas y nombres se repiten: Masacre de Potosí, masacre de la mina siglo XX, masacre de la mina Sora Sora, masacre de Llallagua, 1952, 1955, 1967… Parece que asistimos a una breve lección de la historia de la violencia en Bolivia. La cinta es una suerte de documental ficcionalizado: la línea narrativa presenta eventos históricos concretos más los “actores” y las escenas se entrelazan como eventos reales dentro de la ficcionalidad de un film que quiere ser históricamente correcto pero que a la vez necesita recurrir a la re-creación para formarse en si como film denunciatorio.
La cinta inicia documentando una protesta de masa de casa como consecuencia de la falta de alimentos en las pulperías de la mina y los altos precios que recientemente han impedido la compra de los alimentos más básicos. Las mujeres como una sola voz replican ávidamente a las excusas y los sofismas gastados del representante de la compañía: el episodio se va tornando tan patético que el representante termina huyendo mientras las amas de casa golpean sus menajes sin cesar. Durante la primera parte de la película se introducen personajes históricos reales: por ejemplo la viuda Felicidad Coca se presenta a sí misma y se localiza dentro de la trama histórica como víctima del abuso de la gerencia, a continuación otra ama de casa -una muy joven Domitila Chungara- da testimonio a la cámara acerca de las medidas inhumanas que la empresa ha instaurado recientemente, sobre todo desde que el General Barrientos ha asumido el poder en noviembre de 1964.

Las mujeres se ven forzadas a realizar este tipo de oposición colectiva debido a dos factores: primero, los líderes sindicales han sido apresados y trasladados a La Paz, y como consecuencia el sindicato ha quedado un tanto desorientado; los hombres son interpelados por el colectivo de mujeres y representados demacrados, ineptos, incapaces de levantarse ante los abusos gerenciales de la mina.

Esa misma tarde, uno de los hombres más jóvenes se acerca a la administración a preguntar que ha acontecido con el grupo de hombres que no se han visto desde hace algunas horas. La pregunta se alarga y al no encontrar respuesta satisfactoria el visitante se altera en la oficina, lanza gritos y abandona el local intempestivamente. En la noche, al salir de alguna taberna es detenido por unos militares abordo de un jeep y llevado a un centro clandestino donde es torturado con el fin de extraer los nombres de los colaboradores incognitos que serían el enlace entre los mineros y la guerrilla del Che.

Esta es la primera vez que el nombre del Che se pronuncia en la cinta: de ahí en adelante aparece sin aparecer, se significa tal vez solo como una suerte de fantasma que al ser conjurado provoca lo peor y lo mejor de los hombres que lo invocan. El Che aparece como un significante que estimula miedo, violencia y amor revolucionario. Dentro del discurso oficial de los militares se prefigura como una amenaza apocalíptica que debe ser contenida, dentro del discurso formal de resistencia proletariada se configura como una oportunidad para acabar con un régimen de opresión y salvajismo histórico, dentro del discurso informal de los mineros aparece como una especie de figura mítica que se teme pero a la vez se espera con impaciencia.

A continuación, algunas secuencias se intercalan donde asistimos a una especia de formato hibrido: breves entrevistas a líderes estudiantiles en la capital se turnan con consignas desde las minas que apoyan la llegada del Che y prometen lealtad a la causa revolucionaria. La secuencia continua hasta llegar al acuerdo de conformar un congreso en alianza con los estudiantes y los mineros de siglo XX que manifieste el malestar colectivo que estos sectores sienten ante las políticas de violencia institucional implementadas por el empresariado minero con el apoyo simbólico y táctico del General Barrientos.

En lo que sigue, pareciera que la cinta se distrajera en una suerte de curiosidad que la lleva a interrogar más acerca de cada perfil opositor, cada estudiante o cada obrero que decide unirse a la oposición militante: son escenas breves e incompletas pero dicen mucho pues abren la narrativa y la pausan para permitir una especie de galería que ensena diferentes rasgos y posiciones políticas de la subjetividad heterogénea que ha entrado en descontento general. Se nos presenta el perfil de un soldado de infantería que reclama que él no puede disparar contra el proletariado de Siglo XX pues él es oriundo de ese lugar. El líder estudiantil Eusebio Gironda Cabrera aparece como presidente de la asociación de estudiantes, quien adopta un discurso más total que trata de incluir no solo la evaluación de la realidad política boliviana sino también su carácter de lacayo subordinado a la mano fuerte del imperialismo norteamericano que azota los repetidos intentos del pueblo boliviano por levantarse. El joven Gironda, hoy día ex asesor de Evo Morales, también proclama la voluntad del sector proletariado minero de unir fuerzas con el Che para traer la revolución de una vez a Bolivia.

En continuación con el desarrollo de esta galería de perfiles, la cámara nos adentra a una sesión sindical que acontece en el centro de una mina donde un líder de la organización de Siglo XX realiza una evaluación muy completa y locuaz sobre la actualidad política boliviana dentro del contexto regional e internacional de la época.
Pero esta galería de perfiles tiene que ceder paso tarde o temprano a la continuación de un desarrollo programático del evento primerio que formaliza y justifica la película; un evento que hasta ahora ignoramos, pero que se presiente debido a la naturaleza denunciatoria y cronológica de la apertura del film: la masacre de la noche de San Juan en las minas de Siglo XX. Alrededor de la marca 1:10, la puesta en escena cambia radicalmente; pasamos del formato de breves entrevistas y charlas en plenarias hacia la dramatización de la masacre. Es noche, en realidad, la noche más fría del año, es 24 de Junio. Poco a poco se nos enseña una Siglo XX en buen estado de ánimo: los obreros están departiendo acompañándose de sus músicas, sus familias y algunas botellas. Sin embargo, empiezan a surgir lentamente algunas siluetas entre las dunas periféricas que van adentrándose como hormigas oscuras al sector residencial de Siglo XX. Estas siluetas pertenecen a los miembros de un batallón asignado a atacar Siglo XX esa noche y aplacar cualquier posibilidad de una alianza con el Che. La mina es atacada indiscriminadamente: las tomas que siguen recuerdan la secuencia introductoria del film, cuerpos baleados, hombres y mujeres, niños y ancianos perforados por ráfagas que se disparan desde las partes más dominantes del relieve local, el caos que produce la balacera lleva a la cámara a buscar refugio en algún edificio o alguna habitación vacante: así, entramos de repente como espectadores a la micro-batalla que sucede dentro de la radio local de la mina: los militares, muy conscientes de la importancia del medio para la movilización de los mineros proceden a destruir la consola y demás equipos. Parece que la sección anterior que intentaba realizar una suerte de galería móvil de diferentes subjetividades tenía como objetivo introducir el discurso de ciertos sujetos para después re-presentarlos en acción. Esta tarea se cumple a medias. Hacia la mitad de la dramatización del ataque a la mina se nos presenta la escena que parecería cerrar varias líneas de pensamientos que habían sido propuestas en el ejercicio expositivo. Dentro de la serie de tomas que presentan en ataque, una irrumpe con especial detenimiento; en el caos del ataque un soldado se rehúsa a disparar contra la masa en huida, su superior le ordena disparar y este se justifica diciéndole que no puede pues él es nativo de allí. El superior le ordena, luego le insulta, pero cuando comprende que el soldado no va a obedecer le dispara a mansalva en el pecho sin vacilar.
Este episodio parece concluir como un ápex una suerte de escalamiento de la violencia y al mismo tiempo un decaimiento de la ética más básica. Cuando el humo se ha disipado y la noche más fría del año, -a la vez la más triste ha concluido- asistimos al funeral de varias víctimas mientras una voz en off como la que durante casi toda la película nos ha explicado diferentes eventos, inicia la lectura de una lista de nombres: mineros y sus familiares quienes han caído masacrados ilegítimamente por el gobierno del carismático pero autoritario Barrientos. Se nos recuerda que los restos se han esparcido, nunca se llevó a cabo un entierro formal de los que desaparecieron y los avisos y marcas que hacían de monumento o memorial han sido derrumbados. Como si la humillación no bastara, la voz nos da noticia de la estrategia del gobierno central de repartir a los hijos y los bebes de los masacrados (“genocidio”) a lo largo del país para que la memoria de aquel evento no se transfiriera generacionalmente.
Sin embargo, la memoria subsiste. La misma voz procede a recordarnos que muchos han desaparecido pero el pueblo posee una fuerza inigualable, una voluntad inquebrantable, un coraje natural. Se enumeran otra vez los culpables de la masacre de San Juan: General Barrientos, General Ovando, Amado Prudencio, así como los asesores militares norteamericanos quienes habían recomendado la ocupación militar del área.
Después de exhibir a los victimarios, El coraje del pueblo parece alejarse de sí mismo o del referente al que quiso agarrarse -unas veces más efectivamente que otras- y adoptar una distancia critica, no para narrar las consecuencias concreta e históricas de la masacre de San Juan, sino para concluir usando una coda que rememora el inicio de la película, un inicio marcado por la violencia frontal y desmedida. Como última secuencia, Sanjinés nos presenta una serie de tomas que retratan a una masa de mineros y sus familias avanzando lentamente por encima del árido paisaje. Tomas que rememoran las iniciales, pero que se diferencian de estas debido al ánimo marchante y a la música valerosa que decididamente acompaña a los mineros hacia un encuentro en primer plano con la cámara.
El coraje de un pueblo puede leerse como documento denunciatorio; pero mas interesante aun como un momento de intersección privilegiada en las luchas del sur global. Aquí, varias líneas de evaluación critica articuladas hacia cierta praxis coinciden en planos espaciales y temporales; al coincidir se iluminan, se reflejan la una en la otra, y nos ayudan a entender un poco mejor la búsqueda de cierta emancipación por parte del subalternado latinoamericano. El formato -hibrido, abigarrado-, nos remonta a un referente que se conforma como especularidad del film, y que siempre escapa cualquier intento de teorización o representación totalizante.

La Virgen de los Sicarios: la desesperanza sin fin de Fernando Vallejo (Colombia, No. 11 General)

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La novela de Cesar Vallejo, La Virgen de los Sicarios se desborda a si misma en una especie de agujero negro que lo traga todo. Sus protagonistas, son solo tres: Fernando, Alexis y Wilmar, -podría decirce que Medellín es uno mas- su trama es sencilla. Fernando un hombre maduro e intelectual, regresa a Medellin después de muchos años de ausencia. Pero al regresar a su ciudad, encuentra muchas cosas diferentes, especialmente una situación de violencia y crimen diseminada por doquier. Fernando encuentra compañía en Alexis, un muchacho homosexual de las comunas que se ocupa como sicario.

Alexis como cualquiera de su profesión recorre la ciudad -al servicio de algún patrón o algún encargo- cometiendo atrocidades. Pero ahora que Fernando ha entrado a su vida, los dos hilvanan una especie de ocio burgués-subalterno: recorren la ciudad mientras Fernando le enseña a Alexis sitios históricos, completamente morfados, visitan templos que Fernando relaciona los recuerdos de su niñez, en fin, Fernando le enseña a Alexis una ciudad que el desconoce y Alexis por su parte le hace conocer toda una subcultura dueña de un imaginario muy rico que fascina a el escritor recién llegado. Alexis por su parte se convierte en una suerte de el ángel de la muerte: asesina a todo aquel que se cruce en su camino y que provoque el descontento de ambos. La sinrazón del asesinar al primero que se rehuse a cualquier orden, un taxista, un ladrón en huida, parece complementar y exacerbar el nihilismo de Fernando. El clímax de la obra llega cuando Alexis es asesinado -en una avenida de la ciudad en pleno día- por dos sicarios en una moto descrito en una escena conmovedora. Esto lleva a que Fernando emprenda una búsqueda por el asesino. En medio de esta desesperanzadora empresa, Fernando conoce a otro muchacho quien también labora como mercenario, con el cual inicia una relación erótica bajo las mismas condiciones de la anterior, Wilmar.

Al Wilmar entrar en la vida de Fernando, este último lo empieza a relacionar obsesivamente con Alexis. De igual manera, Wilmar sigue siendo el ángel exterminador mientras sigue el itinerario de visita a iglesias y sitios de la nostalgia de antaño de Fernando. Poco después Fernando se entera que quien asesinó a Alexis es el mismo Wilmar. Como respuesta a esa dramática noticia Fernando decide terminar con la vida de Alexis para vengarse, sin embargo, no se atreve, porque lo ama pero también porque Wilmar mas tarde le revela que en realidad solo había asesinado a Alexis porque este había matado a su hermano.

La Virgen de los Sicarios concluye en otro cuadro trágico. Agobiado por tanta violencia y un estado continuo de guerra total, Fernando le pide a Wilmar que se vayan del país, Alexis asiente pero le dice que antes quiere ir a la casa a despedirse de su madre. Fernando lo espera impacientemente en el apartamento, pero recibe una llamada de las autoridades que le ordenan que debe ir a identificar el cadáver de un desconocido, un joven que tenía su número telefónico en un papel en el bolsillo. Fernando, que ha pregonado la muerte temprana de si mismo y de la ciudad, de todos, en ese fatalismo tan propio, conduce hacia la morgue para descubrir que aquel desconocido es Wilmar.

Tomando cierta distancia podemos entender La Virgen de los Sicarios como una carta abierta al país escrita -al decir de W.G. Sebald- bajo el ruido de las bombas. Un documento más que de denuncia -como había sido estructurada parte de la producción de la novela pre-boom en Colombia (pensemos en La vorágine o en Toá) uno podríamos decir, de shock, decepción y abandono. Fernando llega del exterior, realiza pequeños toures nostálgicos personales, conoce a Alexis, conoce a Wilmar, se impresiona con la muerte indiscriminada, luego se acostumbra, al final no soporta el ritmo de muerte, abandono estatal, la idiosincrasia, y contempla el suicidio desde lo alto de un puente en el centro de la ciudad. Fernando no acaba con su propia vida, pero si acaba su retorno a una ciudad desdibujada luego de varias décadas de trastornos colectivos; termina huyendo, encerrándose en un bus provincial con destino a cualquier parte y despidiendo al lector sin mayor protocolo. Su relato ha perdido toda esperanza y se perfila -en forma y en contenido- como la prueba de un pesimismo que es evidente, que se justifica y del cual seria ilusorio poder escapar. En si, la novela -bajo la voz autobiográfica de Fernando Vallejo- parece agrupar al ser social en dos rubros avasalladores. En el primero se preocupa por castigar a los demás: por ilusos, por despreciables; en el segundo los considera pobres almas ingenuas, inconscientes de su propósito en la tierra.

Desde el ángulo histórico nacional es evidente que la historia se ubica claramente después de la muerte de Pablo Escobar en 1993, lo que propicio que las bandas de sicariato que estaban al servicio del mayor capo del narcotráfico, se quedaran sin el empleo que les proporcionaba las mafias. A su vez, la violencia -como la novela- se desborda de su espacio contenido y penetra las calles de una ciudad agobiada por la rutina de muerte. No solo las calles albergan cuerpos sin vida y se ven invadidas por las políticas de la revancha sino el mismo sujeto paisa deviene en una especie de cifra de muerte: si no afectado por su contacto directo con una víctima de la violencia desmesurada entonces estigmatizado como miembro de un grupo regional asociado con los excesos del narcotráfico y la corrupción institucionalizada. La Virgen de los Sicarios no contraviene esta idea, mas bien se prefigura como su poética, una contingencia historia singular dentro del devenir no teológico del ser y el absoluto.

 

 

El Jardín: un trasplante sin fin (Bolivia, No. 13 General)

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Anima est quodammodo omnia.

El jardín de Nora pertenece al grupo de textos cortos y raros que por su precisión y economía se acercan más a la poesía que a la prosa o la idea de la novela total. Llegan a la mente títulos como El jardín de la señora Murakami de Mario Bellatin o Bonsái de Alejandro Zambra (incidentalmente los tres trabajan sobre el tema de la planta -o el jardín- y contraponen un sujeto con el ser árbol). Con clara atmósfera autobiográfica, El jardín de Nora narra la historia de una joven pareja de austriacos que viven en La Paz. Franz y Nora se han instalado hace algunos años allí sin mayores dificultades: Franz trabaja mucho, casi nunca está en casa y Nora se ocupa de su jardín con dedicación. Hasta ahí nada extraordinario, sin embargo las cosas empiezan a alienarse lentamente. Una tarde mientras Nora plancha las camisas de trabajo de Franz, su jardinero le trae la espantosa noticia de la desaparición del rosal del fuego, el arbusto favorito de la pareja traído desde Viena y cuidado con esmero como la joya de la corona de su jardín; esta planta no solo ha desaparecido sino que han abierto en la tierra una grieta ancha profunda: una grieta que parece absorber las energías de Nora y permea el texto de un aire siniestro de duda y anticipación. Uno a uno van despareciendo los arboles más frondosos del jardín, Nora entra en episodios de histeria y se nos recuerda como -durante cada momento dramático de la historia- le emana recurrentemente de su pecho con dolor una lecha agria. Nora desespera y envía a llamar a un brujo local para que haga un rezo y despoje de cualquier hechizo el jardín clarificando de una vez la extraña desaparición de los árboles.

Casi por accidente el narrador comenta acerca de los diez hijos que Nora y Franz que han tenido: son mudos y viven en una especie de edificio anexo de 10 habitaciones y bajo la supervisión de Frau Wunderlich. El desenvolvimiento del primer plano se ve interrumpido a veces por las rememoraciones de Nora acerca del pasado reciente, de su arribo a La Paz, de construcción de la casa, de su dificultad para iniciar un jardín al estilo vienés en esta tierra tan diferente, apreciaciones sobre la geografía donde se asienta la ciudad que es una especie de olla gigante. También se nos recuerda -como de paso- que los niños son mudos porque cuando cumplen 5 años sus padres los llevan individualmente al jardín y en una especie de ritual les piden que nombre al nomo -una pequeña figura de madera que ellos han traído desde Austria- como el guardián del jardín, todos permanecen enmudecidos y anonadados; Franz, harto de la falta de palabras se desespera y termina acobardando con gritos a los chiquillos que son enviados a la guardería donde poco a poco suman diez.

Al final los rezos del brujo funcionan. Luego de un ritual algo embarazoso donde se sumerge a los niños a una mezcla rara de hierbas, alcoholes, tierras y perfumes parece que ha cesado la violación del jardín. Se les informa a los padres que pueden atender un almuerzo con sus hijos -a los cuales les habían impartido unas clases terapéuticas- para que recuperasen la facultad del habla. Ellos asisten como si se tratara de un banquete de caridad, y muy distantes reciben con amplias sonrisas las demostraciones de vocalización básica que los jóvenes preforman. La agitación dentro del recinto crece, Franz se ríe a carcajadas y aprueba los sonidos en coro, mientras Nora aturdida y con un rumor alado bajo el pecho vuelve a sentir el dolor que trae la leche al abrirse paso en sus senos. Los muchachos concluyen una corta demostración al coro y al unísono “Bbbbbuuuueeeccccooo¡”Espantada Nora se siente caer en imaginarios rocosos y sin fin, no sabemos nada más. La historia termina un párrafo después con un final que es anunciado más poco determinante. “Al otro lado del hueco no había nada. ‘Phutunhuicu,’ pronunciaron correctamente cuando aprendieron a hablar los mudos, ‘Phutuncuicu’ que en buen aimara es ‘phutunku’ y en buen castellano es hueco. Pero nadie los entendió” (65).

Leer El Jardín de Nora dentro de la lectura parricida un primer impulso: es la más cercana a los referentes dados y tal vez la más obvia. Podríamos aventurar que los hijos deciden no ejercer oposición dentro del código de lo cultural (recordemos la temprana distinción antropológica entre “cultura y naturaleza”) ya que no hablan y se remiten a usar las acciones físicas como lenguaje para entrar en comunicación con sus padres, que parecen entender solo el mundo de las acciones concretas en tanto la atención y el cuidad paternal se ve dirigido solo hacia el jardín.

Nora y Franz entierran a sus hijos en vida (los destierran), pero sus hijos vienen a ser sustituidos para sus propios afectos y necesidades paternales por los árboles y arbustos que Nora siembra y atiende como si fueran sus hijos. Estos, -simbolizados en arboles- son lentamente desterrados uno por uno por ellos mismos (los hijos mudos) como para cobrar venganza y constatar que ellos no quieren ser parte de ese jardín, de ese espacio putativo de sustitución y suplemento afectivo.

El arrancamiento de los arboles (si es que son los hijos los autores de estos pequeños atentados terroristas) parece entonces un ajuste de cuentas con una pareja narcisista y tiránica: Nora y Franz habitan a sus anchas una casa amplia y la usan como fondo para sostener largas sesiones eróticas, para sostener fiestas a escondidas de sus hijos… al final sus hijos nunca aparecen tratados como tales o siquiera como miembros de la familia; la narración misma dedica más tiempo a imágenes poéticas como Nora planchando el cuello de almidón de las camisas de Franz, o su noche de contemplación del cuadro de Rafael Stanza della Segnatura, que describiendo a los niños o explicando porque se mantienen estas extrañas circunstancias en la casa.

Pero también hay una implicación social en la narrativa que no debe descuidarse si nos entregamos al análisis psicológico de lleno. ¿Que podríamos arriesgar primeramente, en torno al impulso totalitario de replicar un modo de orden y de goce estético exactamente en un país enteramente ajeno? ¿Qué nos dice el hecho que Nora no adopte especies de plantas, patrones decorativos o principios de jardinería nativos? ¿Qué impulso de no perder un cierto anclaje cultural se ve objetivisado en el trasplante literal de un oficio y unas especies europeas -entendidos estos como experiencia estética y cultural? Los desgarramientos sucesivos de los árboles del jardín podemos leerlos como alegoría a la condición descentrada del inmigrante quien desea encontrar o replicar un cierto número de prácticas “tal como en casa” para encontrar una semblanza y una solidez donde poder anclar su subjetividad.

En este sentido, Nora ha replicado los patrones ornamentales que remiten a la tierra de su infancia y su cultura. Sin embargo las violaciones y las heridas abiertas nos acuerdan de lo inestable que puede ser esta solidez, lo ficticio del movimiento hacia lo cierto, y cualquier sueño de arraigamiento, identidad y pertenencia. Cada arranque de la planta es como un desarraigo pero de segundo nivel. Nora ha intentado ocupar un espacio identitario dentro de la diferencia y hasta cierto punto lo ha logrado -mientras vive en el país ajeno- pero hasta cuándo se puede aferrar a un pasado efímero, una identidad deformada a lo largo del tiempo y una imagen del mundo -tan estable como ilusoria- tal como se representa en el arte? No por mucho más… Ha llegado la hora de ceder a la diferencia y ceder es dejar un espacio, ofrecer un espacio, para que ésta se inserte dentro de lo más estable y lo más fijo que habíamos tratado de mantener y cultivar.

Los árboles que arrancan del jardín serian marcadores de una subjetividad fija que se van desvaneciendo a medida que su jardín va cambiando de forma. No hay final, nadie comprende que lo diez hijos mudos dicen “hueco” así como nadie entiende porque los arboles desaparecen sin cesar. La entrada de la diferencia hacia la identidad ha ocurrido silenciosamente. Al final somos como Nora y estamos desterrados literalmente. Nora y Franz están desterrados y sus hijos doblemente pero aun así –o por esta razón- comprenden su condición; una sin hogar, sin residencia, un estado permanente de homelessness.

Entre Marx y la literatura (Ecuador, No. 10 General)

Entre Marx y una mujer desnuda

Entre Marx y una mujer desnuda es un ejercicio de vanguardia que consiste en integrar en el texto y dentro de la operatividad de la escritura diferentes recursos -de fuentes bastante eclécticas (el texto en sí es ecléctico e idiosincrático -como todos- pero con libertades que lo desplazan a latitudes inesperadas). Basta una hojeada breve para notar el uso de sendas técnicas vanguardistas occidentales. Primero, la forma: el libro parece concebirse como un fluir una serie de notas que quedaron rezagadas -sin orden y cuya organización poco importa- no hay índice, no hay secciones, ni capítulos. Estamos ante un espacio (aparentemente) ilimitado de ideas que confrontan el impulso por lo linear; pero también encontramos otro tipo de orden, notas insertadas a los márgenes que dan cuenta de los momentos eróticos de una pareja -y que aunque aparentemente marginales- son indispensables para dar un sentido dentro del texto (18). Aduom parece querer extender la goma elástica que Rayuela fabricó al prefigurarse como libro clave de la autonomía del lector; de la azarosa condición que es la lectura misma. Las referencias directas son muchas y el ejercicio de la forma también deja entrever un cierto impulso de replicar y re ensayar las maneras de pensar y de hacer pensar al lector.

También podemos recordar la manera descomplicada como Aduom escribe su texto primario. Son notas informales en un diario: inicia las frases en minúsculas y seguidas de elipses, y en ellas retorna a un meditar auto reflexivo dentro de un fluir de la conciencia que parece determinar secciones enteras. O mencionar el uso del espacio del texto para desnaturalizar las ficciones de la representación por medio de un uso promiscuo de montage y collage: nos topamos desde las primeras diez páginas con avisos clasificados, con diagramas explicativos, párrafos que inician a mitad de página, canciones enteras escritas como si se tratara de un pentagrama con simbología musical, ilustraciones publicitarias, un crucigrama, un “prólogo” ya pasadas las dos terceras partes del libro (233) y un recurrir de la labor auto reflexiva de la escritura: es aquí donde el ejercicio de la auto crítica y la auto referencia alcanzan intensidades tales que se materializan en signo y referente.

Las meditaciones del texto tienden a desplazarse hacia el terreno de lo intelectual -tal vez demasiado: nos topamos con diálogos imaginarios con Marx, con lamentos anti-nacionalistas acerca del porvenir histórico de un país aislado, y perezoso (115), o con divagaciones que tienden a caer en cantos resentidos y repetitivos acerca del imperialismo y sus abusos, de la falta de país en el Ecuador (la negación de una historia) y de la farsa total que predicaba un internacionalismo o una solidaridad proletariada mundial.

La novela se configura en una historia central: la de Rosana, el narrador, y su marido hacendado -una relación de adulterio, regida por la traición, el goce, la atracción-, entrelazada con la de Don Gálvez -intelectual invalido del partido comunista del Ecuador de los años sesenta y su novia Margaramaría – y el drama del interno de micropolitcas dentro del partido. Don Gálvez, su asistente Falcón, Margaramaría y otros simpatizantes tienden a converger en los talleres de la revista el Murciélago desde donde producen panfletos y sostienen tertulias intelectuales citando a Marx, a Lenin a artistas como Webern o Brecht y donde en gesto autocritico la novela que el narrador escribe es comentada y continuamente reevaluada.

Rosana es la mujer vuelta objeto del deseo de nuestro narrador sin nombre. Casada con un propietario “hacendado cretino” al que solo entrevemos dentro de las incursiones al proceso de la escritura de la novela, ella se desenvuelve como objeto de miradas masculinas y como fuente de drama debido a las discusiones que sostiene con su marido donde se exploran los temas de género: machismo estructural, opresión invisible y sexismo. El narrador tiende a abandonar su realidad durante momentos críticos para retornar una y otra vez hacia sus escapismos creativos, es allí en estos episodios de imaginación aventurada donde vamos apreciando el carácter de esta relación triangular. Se dibujan paisajes surrealistas, se habla de un escape a Grecia, -Grecia como topos de una sociedad romantizada pre capitalista- y se desenvuelven momentos eroticos-tanaticos donde el encuentro sexual entre Rosana y el narrador tienden a tornarse en huida desesperada a causa de la aparición constante del hacendado patético y siempre armado.

Don Gálvez quizás se perfila como el protagonista tal vez si podemos hablar de alguno que no sea el narrador-autor. Don Gálvez, es inválido y por eso tiene que ser cargado por Falcón su asistente y sus piernas al mismo tiempo cuando asiste a reuniones del partido o al campo a conquistar votos. Parece que a Aduom le gusta imaginar situaciones donde Don Gálvez, Falcón y el narrador tienden a construir una especie de triada quijotesca donde debates sobre las armas, las palabras (poesía) y las mujeres se trenzan de manera apasionante pero jocosa, cada miembro opina de acuerdo a su lugar dentro de la ideología y arroja luz sobre ideas (en mayoría las de Don Gálvez) que se dan por sentadas. No es coincidencia que el intelectual este prostrado en una silla de ruedas, más bien parece clara metáfora acerca de la incapacidad de esta figura en el estado moderno de afectar las relaciones de producción, o de siquiera avivar las masas siguiendo los principios de la falsa conciencia de Lukacs o del partido como vanguardia del pueblo de Lenin.

El inicio, siempre un instante incierto y critico debe estudiarse con atención: “o sea que las cosas no han sido todavía sino que van a ser, no pasaron así sino que van a suceder ahora, en estas páginas, nadie sabe cómo no tienen un principio ni un orden otro que el que tú les des, e incluso la sucesión de reglones, de párrafos de páginas puede ser alterada porque aunque inflexible en su estructura es deliciosamente arbitraria.” Debo confesar que es uno de los principios más originales que he leído. Pareciera esbozarse contra toda noción de linealidad y refutar las causas y las consecuencias como espacios inamovibles e inmanentes. Aduom, más bien trata de entender la lectura -de un libro que no ha comenzado, que está inscrito en el futuro como una nota dentro de la botella a la deriva- como una acción que en vez de ofrecer un sentido linear y progresivo, con un telos, se prefigure como un mecanismo de reflexión, una máquina de pensar donde no importa tanto lo que conduce de A a B sino más bien donde el sentido emane independientemente de cada micro contexto; donde la narrativa no sea encaminada “hacia algo” sino que ofrezca preguntas más que situaciones y genere afectos más que emociones como un pequeño dispositivo de creación multiuso, democrático y abierto a las preferencias de cada lector.
De alguna manera podríamos arriesgar también una lectura que anticipa los debates contemporáneos acerca de la auto ficción en la narrativa Latinoamericana. Pues en Entre Marx y una mujer desnuda las líneas que separan autor, narrador y personajes creados dentro de la  trama tienden a debilitarse. El autor se inscribe autobiográficamente dentro de la narrativa pero al mismo tiempo incluye retazos de su experiencia propia para yuxtaponerlos con imágenes simbólicas préstamos de otras lecturas, de sus recursos oníricos o de episodios cotidianos de las vidas de otros. Por ejemplo, Aduom escribe sobre Don Gálvez en el “prólogo”: “En este libro que, fácil es advertirlo, no es una biografía pero tampoco una invención, él (Don Gálvez) esta, en casi todas sus páginas, aunque ha cambiado mucho. Ahora me resulta imposible separar al él que fue, del él en que se me ha convertido.” (235) Es como si asistiéramos a un gesto novedoso dentro de la tradición hispánica que abre puertas a una nueva posibilidad de la forma justo cuando el eco del boom había arrojado una sombra del fin de la literatura en su estado más alto. Podríamos agregar que Aduom está interesado en encontrar otras realidades, otras posibilidades de entender la materialidad y el determinismo de una historia que al parecer se ha olvidado del Ecuador. “Mi novela debe ser como una película, llena de imágenes imprecisas. Si uno pudiera hartarse de esta realidad y poder escribir otras cosas otras realidades como las del sueño.” Imágenes imprecisas, como montajes y otras técnicas de extrañamiento o desfamiliarización son las que en efecto diseminan dobles sentidos y cargan a los referentes más claros de la trama con una multiplicidad de lecturas.

Al final de la novela, Don Gálvez borracho y excitado por una noche de protestas y el saqueo de su revista, sale cargado por Falcón y se aferra a las rejas del edificio estatal donde grita con toda fuerza frases contra la dictadura y la consciencia de los que trabajan allí. Este momento de drama se intensifica cuando por la espalda atacan a don Gálvez y este cae al suelo malherido y consternado. Al final, Falcón lo lleva a un hospital donde le pregunta al narrador “¿Y que va a ser de tu personaje, al fin muere?” el narrador dice que no, pero por su parte él ha decidido abandonar el país; en un par de instantes la cúspide dramática cede lugar a un final que aunque no es de fracaso total se cierra albergando una ambigüedad muy clara: Don Gálvez y el partido no mueren, pero el artista, quien representa y aporta la imaginación creativa se lanza al exilio.