El baile, la música y el desencuentro

Vivir en el extranjero es una experiencia dolorosa, divertida y contradictoria. Muchas emociones y afectos se conjugan mientras uno trata de darle sentido a lo que ve y lo que vive.

Esta reflexión se dio luego de salir una noche -un poco contra mi voluntad- a clase de baile, en este caso bachata, seguida por una hora de baile donde se practica los pasos previamente aprendidos.

Varias ideas surgían mientras observaba como los extranjeros aprenden a bailar ritmos tropicales. Primero, me parecía bastante raro ver como los asiáticos, los rusos y gente de otros lugares (que ya de por si son extraños para nosotros) bailaban esas canciones tan latinas con tanta soltura. Desde luego, era algo positivo. Es bueno que haya personas que se comuniquen a través de la danza y disfruten de sus beneficios.

Pero me llamaba la atención lo raro que se hacia para mis ojos ver a estos personajes ya de por si diferentes en sus rasgos (y entre ellos) moviéndose al compás de la bachata y otras músicas que uno considera quizá nacional o incluso -a lo más- latinoamericana. Lo que hay que entender es que quizá esta música ya dejo de ser dominicana, o colombiana, y actúa más como parte de lo que se llama cultura global. 

Luego de pasar varias canciones parado contra la pared con los brazos cruzados y pensando en estas cosas, varias ideas empezaron a rodar por mi mente y de alguna manera empecé a “verbalizarlas” en silencio, es decir, decirlas sin hablar.

Una de ella era lo disparatado de la situación, del momento: ser latino, provenir del lugar y la cultura que dio nacimiento a esas formas y al mismo tiempo estar al margen de participar. En lugar de estar “representando” la “cultura” estaba aislado, en un “balcón” imaginario alejado de la realidad, pero a la vez inmerso en ella solo para clasificar y ordenar las ideas y los cuerpos.

Recordé que este es quizás el gesto básico de cualquier intelectual: abstraerse de una situación social participativa y que se performa con el cuerpo: marcha, carnaval, manifestación, concierto, y colocarse aparte en un lugar cómodo, seguro y con buena vista para desplegarse y llevar a cabo todas las observaciones y apreciaciones que se deseen.

En mi vida de académico he sabido encontrar ese lugar y sentarme en mi silla imaginaria desde donde puedo ver sin ser visto, pensar mientras los otros actúan (sin pensar), sentirme también de una manera un tanto artificial, un poco “superior” sobre el resto y luego presentar mis conclusiones ante otros observadores, otras mentes afines: familiares o amigos.

En este caso particular, yo quería bailar. No quería pasar la noche, como es a veces el caso, en esa silla, contemplando y catalogando comportamientos. Yo quería bailar y quería olvidarme de analizar a las personas. El problema era que, aunque yo era latino, y colombiano, ¡no daba la talla en mis habilidades para el baile!

Les explico: los extranjeros y algunos latinos que viven en países extranjeros (no latinos) aprenden a bailar los ritmos tropicales más tradicionales, salsa, merengue y bachata asistiendo a clases con mucha disciplina 2 o 3 veces por semana por meses y años. Como ya se dieron cuenta, ellos se lo toman muy en serio. Aprenden estos ritmos de instructores que vienen de países diferentes y de “escuelas” o estilos de baile diferentes. Además, estos estudiantes de salsa o de ritmos tropicales aprenden a mover el cuerpo de acuerdo a un compás que marcan en su cabeza, y que cuentan durante toda la canción.

El problema radica en que si tu no bailas como a ellos se les enseña a bailar o de acuerdo con su expectativa, se produce una especie de momento raro, un desencuentro fantástico, pero a la vez, incómodo. Como muchos ya sabrán, es interesante pero doloroso llevarle el paso a una pareja que está contando en su cabeza y murmurando los tiempos, mientras tú tratas de sonreír, ser amable, o iniciar conversación: preguntar de dónde es, cuál es su historia… Es también cómico y frustrante entablar una conversación frívola y fugaz para suplementar la incomunicación rítmica.

Y todo esto para los extranjeros no-latinos también implica un poco de dolor. Bailar con latinos, que, como yo, aprenden baile en fiestas familiares, sin escuela y sin contar compases puede ser un desafío: la cosa entonces se pone complicada: ellos esperan que el bailarín principal, el líder, el rol que generalmente desempeña el hombre sea proactivo e indique todos los pasos que se van a realizar. Si uno como latino no sabe que pasos o vueltas las parejas saben, entonces cualquier intento de hacer alguna vuelta por pequeña que sea es un riesgo. En muchas ocasiones he intentado iniciar una vuelta y me han respondido con resistencia o con mala cara, como queriéndome decir: “estamos en el tiempo equivocado,” o “esa vuelta no se hace en este ritmo,” o “no sé qué maniobra quieres hacer, no sé cómo se hace…”

Claro, en algunos casos se cometen errores, de parte y parte, pero estas experiencias resaltan lo cómico y frustrante de estos encuentros y desencuentros. Varios amigos y conocidos latinos de todas partes coinciden y ser ríen al recordar estas anécdotas. Muchos acusan a los extranjeros y les reprochan su rigidez, su dependencia del método o falta de soltura, dicen: “el baile es para pasarla bien, no para andar haciendo cuentas.” Otros son más tolerantes, pero igual coinciden en lo raro de estas situaciones y en los desencuentros que se generan en algo tan inocente y simple como bailar un merengue dominicano por 3 minutos.

El pensar en la crisis

El momento de ruptura y frustración, el momento donde los afectos positivos se tornan en negativos y los cuerpos en vez de complementarse para ser más se afectan y se disminuyen es incómodo, eso está claro para todas las partes, pero también permite pensar; pensar como quien se adentra en una grieta para examinar la causa de esta y como se genera.

En otras palabras, estos desencuentros con otros, con los objetos e incluso con nuestras mascotas u otros animales son momentos claves para pensar y más importante aún ponerle atención al pensamiento: cobrar esa claridad mental que nos permite entender las cosas de otra manera, desde otra perspectiva.

Y yo pienso que es ahí donde las cosas que son realmente interesantes ocurren, claro siempre y cuando estemos preparados para pensar con detenimiento. Claro, las irrupciones son inesperadas, pero son oportunidades. La continuidad de una maquina que nunca falla no invita a pensar en nada interesante. Es solo cuando esta máquina falla que nos damos cuenta de su existencia, de lo que nos permitía y en lo que estaba condicionada.

En cualquier caso y volviendo al tema de mis desencuentros, toda esta experiencia de bailar con los extranjeros, de mala manera o a medias, a parte de provocar ideas interesantes me genera un desasosiego por lo cruel de la ironía. Los extranjeros se esfuerzan por meses para bailar nuestra música, pero cuando los “auténticos” sujetos de la cultura a la que se quieren acercar finalmente acceden a bailar con ellos, hay una especie de goce a medias, o un breve momento de decepción.  

Y los latinos como yo, que llegamos con expectativas de bailar nuestra música, como se nos ha ensenado, con soltura y sin contar, somos recibidos con una aceptación un tanto resignada o con una expectativa de bailar tal como a ellos se les ha ensenado y de conocer a cabalidad sus rutinas y vueltas.

Claro, hay latinos que toman estas clases y pueden leer y seguir las rutinas de los extranjeros, pero estos son pocos. En estos momentos surge la imagen de una curiosa contradicción: dos personas aprenden un tercer idioma para poder hablar, pero los dos se dan cuenta que aprendieron cosas a medias o un léxico que no les sirve. De cierta manera queremos poder comunicarnos con el cuerpo, algo más difícil de lo que se piensa, y resultamos entablando una conversación a medias, en la que nos entendemos, pero solo a pesar de las dificultades, de los huecos en el significado de lo que queremos expresar.

Del baile a la música

Observaba los cuerpos de los estudiantes de baile chinos, rusos o europeos entablar estas rutinas de baile tan exóticas, esas contorciones tan elegantes, tan naturales, pero a la vez tan falsas: observaba y seguía rumiando mis ideas. Una de estas ideas se dirigía directamente a mi, y a lo que uno llama “su cultura,” “nuestra cultura.” Este pensamiento en lugar de partir hacia los demás y tratar de entender sus comportamientos era un tanto autorreflexivo, tal como nuestros especiales verbos reflexivos.

Pensaba en la “cultura popular latina” o en mi caso en la “cultura popular colombiana” o en lo que era la “cultura popular colombiana” cuando yo crecí y viví en Colombia. Pensé por un instante en lo ricos que somos. No ricos en dinero, pero si en otras cosas; no en capital económico, pero en otra especie de capital, en un capital digamos cultural, o capital de vivir bien, o de poder envejecer bien.

Me explico: En nuestras culturas latinas o hispanohablantes contamos con un repertorio de música vasto, y abigarrado. Estas músicas que vienen de tantos países con tantas regiones nos hacen ricos, nos permiten un gozar la vida que no involucra ir al maldito centro comercial. Creo que estas canciones o piezas instrumentales son más que solo música. Yo creo que son mas bien maquinas o dispositivos para vivir mejor. Quizás son una especie de tecnología que tal como un teléfono, o una medicina nos permite tener una mejor calidad de vida cuando las contemplamos en un largo plazo.  

Siempre he pensado que esas músicas que acompañan a los viejos en mi país, esos bambucos o boleros nos permiten envejecer con dignidad, saber arrugarnos con cierta elegancia. Al escuchar, “La ruana” o canciones similares uno entiende el atractivo de esa música para los viejos, gente que ha sido abiertamente descartada de la sociedad. Quizás en estas piezas ellos encuentran sosiego, un refugio donde las cosas tienen sentido y donde pueden encontrar una justificación a su existencia. Quizás se digan a si mismos: “de estos poetas y de estos cantores venimos; esta es nuestra epopeya, así nació nuestro pueblo, estos eran los ancestros y esto fue lo que nos dejaron.” Quizás al refugiarse en ese repertorio pueden recordar que no es todo consumo y desgarre, no es todo desolación y la ansiedad de esperar el espectro de la muerte; “estos cantores dejaron algunos versos que hoy en medio del caos me consuelan.” Los que envejecen rodeados por el desdén de la sociedad pueden encontrar cierta paz en la riqueza de ese repertorio.

También creo que este reservorio de emociones (transpuestas a sonidos y silencios que llamamos música) nos benefician a todos, no solamente a los mas mayores. Esas pequeñas maquinitas que algunos llaman canciones nos hacen mover el pie o los dedos al compás de la percusión o que nos sacan una sonrisa corta durante las rutinas de una semana laboral sin fin.

Es claro que cada pueblo se acompaña y le da forma a sus emociones de maneras diferentes y que todas son válidas y útiles a la hora de consolarnos o de expresar cualquier emoción. Pero en el repertorio latino o hispanoamericano encuentro una riqueza que es desconocida por nosotros y relegada a una especie de distracción. Es un error. La música, el baile o el cantar de manera informal puede dar más peso a nuestra existencia, puede ofrecer mas sentido a nuestros días cada vez mas llenos de trivialidad.   

Encuentro en el repertorio hispanohablante, tanto el peninsular como el latinoamericano una caja de llena de herramientas para construir, reparar o simplemente mejorar un tanto nuestros días. La religión nos había llenado de razones para existir: alabar y procrear; la poesía (su memorización y declamación) había servido de vehículo para expresar emociones que todos sentimos, pero que no sabemos o no podemos verbalizar.

Quizás debemos redescubrir el canon latino, hispano, peninsular, para sacar provecho de las experiencias de nuestros ancestros, de su elocuencia, pero también de sus retos y de las soluciones que encontraron; un pueblo que solo vive en el presente es como un animal al que se le olvida lo que sucedió hace un instante.

Nuestras músicas, nuestras poesías actúan como depositario de tanta sabiduría, tantas experiencias que fueron vividas por nuestros padres, nuestros abuelos y que además de acompañarnos, incluso nos pueden ofrecer respuestas, soluciones, ideas para salir de problemas que no son nuevos, problemas que ellos vivieron y aprendieron a resolver de mano de sus ancestros, de mano de sus sacerdotes, de sus curanderos, de sus chamanes.

Entonces al ver a estos gringos bailar bachata volví a pensar en la riqueza que tenemos en nuestra cultura oral, riqueza albergada en nuestros poetas populares, en nuestros cuenteros y cuenta-chistes, en nuestros campesinos troveros, en los juglares vallenatos, en las milongas, en los sones jarochos, en los huaynos andinos, en los valses criollos, en nuestras cantaoras, en los pases de un acordeón…  

El ver a los extranjeros poniendo esfuerzo (y pagando cada semana!) para ejecutar un baile tan ajeno a sus costumbres me llevó de manera paradójica a repensar nuestro legado, nuestra herencia musical. Esta cantidad casi sin fin de canciones nos recuerdan y nos nutren el espíritu. La música no debe ser vista solo como algo que suena y se baila sin pensar. Claro, la música es poderosa, muy poderosa al tener la capacidad de movernos como ningún otro tipo de arte, pero también sirve como aire para que el espíritu respire: puede sosegar, reconfortarnos en una perdida, o también dar palabras y sonidos a una imagen sencilla que nace del campo, una imagen de belleza que de otra manera se habría perdido en el presente hinchado y fugaz.

La música también alberga cualidades que hemos abandonado en la búsqueda desaforada por enriquecernos y consumir. Es el sitio donde el humor, la perspicacia, inteligencia verbal, la agilidad, la creatividad, y una cantidad de talentos pueden encontrar forma y hacerse material, asegurar su paso al siguiente futuro. Es paradójico que esas habilidades que menciono le faltan tanto a los pobres amigos gringos que tanto admiramos y a los cuales tanto nos queremos parecer.

En pocas palabras: podemos alcanzar más instantes de felicidad y plenitud si nos acompañamos de ese legado. Heredamos todas las fórmulas y recetas para ese “vivir sabroso” que ahora está de moda, pero no lo sabemos, o lo hemos olvidado. Hay que ver cómo gente de otras culturas se esfuerza para disfrutar de lo que ya tenemos. Muchas veces esas cosas permanecen sin ser utilizadas, solo en potencia.

Yo regresé a mi casa aquella noche, sin haber bailado mucho, pero con la cabeza llena de ideas disparatadas que me prometí escribir algún día. Fracasé como es usual: quería bailar, conocer gente, quizás reírme al lanzar un paso improvisado y coincidir con la pareja, -un momento tonto pero grato entre dos extraños-, pero preferí quedarme rumiando pensamientos y barajando estas hipótesis que a pocos les interesaran. Los extranjeros seguirán aprendiendo y dominando la bachata mientras los desencuentros y las ideas persiguen a los demás.