El imperio dentro de la república (o la sustancia y la forma): los impulsos imperialistas estadounidenses y la soberanía canadiense

Los recientes ataques económicos desplegados por el gobierno de los EE. UU. contra Canadá, entre ellos los aranceles no son nada nuevo en las relaciones entre los EE. UU. y Canadá. Para quienes están familiarizados con la historia canadiense moderna, la crisis de los misiles Bomarc (en el contexto de la crisis de los misiles rusos en Cuba en 1961) sirve como recordatorio del patrón de agresión del ejecutivo estadounidense cuando la política canadiense no se alinea con sus intereses inmediatos.

Durante la crisis de los misiles Bomarc, Canadá enfrentó la presión estadounidense para desplegar misiles Bomarc con armas nucleares como parte de la estrategia de defensa del NORAD. El gobierno del conservador John Diefenbaker se opuso a prestar el suelo canadiense para este proposito lo que provocó tensiones con los EE. UU. La administración de John F. Kennedy no ocultó su malestar con el primer ministro Diefenbaker y rápidamente implementó una campaña propagandista (en términos mas elegantes “campaña de relaciones públicas”) para deslegitimar al primer ministro y convencer a otro miembro del Parlamento en la oposición que bailara al son estadounidense, este seria el futuro primer ministro Lester B. Pearson del partido liberal canadiense. En un bombardeo publicitario, Pearson fue posicionado como la opción racional y Diefenbaker fue desdibujado y presentado a la opinion publica como un líder incompetente. Este episodio fue tan impactante para quienes prestaron atención que inspiró el famoso ensayo Lament for a Nation del filósofo canadiense George Grant.

Algunos argumentaron que no había simpatías entre los dos líderes, Kennedy y Diefenbaker y que esta tensión fue la causa de los malentendidos y los contratiempos que llevaron a la Crisis de los Misiles, pero esa no es una razón completamente convincente.

Otros creen que, independientemente de cuánto o cuán poco les gustaran o disgustaran a los presidentes estadounidenses sus homólogos canadienses, la agenda estadounidense tendría precedente sobre la canadianse. Desde la perspectiva norteamericana si un primer ministro canadiense no colabora con los fines de Washington solo habría que esperar a que el siguiente lo hiciera.

Hoy ocurre algo similar ante los infames aranceles de la administración de Trump. No importa si a Trump le gusta o no Justin Trudeau, o Mark Carney. Importa poco si Carney se enfrenta a Trump o si se hace amigo de él haciendo cola en la entrada principal de Mar-a-Lago.

La administración Trump, como la administración Kennedy muchas décadas antes, está decidida a salirse con la suya con Canadá. Mi tesis es que el objetivo de la administración Trump es apoderarse lentamente de Canadá y, si no, al menos asegurar partes y secciones de nuestra soberanía. Su plan de acción (que no por casualidad toma mucho de los rusos) incluye deteriorar la posición de la imagen internacional de Canadá, aumentar la polarización interna en el país, desacelerar la economía y, luego, una vez que haya reducido a su oponente, solo entonces negociaría para poner fin a la “crisis”, por supuesto una crisis que él mismo creó para sus propios objetivos.

Declararía la “victoria” cuando se hayan creado mejores términos comerciales (para los EE. UU.) mediante la manipulación política y el debilitamiento de la bolsa y el espíritu canadienses. No necesita crear un estado mas (el famoso estado 51), pero ejercería suficiente presión para crear las condiciones bajo las cuales el capital estadounidense pueda acceder a los recursos canadienses con poca supervisión y regulación y bajo las condiciones más favorables para ello. Y esto es lo que la mayoría de los comentaristas no han logrado comprender. La conexión entre el capital estadounidense, los recursos canadienses, el esfuerzo estadounidense para socavar la soberanía canadiense, la toma de posesión de dichos recursos bajo los términos y condiciones estadounidenses.

Tal vez valga la pena recordar y reexaminar hoy el lamento por una nación que George Grant escribió hace exactamente 60 años, cuando la crisis de los misiles Bomarc dejó en claro que la soberanía canadiense estaba en peligro. Grant lamentaba el fin de un Canadá que conocía, un sistema político conservador, de influencia británica, con una cultura claramente equilibrada (política y de otro tipo) entre la herencia británica y francesa y ligeramente influenciada por la economía y la cultura estadounidenses. Su reacción conservadora puede leerse como un adiós a una cultura general canadiense que estaba en camino de fusionarse con la estadounidense; un adiós a una política y una economía canadienses que se embarcaban en una marcha lenta pero constante hacia lo que él llamaba un Estado homogéneo, un Estado dominado por la tecnología estadounidense (y su influencia en la mente humana), culturalmente liberal y que creaba un sujeto político indistinguible de un estadounidense.

Hoy más que nunca nuestra integración parece inevitable si se le da rienda suelta al imperio en los centros de poder estadounidenses. La crisis de los misiles Bomarc lo reveló en el contexto de la Guerra Fría. Los aranceles de Trump nos recordaron, en tiempos pos- “ideológicos” y neoliberales, que el imperio estadounidense o los impulsos de imperio habita dentro de la república estadounidense y que el imperio es impulsado y alimentado por el capitalismo y su insaciable apetito de acumulación.

Tal vez en los mismos años en que George Grant escribía su lamento por el nacionalismo canadiense, Gilles Deleuze, teórico francés del capitalismo, concluyó que, de hecho, a lo largo de la historia el estado permite el nacimiento y el crecimiento del capitalismo, pero el capitalismo a su vez subsume al estado bajo su control. El neoliberalismo es la última expresión de esta operación de absorción y superación.

El capitalismo estadounidense a través de sus diferentes períodos y niveles de sofisticación, Estados Unidos ha alcanzado un nivel de poder y riqueza inimaginable hasta ahora, pero también un nivel devastador de control de los individuos y un deseo apocalíptico de asegurar todos los recursos, incluso los que se encuentran en los lugares más aislados, como debajo del lecho marino del Ártico, en el vasto escudo canadiense, en los bosques canadienses más remotos o en sus monumentales reservas de agua.

La crisis de Bomarc fue principalmente una cuestión de defensa y militar en el contexto de la Guerra Fría, y los aranceles de Trump pueden entenderse como el primer movimiento del imperio que opera dentro de la república estadounidense. Ambos son una prueba manifiesta de que la política exterior estadounidense traiciona su retórica más solemne de derechos humanos y el estado de derecho internacional. Esto solo resalta la vacuidad subyacente de esos principios declarados (derechos humanos, soberanía de las naciones, estado de derecho, valor absoluto e inherente de la vida humana) y la contingencia histórica que subraya cualquier esperanza de una política exterior que defienda alguna moralidad. Episodios como estos, que ponen en tela de juicio la soberanía canadiense, no deberían indignarnos, sino recordarnos que la obsesión de Estados Unidos por controlar a sus vecinos no es nada nuevo. En vista de los objetivos descarnados de esta administración, Canadá debe comprender que la política exterior estadounidense, informada e impulsada por su monumental capital financiero, es y siempre será un hilo conductor de su soberanía y su derecho a existir.

¿Por qué ganó Trump, otra vez? La respuesta no se encuentra en la razón.

Firelei Báez, Untitled (Temple of Time), 2020, oil, acrylic and inkjet on canvas

Como muchos de ustedes, he estado tratando de encontrar razones para explicar la segunda victoria presidencial de Donald Trump. Mi tesis es que la política hoy en día es menos racional de lo que pensamos (dialogo, raciocinio, debate, interlocución) y tiene que ver más con los afectos y la proyección de sensaciones, imágenes, certidumbres.

La política no es racional y los estadounidenses lo han demostrado en dos ocasiones. Los estadounidenses están enamorados de lo que perciben en Donald Trump. Sí, ya sabemos que Trump es una persona detestable y con cierto “malfuncionamiento” mental, pero también sabemos que de alguna extraña manera la gente se siente atraída por él, por la imagen de estabilidad o de poder o de indignación que proyecta. Hay una atracción hacia esta percepción incluso si su comportamiento ya ha demostrado que no es ni estable, ni fuerte, ni razonable.

Fin de siècle/Cambio de siglo

Ya sabemos que la época en que elegíamos a los políticos en función de su competencia y calificaciones, como también lo saben los brasileños y los filipinos, los húngaros y los españoles ya caducó hace mucho. Hoy la gente vota con el corazón (y el estómago) y no con el cerebro. Otros votan en función de la tez de la piel, del género o la identidad. Se invocan todas las partes del cuerpo (podríamos hablar de una anatomía política o de una política anatómica), excepto la corteza prefrontal.

Es realmente difícil argumentar a favor de la racionalidad cuando está demostrado que vivimos en una era de pos verdades, de política afectiva, populismo y dictadores. El peligro, por supuesto, reside en el hecho de que debido a esta seducción y la suspención del juicio racional en la manera en que se hace política hoy estos dictadores puedan acabar con los sistemas democráticos. Ése es el verdadero peligro. Como vimos tanto en Estados Unidos como en Brasil, los payasos tenían su pequeño circo, tomaban malas decisiones, disfrutaban de ser los grandes jefes, pero después de todo se iban cuando era hora de irse. Lo que preocupaba es que pudieran alterar los controles y equilibrios establecidos hasta el punto de consolidarse o encontrar una manera de hacerlo utilizando a otra persona (parientes, personas designadas, aduladores favoritos), etc.

¿Y qué les pasó a Hillary y a Kamala? Ambas mujeres muy racionales, muy preparadas y calificadas (que consiguieron que mucha gente votara y ganaron una gran parte del voto popular), pero aun así no lograron movilizar a una mayoría. A los votantes o no les gustan personalmente (por su historial [su record] o por su personalismo) o desconfían de ellas. Algunos se preguntaban si Hillary y Kamala perdieron las elecciones porque se las juzgó de manera diferente (con mayor dureza o empleando más sexismo) y se utilizó un doble rasero.

¿Y qué pasa con el voto latino? Yo, como muchos de ustedes, tengo curiosidad por entender por qué algunos latinos (pero no todos) se sienten conmovidos por Trump y su imagen. Supongo que muchos de ellos, los más blancos y de clase media, quieren estar menos asociados con los inmigrantes más nuevos, de origen más pobre y piel más oscura, como los venezolanos, los haitianos, los centroamericanos. En ese caso, se trata de una especie de racismo autoprotector y egoísta. Sin embargo, hay otros votantes latinos que realmente creen que él es el candidato adecuado, ya sea porque votan porque están seducidos por el aura y el delirio de devenir en millonario instantáneo –como el propio Trump, o tal vez porque ven en él, de manera paranoica y tal vez desinformada, la alternativa a algunos valores culturales de izquierda (el wokismo). Valores que quizás “han ido demasiado lejos” (vaya uno a saber que es “ir demasiado lejos”).

Quizás la gente vota por sus intereses y preocupaciones más individuales sin mirar un panorama más amplio, –el juicio moral y la ética suspendidos. La doxa va algo así “si Trump encierra a inmigrantes o separa a la fuerza a familias, está bien por mí, siempre y cuando el país no reciba más individuos indocumentados”. En cierto modo, las familias capturadas, enjauladas, separadas a miles de kilómetros de ti son un hecho y situación aceptable porque su dolor no me afecta ni me preocupa y ademas están/son ilegales. En esta línea de raciocinio se piensa muy poco (o nada) acerca de las razones por las que hay gente en la frontera y cuál es o fue el papel de Estados Unidos en la creación de las condiciones materiales que empujan a estas personas a buscar refugio en Estados Unidos.

Lo mismo ocurre con la economía. “Antes de Biden me iba mejor económicamente, así que voy a votar por Trump”. El pensamiento es básico y simplista. Sin embargo, pocos votantes se detienen para contemplar que la economía en realidad creció bajo las dos presidencias, la de Trump y la de Biden, pero fue Biden quien tuvo que lidiar con la inflación pospandémica y el encarecimiento general debido a la guerra de Ucrania. Si no hay cabida, ni paciencia para reflexionar, se vota por Trump a ciegas, movidos por las emociones o por una atracción general por el afecto paternalista de Trump: “¡Él nos salvará!,” “¡Él hará a América grande de nuevo!”

El abandono de una tradición

Esto nos lleva a una conversación sobre nuestra profesión como educadores. La segunda victoria electoral de Donald Trump resalta el abandono de la educación y las consecuencias de la sobrefinanciación de las materias STEM (Science, Technology, Engineering and Mathematics) a expensas de la subfinanciación de las clases, programas, institutos, seminarios, espacios dedicados a las ciencias humanas o a lo que llaman en EEUU y Canadá “Humanities,” Historia, Sociología, Antropología, Literaturas, Filosofía, Educación Cívica, Gobierno y otras más. Como sabemos la democracia solo funciona si los ciudadanos están relativamente bien informados y pueden emplear cierta inteligencia básica. Por lo tanto, una parte (o una gran parte) del electorado que rechaza la ciencia, desconfía de las verdades (o los consensos) académicos o del ethos científico en general y se deja seducir por las redes sociales y sus medias-verdades es, como estamos viendo ahora, un desastre para la democracia.

Ese es el sentido y propósito original de las humanidades como partes del canon escolar y universitario: crear una disciplina y una manera de reflexionar con un mínimo discernimiento moral y político. Hay que recordar este propósito, especialmente hoy, cuando acudimos a épocas de recortes universitarios tanto en el Norte como en Latinoamérica, y atendemos a decenas de voces que lamentan el fallecimiento de programas humanísticos en universidades e institutos en casi todos los países.

En otras palabras, tal vez Trump o el apoyo a sus ideas antiliberales (a menudo retrógradas y violentas) sea el resultado o el síntoma de una sociedad que ve las Humanidades como un lujo o como una mera inutilidad elegante. Y esto no es solo problema de los Estados Unidos; muchos países han imitado la política educativa que Estados Unidos implementa dándole la espalda a las artes, las bellas artes y los mundos de la literatura y el pensamiento social crítico a favor de la creación de miles de ingenieros que no se han leído un libro en su vida.

De los EEUU hoy se puede decir que quizás tengan los chips más avanzados, pero también cuentan con los líderes más retrógrados y desinformados. Y esto no es solo una evaluación de la presidencia. Solo hay que pasar revista a los perfiles de los senadores o representantes de la Cámara de Representantes más populares. A menudo se enorgullecen de sus opiniones antiliberales, de su “mano dura con el crimen” o “mano dura con la inmigración” y otras palabras claves que evocan un conjunto de ideas y sentimientos confusos en las emociones de sus votantes.

La civilización estadounidense se está desmoronando desde dentro por dos factores: los efectos de su propia subvaloración de la educación (que la hizo viable y próspera) y la rápida externalización del pensamiento a medida que empleamos más herramientas de inteligencia artificial para que piensen por nosotros. Si “la tecnología nos vuelve estúpidos” (o más bien el uso de cierta tecnología de la información) entonces podríamos agregar que una tecnología más avanzada nos vuelve más estúpidos. Las herramientas digitales nos han hecho la vida más fácil (en el sentido de que no tenemos que pensar por nuestra cuenta, ni escribir con la mano), ahora todos podemos simplemente preguntarle a Google o a Alexa cualquier cosa. Pero el resultado es una población cuyo cerebro es cada vez menos estimulado y por lo tanto con menos confianza en sus propias capacidades. En otras palabras, nos estamos entorpeciendo y ademas creemos mucho menos en nuestra capacidad de pensar. Hemos perdido la cabeza sin saber cuándo, ni cómo. El viejo dicho norteamericano ayuda mucho: “use it, or lose it.” Algo así como “úsalo o piérdelo.” Estados Unidos (o el electorado estadounidense) claramente la perdió hace muchos años.

La manosfera

El sondeo arroja que el electorado a favor de Trump esta compuesto mayormente por hombres jóvenes (de todos los orígenes y niveles educativos) y que este segmento aumentó en la segunda elección. No deberíamos sorprendernos si hemos leído con atención los debates (en su mayoria estadounidenses) sobre la llamada insatisfacción masculina, las muchas crisis de masculinidad y la ansiedad general causada por una intensificación de la precarización de la economía y los prospectos de desempleo y falta de prosperidad que afecta en mayor proporción a las generaciones más jóvenes: comentaristas tanto de izquierda, Scott Galloway, Jonathan Haidt como, otros más populares de derecha, Jordan Peterson, Joe Rogan, etc han ahondado sobre el decaimiento de los indicadores socio económicos segregados por genero y las posibles repercuciones afectivas-sexuales que afectan en su mayoría a los jovenes y hombres. Será que ven en Trump a un padre, o una figura paterna (que remplaza a la natural quizás ausente) y está dispuesto a sentarse y compartir su plataforma y plan de desarrollo con sus “influenciadores” más importantes. Estos son los famosos “creadores de contenido” podcasters, vloggers y toda una serie de personalidades de las redes sociales (que, por mucho que subestimemos), todavía tienen mucho peso sobre los afectos de los jóvenes y los hombres en su mayoría “descontentos”, sin trabajo o escuela y, sin proposito. Quizás ven en Trump alguna esperanza, o quieren ver o ser conducidos a un lugar llamado esperanza por imaginario/irreal que nos suene. La política inicia en la capacidad de imaginar utopías y ellos creen y sobre todo quieren creer que Trump va a construir esa utopía.

Utopías y distopias tecnológicas

Trump ha sabido “tecnologizar” su utopía rodeándose de otros “genios” tecnoutópicos como Elon Musk y Mark Zuckerberg que le dan credibilidad a su imagen y el valor añadido de asociarse y confirmar su propia valía con otro supuesto caso de éxito individual (el mito muy americano del “self-made success”). Circula en Estados Unidos (y en otros países también) pero específicamente en Estados Unidos una actitud simplista de poder llegar al “exito” solo con el hecho de replicar paso a paso el camino de una figura exitosa, siempre con la esperanza de que por el mero hecho de imitar se logre un resultado comparable. Quizás este dispositivo psicológico sea comparable con el mecanismo que opera y nos seduce en los famosos negocios de comercialización multiniveles y esquemas piramidales, el famoso enriquecimiento instantáneo, o el “asesoramiento financiero” de los “influencers”. Es fácil deducir que jóvenes sin ningún objetivo o propósito/pasión/vocación explícitos (o al menos sin claridad en cuanto a estas cuestiones) se dejen seducir por el culto del “self-made success” y su aparente replicabilidad, a pesar de que las condiciones históricas y materiales son irreproducibles.

Los votantes más jóvenes, quienes admiran todo lo que Elon Musk representa en ingeniería, emprendimiento, Tesla, SpaceX, la seducción de la máquina, atienden a un vínculo natural o una triangulación (evidente pero falsa) entre él, Donald Trump y ellos mismos: una afinidad orgánica de talentos e infalibilidad en el hilo que une la tecnología y el “éxito” empresarial.

Claramente quieren ser parte de esa constelación, aunque al final solo sean idiotas útiles o una pieza más de la maquinaria política de obtener votos. El aura de belleza tecnológica, (destreza y precisión que es tan atractiva para muchos tecnófilos) se entrelaza con la proyección de un Trump como paradigma de hombre de éxito quien diseñará y configurará las herramientas para poder convertirse en él mismo o convertirse en el próximo Elon Musk.

Para este perfil de votante, la cuestión es muy clara: superficial y errónea, pero clara.

Solo cabe esperar que los cuatro años de su mandato pasen volando y que no sea capaz de llevar a cabo sus planes más disparatados: que no de inicio a la Tercera Guerra Mundial, que no se osifique en el poder, que no destruya las instituciones que han generado la posibilidad de consolidación y prosperidad del país…

Mientras tanto, nos encontramos como siempre, medio protegidos en este rincón del mundo llamado Canadá, observando con incredulidad los acontecimientos del otro lado de la frontera. Bajo la condición de dormir con un gigante o con un elefante como alguna vez bien lo definió el Primer Ministro Pierre Trudeau: “Vivir a su lado es, en cierto modo, como dormir con un elefante. Por muy amistosa y tranquila que sea la bestia, si es que puedo llamarla así, cada movimiento y cada gruñido le afecta.” Si alguna vez hubo sueño en esa cama compartida ya terminó. Las vacaciones de la historia de Canadá han terminado.

Litio, literatura y flujos letales

“En dos décadas los combustibles fósiles serán historia. Las guerras del futuro se celebrarán por el litio y el coltán.”[1]

“Buzz” /bəz/– sustantivo: un ambiente de emoción y actividad.[2]

Iones de litio (en azul) moviéndose a través de la estructura (University of Liverpool).

1 – ¿Qué no es el Litio?

El litio (Li) se ha convertido en una palabra de moda, una tendencia, o un “buzz.” Pero, ¿qué es un “buzz”, o mejor aún, qué hace que un metal inerte sea un producto tan atractivo/sexy, hasta el punto de causar un revuelo que dura años? El litio se ha convertido en sinónimo de auge, un “boom,” pero, de nuevo, ¿qué es un auge? ¿qué es un “boom”? ¿Es simplemente lo opuesto a la quiebra? ¿Lo opuesto a lo que llaman un “bust” en inglés?  ¿O es quizás algo que va más allá de las métricas, los gráficos y la acumulación? ¿Y se desplaza al terreno inestable de los afectos, flujos (tanto químicos como corporales) y las llamadas “vibras”?[3]

En los últimos años, el litio se ha convertido en un mineral “verde.” Pero, ¿cómo puede un mineral ser “verde,” a menos que se produzca naturalmente como una esmeralda? ¿Es el significante “verde” un artificio puramente metafórico, o es el litio un mineral verde en el sentido de que nos permitirá desprendernos del petróleo? El litio se ha convertido en un mineral “crítico”. Pero “crítico” es una palabra de orden poli-semántico. “Crítico”, tal como lo utilizan los gobiernos y las empresas, es una categoría meramente extractivista. Quizás un mejor uso de la palabra sería decir que el litio es fundamental como componente ecosistémico; es decir, el litio es fundamental para que funcione un determinado ecosistema. Por ahora todo bien, todo el mundo sigue confundido (las cosas siguen en marcha).

El litio tiene un fuerte poder simbólico para los imaginarios nacionales y empresariales, una especie de promesa. Esto es lo que es el litio hoy para nosotros y en la actual intersección de intereses, posibilidades y poder. En otras palabras, la pregunta no debería ser, qué es el litio, sino cómo empuja, activa y cataliza las muchas partes de esa máquina monumental que llamamos capitalismo, o la infraestructura del sistema operativo del mundo. Quizás la pregunta no debería ser qué es el litio, sino qué puede ser. ¿En qué dirección va, es un cúmulo o un único elemento, a qué velocidad se mueve y en qué dirección(es)? ¿Es una sustancia que afirma la vida por sí sola o en los distintos ensamblajes en los que pretendemos utilizarla? ¿O deviene en substancia tóxica cuando entra en contacto con otros cuerpos en otros encuentros?

2 – La novela

Litio, es un thriller de corrupción escrito por el escritor vasco-mexicano Imanol Caneyada y publicado en 2022 por Editorial Planeta México. En sus 267 páginas, la novela imagina el conflicto que se produciría después de que se confirmen depósitos de litio en el desértico norte del país y una empresa minera canadiense inicie actividades para asegurar los derechos y, posteriormente, extraer el mineral. Separada en secciones por versos de “La Suave Patria” del poeta modernista Ramón López Velarde, la novela pretende realizar un estudio sobre las subjetividades extractivistas, así como sobre conceptos abstractos como nación, nacionalismo y extracción por parte de corporaciones extranjeras.

Los protagonistas nos permiten vislumbrar la vida de los sujetos afectados por la fiebre del litio en México. Los canadienses protagonistas son empleados de la empresa “Inuit Mining” o trabajan en la Embajada de Canadá en la Ciudad de México. La mayoría son sujetos extractivos: el geólogo Guy Chamberlain es un personaje obeso e insaciable pero simpático, nacido y radicado en Montreal, siempre está en desacuerdo con su hija, una ferviente adolescente ambientalista. El jefe de seguridad Marc Pierce es un homosexual sexualmente voraz que siempre busca aventuras ilícitas con jóvenes mexicanos locales. Jonathan Ironwood, es un director empresarial y sujeto hipercapitalista radicado en Toronto. Margaret Rich, una mujer de mediana edad, nunca casada, que actúa como actual embajadora de Ottawa en México y que desprecia a los mineros canadienses y su actitud contra el estado. La cínica y decepcionada Margaret Rich lamenta que el hecho de que el Estado Canadiense se haya convertido en un simple facilitador comercial.

El protagonista mexicano es Heriberto, un ranchero soltero y taciturno de unos 40 años que se niega a vender el terreno a la empresa canadiense; María Antonia, prima de Heriberto, también apática con respecto a la venta de tierras, utiliza su rancho para cultivar orquídeas en invernadero para exportar a Estados Unidos; y su madre, la anciana Ana María, que está confinada en su habitación, sufre visiones y Alzheimer. También está Cipriano, el corrupto y mezquino alcalde de la ciudad que apuesta por la venta de tantos terrenos como sea posible.

En el micromundo de la novela, locales y extranjeros luchan por el control de las reservas de litio en el desértico norte del país. La empresa minera vence la resistencia local para luego ser devorada por un conglomerado chino mayor en una toma despiadada del poder. La novela finaliza con la descripción de la fusión y el despido de los empleados canadienses y la destrucción del rancho de Heriberto y María Antonia, donde supuestamente se encuentra litio.

Supondríamos que la novela está basada en una historia real o al menos en una representación parcial de un incidente similar. Sin embargo, la novela narra un conflicto que nunca ha ocurrido. De hecho, de México no se ha extraído ni un solo gramo de litio y todo el rumor sobre las potenciales riquezas enterradas bajo tierra es simplemente eso, un espejismo, una ráfaga de declaraciones gubernamentales, decretos oficiales, informes de empresas y una ristra de noticias que repiten constantemente los milagros del litio y sus promesas.

Los actores de este drama de la vida real son bien conocidos y están documentados: el presidente López Obrador, la empresa canadiense-británica Bacanora Lithium, el conglomerado chino Ganfeng Lithium, la empresa estatal mexicana LitioMx y el fabricante de vehículos eléctricos Tesla. Una simple búsqueda en Google revela el drama corporativo desatado por la interfaz mineral-techne- acumulación.

Mi objetivo es investigar un poco estas máquinas narrativas que parecen darnos una explicación más matizada y real del “buzz del litio”. Dentro de la lógica del capitalismo la fase de auge o de “buzz” de cualquier mercancía está marcada por “una tormenta de actividad que remodela los paisajes, las relaciones dentro y entre las comunidades y los imaginarios del futuro en territorios marcados para la extracción incluso antes de que se mueva la tierra para cualquier extracción.”[4] Ésta es ciertamente la fase que Caneyada intenta delinear en su relato literario. La particularidad de la novela y de la realidad hasta hoy es que el “buzz” que precede al “boom” de las materias primas fue solo un “buzz” que nunca se materializó o no se ha materializado aún.

En otras palabras, estamos ante una narrativa de especulación. Como todos los proyectos de extracción de litio, la novela se basa en la lógica productiva y ambigua de la especulación. Si nos centramos en una historia del litio en el siglo XX entendemos que las proyecciones son simplemente eso, proyecciones de futuro sin garantías, y que la mayoría de las veces esas proyecciones han sido erróneas, sobreestimadas o subestimadas. Tanto en la extracción como en la literatura la concreción y rentabilidad es inestable e indeterminada.

3 – Infraestructuras invisibles

Por accidente o decisión en la novela poco se habla del litio, pero mucho de la vida de quienes tienen que ver en su materialización/extracción. El lector nunca llega a escuchar de un personaje que encuentra o “experimenta” la sustancia a primera mano, tampoco leemos ninguna descripción sobre un depósito de litio. Parece que este metal invisible, clave para el desarrollo de la trama, figura extrañamente ausente de ella.

Pero el litio sin embargo sigue siendo parte de la infraestructura de la novela en la misma medida en que se materializa para convertirse en parte de nuestra infraestructura material. Como estructura debajo/infra, permanece invisible y, sin embargo, apoya toda actividad visible.

En el México real, al igual que en la novela, la mina de litio nunca se materializa. La producción nunca comienza y todo sigue igual o peor. Es cierto que no hay destrucción del medio ambiente, pero tampoco se generan regalías ni empleos por la extracción de litio. Parece que en su intento de hacer del litio un activo para los mexicanos (nacionalizar), el presidente López Obrador acabó con el proyecto extranjero y con cualquier esperanza de hacer realidad la producción de litio. ¡El litio mexicano por ahora está destinado por ahora a permanecer bajo tierra y fuera del alcance de los canadienses, los chinos, los cárteles e incluso los mexicanos!

La especulación, el poder simbólico y la gestión de la información constituyen la historia del litio tanto como cualquier uso que podamos darle para construir y sostener nuestras infraestructuras literarias y logísticas.

4 – Flujos y deseo

Pero no entenderemos nada sobre máquinas e infraestructuras si ignoramos el deseo que las concibe y las sostiene. Leer acerca de la generación de una máquina extractiva/productiva basada en litio y sus baterías, es también leer sobre el funcionamiento de una máquina de energía, una máquina libidinal.

El texto recurre a la asociación entre las reservas potenciales de litio (y sus capacidades potenciales de almacenamiento de energía) con el potencial excedente libidinal: específicamente los flujos y desbordes libidinales masculinos. El litio, al igual que la cocaína, se ha insertado en el sistema operativo del mundo como una sustancia que refleja nuestro propio deseo de energía ilimitada, consumo insano y locura colectiva en un mundo de opinión bipolar donde la prescripción y el deseo a menudo corren direcciones opuestas.

Durante una reunión con el geólogo Guy Chamberlain, aprendemos que la mente del CEO Jonathan Ironwood “comenzó a trabajar a toda velocidad convirtiendo los millones de toneladas en millones de dólares y la consiguiente erección. ¡120 millones de toneladas!” La mención de la erección de Ironwood después de oír sobre depósitos más grandes de los esperados puede parecer extraña y no relacionada. Pero recordemos que existe una unidad de deseo económico y libidinal argumentada por Deleuze & Guattari en el AntiEdipo: los afectos o pulsiones forman parte de la infraestructura misma.[5]

Pero quizás la cosa va en ambos sentidos. Es decir, el impulso sexual se sublima o “desvía” hacia otras metas que son “socialmente superiores y ya no sexuales”. Nuestros instintos e impulsos primitivos son así reprimidos, pero también los socialmente superiores, como los resultados de nuevas exploraciones, pueden sexualizarse y manifestarse en una simple respuesta fisiológica.

El CEO canadiense, lejos de su esposa y atrapado en un matrimonio distante y sin amor (“Hubo un punto en su matrimonio en el que la palabra amor se tornó en contrato.”)[6], sublima su deseo en el orden social del trabajo, pero más específicamente en el comportamiento corporativo agresivo y la codicia personal, pero cuando se revelan los resultados de nuevos depósitos de litio más grandes de lo esperado, lo que había sido sublimado en el trabajo regresa (el retorno de lo reprimido Freudiano) como un impulso sexual.

Para decirlo con Deleuze & Guattari, todo es objetivo o subjetivo, tal como se quiera. “La distinción que hay que hacer no es objetiva o subjetiva: la distinción que hay que hacer pasa a la propia infraestructura económica y a sus inversiones”. La economía (inversión) libidinal no es menos objetiva que la economía política, y la política no es menos subjetiva que la libidinal, aunque ambas correspondan a dos modos de diferentes inversiones de la misma realidad como realidad social.”[7]

¡Qué mejor término que inversión libidinal! Al fin y al cabo, las inversiones de la Sonora Lithium son tanto económicas como libidinales.

Hay algo que destacar aquí: entender el deseo más allá de la lógica de la carencia (lack) y del deseo hetero/homosexual convencional. Mejor entenderlo quizás como un flujo libidinal que se activa incluso en los contextos más asexuales. En efecto, siguiendo a Deleuze & Guattari, una transacción bancaria o bursátil, un cupón, un crédito, puede conmover a personas que no son necesariamente banqueros. En la oleada de deseo, estos personajes están representando visiblemente los flujos de todo tipo de flujos libidinales-inconscientes. Pero los flujos pueden tener consecuencias terribles: “el deseo está presente allí donde algo fluye y corre, arrastrando consigo a los sujetos interesados ​​hacia destinos letales.”[8]

Los flujos imaginados de litio activan flujos biológicos internos en los cuerpos de los personajes involucrados y a su vez una serie de afectos que los impulsan a satisfacer lo que veíamos como insatisfactorio, los sujetos capitalistas experimentan la satisfacción misma como insatisfactoria. A esto se suma el elemento de urgencia. “El tiempo ya no es dinero, el tiempo es litio.”[9] Ese efecto añadido de urgencia empuja a los sujetos a sus límites físicos y mentales en la carrera por asegurar los derechos del litio o iniciar la producción. Es un afecto compuesto, una mezcla de deseo con prisa, principio de placer destructivo junto con la escasez de reflexión que se permite bajo la premisa de la inmediatez y la ilusión creada de una oportunidad fugaz.

5 – Sujetos anti-extractivistas

Los flujos, como se mencionó antes, se extienden como radículas o tal como las ramificaciones de una raíz: sin ninguna dirección predeterminada o en particular y con una intensidad caótica. A mitad de la novela escuchamos sobre Julie, la hija mayor de Guy Chamberlain. Como activista ambiental comprometida, desafía a su padre con una franqueza y claridad inusuales; los hace callar al equiparar su estatus familiar medio alto que vive en Westmount, Montreal con la destrucción de tierras y ecosistemas remotos. Julie abandona su cómoda vida burguesa para trabajar en una comuna radical socialista en la zona rural de Quebec: en otras palabras, mapeamos la transición de un sujeto activista a uno fundamentalista. Julie no tolera vivir bajo el apoyo financiero de su padre, un apoyo derivado de su salario corporativo: “Este lugar ya no es mi hogar. Moralmente, no puedo permitirme vivir aquí, incluso si lo intentara. Esta casa es un insulto a la Tierra. Esta y todas las casas de Westmount, y de Canadá, están construidas sobre la explotación irracional de la tierra, el exterminio de otras especies y la miseria de dos tercios de la humanidad.”[10] Poco después Julie escapa; su familia no sabe nada de ella durante algunas semanas, su padre, Guy Chamberlain, solicita una licencia intempestiva para ayudar en la búsqueda de su hija por todo Quebec, pero debido a los acontecimientos en México, y su ausencia, lo despiden. Más tarde nos enteramos de que Julie fue arrestada “por daños a la propiedad privada y daños económicos.” Ella y sus amigos radicales liberaron cientos de bisontes de una granja en Val-d’Or y luego fueron capturados por la policía.

Chamberlain está capturado en una contradicción. Una situación muy real que atañe a muchos profesionales que trabajan en la minería. Acusados ​​por los juicios ambientalistas de sus hijos o por sentimientos de culpa y valores en contradicción, a muchos profesionales de la minería se les dificulta cada vez más la decisión de seguir laborando en aras de la destrucción de la tierra.

De vuelta en México y hacia las páginas finales, la violencia cierra el círculo narrativo y los flujos de intenso deseo nos llevan a lugares (intensamente) no deseados. Las familias locales, enfurecidas por haber sido expulsadas y ver sus propiedades destruidas, deciden en embarcarse en un flujo de (auto)destrucción. María Antonia conduce hasta la comisaría y le dispara al policía y al alcalde por odio, por ser unos “vendidos” pero también por su frustración, por su inactividad y corrupción. Después de disparar, deja caer el arma y se sienta en la acera esperando ser arrestada.

Y aquí nos topamos con el eslabón retratado en el post anterior (Oaxaca o los secretos del diablo) en tanto concebimos cosas, objetos, procesos, flujos, cuerpos como “biproductos” (de otras cosas, cuerpos u objetos) y no como esencias en sí. Es decir, la pregunta que nos interesa sobre el origen de las cosas: las cosas que hoy se ven (terminadas, concretas, lógicas) como largo devenir de una serie impulsos, gestos, trazas opuestas a través de años y décadas: (de)evolución de procesos en otros procesos, de objetos en su contrario, de gestos como reliquias de lo que alguna vez fue intención/funcionalidad pura.

Personajes como María Antonia o Julie trazan una línea que nos llevara a comprender la bipolaridad de comportamientos en un mundo empujado hacia los límites de las propias condiciones de su existencia. En la actual carrera para conseguir, procesar y producir baterías de litio (una carrera para salvar al planeta de la carrera misma), la subjetividad deviene en psicótismos y las acciones en esquizofrénia. El activista se vuelve fanático del mismo modo que el sistema de extracción se convierte en un sistema de fanatismo donde el principio máximo de eficiencia pura concibe y a la vez rechaza al anterior. El neoliberalismo ha producido o al menos está en camino de producir las condiciones para sus propios antagonismos finales, –afectos postapocalípticos.[11] Ha condicionado o modulado a los sujetos modernos para que sean tan fanáticos como el sistema mismo (a favor o en contra). Ante los ojos de Julie, defensora de la tierra, o de los mexicanos decididos a no abandonar su tierra, el fanatismo es la única opción, el único lenguaje que una versión fanática del neoliberalismo actual les permite iterar. El recurso a la ley es inútil, la ley simplemente repite y reproduce lo que el capital ya ha establecido. En el último capítulo, los excesos creados por nuestra interfaz con el litio y su operatividad dentro de las condiciones actuales de producción y recompensa inundaron los comportamientos de los personajes de forma letal.

A nivel literario el mérito del autor Imanol Caneyada es imaginar y elaborar una trama a partir de un conjunto de hechos que no sucedieron, o que aún no han sucedido y al mismo tiempo trazar o anticipar una secuencia de acciones que aún no se materializan: parece tan plausible, casi inevitable. Quizás el texto se haga realidad en los próximos años. Por ahora, el litio en México no es un recurso maldito, ni una oportunidad para saltar a una tecno-utopía, sino simplemente una imagen no realizada.

En el plano social, Litio debería alertarnos sobre futuros latinoamericanos de fanatismos mutuamente provocados donde los extremos del mercado y el secuestro del Estado producen una fuga de sujetos hacia destinos letales.

Como sabemos, la demanda por las energías “verdes,” y por los metales que la permiten (energía limpia) se va a disparar. Y esta carrera, en palabras de Christopher Pollon, significará que la carrera será aún más despiadada, a pesar de llevarse a cabo y justificarse como un esfuerzo por descarbonizar el planeta, por salvar el planeta.[12] No sólo habrá más destrucción, sino que habrá más presión sobre los más vulnerables, los pueblos indígenas que viven cerca o sobre las tierras que contienen estos metales. En cierto modo, estamos ante la paradoja clásica de la modernidad: destruir el mundo para salvarlo; en términos más precisos, destruir un mundo y sus pueblos, valores, tierras y especies para sostener otro y sus respectivos pueblos, valores, tierras y especies.

Y para nuestro caso particular como académicos latinoamericanos (en su mayoría), significa la destrucción del mundo del que venimos para mantener y sostener el mundo en el que vivimos.


[1] Imanol Caneyada, Litio (Editorial Planeta: Mexico), 165.

[2] Definición derivada del “Oxford Languages Dictionary”

[3] Ver “Good Economy, Negative Vibes: The Story Continues, April 8, 2024 by Paul Krugman” enlace disponible en https://www.nytimes.com/2024/04/08/opinion/economy-vibes.html

[4] Donald V. Kingsbury (2022): “Lithium’s buzz: extractivism between booms in Bolivia, Argentina, and Chile.” Cultural Studies, DOI: 10.1080/09502386.2022.2034909 (Mi traducción)

[5] Gilles Deleuze & Felix Guattari, Anti-Oedipus: Capitalism and Schizophrenia (Minnesotta UP 1983), 63.

[6] Imanol Caneyada, Litio (Editorial Planeta Mexico), 157.

[7] Gilles Deleuze & Felix Guattari, Anti-Oedipus, 345

[8]Gilles Deleuze & Felix Guattari, Anti-Oedipus, 103-104.

[9] Imanol Caneyada, Litio 213.

[10] Imanol Caneyada, Litio 120.

[11] Sigo una línea de pensamiento parecida a la de Jon Beasley Murray con respecto al caracter “fanatizador” del orden propio del neoliberalismo en Posthegemony, Political Theory and Latin America, 113.

[12] Ver Pitfall: The Race to Mine the World’s Most Vulnerable Places de Christopher Pollon.

Oaxaca o los secretos del diablo

¿Es posible que las cosas tengan un origen casi opuesto? Es decir, ¿es posible que un afecto positivo tenga su origen en una afecto negativo? O que la paz tenga su origen en la guerra? 

Es la vieja pregunta dialéctica que muchos filósofos se planteaban. Quizás sí. Quizás habrá procesos que empiezan en A y terminan en Z, como si alguien empezara con la intención de pintar un muro blanco pero terminara negro.

Pero también hay procesos que quizá son menos directos. Digamos, procesos que morfan de manera aleatoria, así como el viento o una como una raíz, un tubérculo, los más técnicos dirán: un rizoma. Es otra vieja pregunta que ha intrigado a los pensadores que no concurren con la explicación estrechamente determinista, i.e., la teleología. 

Habrá procesos de todo tipo y al decir de Trotsky, disparejos y combinados. Procesos vitales, de cómo un individuo forma y es formado por su realidad, de como un ritual se gesta y con el paso del tiempo se forma, deforma y reforma. (¿Al final qué es un proceso? ¿Qué hace un proceso? ¿Por qué pensamos en forma de procesos cosas que parecen no tener proceso?) 

Si el lector no ha entendido hasta ahora, no hay que alarmarse. Esa introducción va a aclararse pronto. Este escrito es solo un vehículo para narrar mi reciente visita a la ciudad de Oaxaca, México. Como buen despistado, decidí viajar a México y específicamente unos días a Oaxaca, en el sur-occidente-centro (este país descentra los puntos cardinales fácilmente) debido a que un amigo y colega iba a estar allá en esos días y la promesa de unos “mezcalitos y unos tacos” fue difícil de ignorar. A veces, el hilo de una voz por teléfono, una invitación para compartir un momento y un par de imágenes poéticas bastan para emocionarse y empezar a fantasear acerca de destinos desconocidos: los afectos y las palabras, o los afectos de las palabras. 

Llegué a Oaxaca sin saber que llegaba en la cúspide de su celebración máxima, la famosa Guelaguetza. Una feria total que (según dicen los leídos es la mayor fiesta folclórica del continente americano) dura un mes o dos, e incluye danzas, desfiles, música, presentaciones de teatro, talleres sobre oficios (orfebrería, alfarería, confecciones), ferias de comidas de toda la región, juegos de pirotécnica, y sobre todo mucha energía. Una energía voraz que fluye, golpea y rebota por las calles y los muros de la ciudad.

Si pensamos la festividad en términos de energía se podría imaginar un flujo voraz que consume tanto a extranjeros como nativos, sea en danzas, en nuevas experiencias táctiles y creativas (la gente anda ansiosa de aprender de artes, oficios, etc.) en expectación o en el deseo de adentrarse al otro por medio de diferentes vías, tal como el sol inicia ese flujo de energía salvaje donde cada forma de vida se conecta con esa energía primaria de forma diferente: hierba, hambre, viento, germinación, estampida, instinto.

Como a muchos viajeros ingenuos y fascinados por México me volqué sin cuidado a probar todo lo que me ofrecían: platillos, bebidas y postres. Naturalmente a la mañana siguiente amanecí con indigestión. Decir indigestión es un eufemismo. La cuestión era mucho peor, pero evito los detalles. En todo caso, pasé 3 días lívido y sin ánimos de vivir. Desayunaba agua, almorzaba un pan y de cena unas papas fritas. Sentí como muchos antes de mi, especialmente los visitantes del norte, gringos, europeos y canadienses la famosa venganza de Moctezuma. Será la venganza por haberlos conquistado, una venganza sutil e ingeniosa, acepta nuestra ofrenda y come: luego estarás enfermo, una suerte de justica divina, o justica gastronómica. Pero pensándolo bien ¿de qué chingados se venga Moctezuma con un colombianito como yo? ¿O será que Moctezuma me exorciza lo gringo por medio de la diarrea?[1]

Esa condición cambió mi experiencia de la ciudad y en específico de la Guelaguetza. 

En lugar de incorporarme a la energía y al caos particular de esas celebraciones populares, me sentía como un fantasma pasando de largo por esas calles efervescentes. Naturalmente, la promesa del mezcal y los tacos no se dio. Y para mis adentros maldecía el desorden general que se produce en cualquier pueblo en ferias.   

Pero quizás la energía y el caos descrito estaba en mi, solo que de otra forma: gracias a la diarrea ya estaba más en sintonía con el caos, con los fantasmas mismos que habitan esas fiestas y esos mundos del sur. 

Terremoto/diarrea/conquista/flujo

Pero acá volvemos al principio del texto. La Guelaguetza, no es solamente una gran feria, es en realidad un evento con un origen -y hasta un punto esto se retiene- que radica en lo opuesto, en una tragedia general que destruyó el pueblo y sus alrededores. En 1931, un terremoto de 7.8 grados (filmado por el cineasta Sergei Einsestein) derrumbó los edificios coloniales y produjo el colapso de la población. A manera de apoyo, las diferentes comunidades indígenas del área acudieron a socorrer trayendo consigo maíz, velas, y pan. En el estado de Oaxaca habitan aproximadamente 17 grupos étnicos indígenas! y uno afro con lenguas y tradiciones divergentes. Estos pueblos desde entonces celebran la Guelaguetza, (que en el idioma zapoteca significa “cooperación”) se sincretiza con las celebraciones a la Virgen del Carmen. Entonces, la fiesta colectiva más formidable del continente tiene su origen en su antítesis, en lo inexplicable de la muerte, el duelo y la pobreza. Algunos argumentan que la Guelaguetza debería continuar una tradición de cooperar, de solidaridad entre y para los que habitan ese estado. Se oponen al perfil lucrativo que ha cobrado a partir de los últimos 20 años. Otros ven el turismo como una herramienta hacia la modernidad y la prosperidad.

Pero lo que se regala no siempre es gratis. El don, el regalo (el no-regalo) beneficia al que lo recibe, pero también lo compromete. El “recibir” en las comunidades de Oaxaca implica una carga, una responsabilidad futura, un “dar” de vuelta diferido, un dar de vuelta sin saber cuando, ni cuanto, pero contiene en su acto, una deuda. Tal como la Guelaguetza que inició como destitución y es ahora carnaval y abundancia, el recibir en el mismo contexto implica el dar de vuelta en el futuro. Y el dar no siempre es dar de manera material, es más un sentido de “quedar en deuda” y un tanto comprometido en lo que se tenga que hacer u opinar en lo que venga.   

El indio quiere casarse con su enamorada, la comunidad es consultada y se niega a dar el permiso, el indio no puede rebelarse, su familia sobrevivió debido a la ayuda de la comunidad luego del terremoto, esta en deuda con la comunidad y escaparse seria traicionar a su familia quien quedaría a merced de la ira de los ancianos. Su autonomía se recorta.

El movimiento en el futuro (la fantasía, el deseo) se ralentiza, la autonomía se compromete y se merma, las posibilidades se cierran, quizás solo un poco, el deseo, los afectos se territorializan, es decir lo fluido se va a congelar, no sabemos cuándo pero sabemos que pasará y nos “atará (un poco) las manos” un poco.

Sin embargo, esos vectores de fuerza que nos atraviesan, a veces oprimen, deshacen esperanzas, obligan a repensar itinerarios pero también generan posibilidades inesperadas, creatividades insospechadas; los más duchos deshacen las ataduras, o las vuelven moños a lo mejor.     

En ese re-ubicarse es donde surge lo que algunos llaman ingenio. 

Pero no todo en Oaxaca fue fiesta. También hubo lugares, momentos y objetos. Escuchando a guías turísticos y locales detecté con más cautela y detenimiento las contradicciones que nos atraviesan. En cierto tour por los talleres de mezcal se escucha decir al guía que durante la Guelaguetza los habitantes de las comunidades más rurales “bajan” del cerro para participar en la celebración general. El verbo “bajar” usado en ese contexto, como quien describe algo natural que baja por leyes naturales como la gravedad, como quien dice “los borregos bajan” (por instinto) o “el agua baja de las cimas” de repente es capaz de describir muy bien el movimiento que se quiere comunicar, (al final los lugareños efectivamente bajan) pero al mismo tiempo más allá de pensar, la palabra hace sentir que estos habitantes son parte del paisaje, algo natural, y hay que recordar que de lo “natural” a lo “salvaje” solo hay un paso. 

“Pareces indio bajado del cerro a tamborazos.”

A lo sumo y en el mejor de los casos se describe algo natural y admirable, en el peor, un mero inconveniente. Quizás más importante que esta alusión menor es el hecho de que no hemos salido de este paradigma y seguimos interpretando la realidad y en específico el encuentro entre occidentales o gente de la ciudad e indígenas o gente del campo usando el mismo sistema. Los liberales dirían que seguimos habitando dentro y contra sociedades profundamente poscoloniales, donde las ideas de diferencia racial/cultural continúan profundamente arraigadas en los sistemas legales, políticos y administrativos.

Las cosas territorializan las palabras y a su vez, las palabras territorializan las cosas.     

Como se sabe, los cerros y las montañas eran/son sitios clave para ejercer resistencia. Hay que recordar que esto no es exclusivo de México. Hay algo que dan las montañas a la gente que busca refugio, y que a la vez, configura su relación con esos espacios desde un arriba/abajo, una relación de cuidado reciproco, yo te cuido y tu me proteges de los invasores, una relación de complicidad, yo te cuido y tu me escondes entre los arbustos: el Che en Bolivia, los miembros del  FMLN en las montañas de El Salvador, las FARC en los andes del interior de Colombia y tantos mas.

Entre otros objetos que hay que mencionar se encuentra la visita al Árbol del Tule, el árbol con el diámetro de tronco más grande del mundo y uno de los más viejos. En una época donde abrazarse a un árbol es símbolo de abrazarse a la vida como quien se aferra a un salvavidas, cómo no aprovechar la cercanía y viajar a conocer la planta mayor? El árbol se encuentra frente al atrio de una pequeña iglesia en el pueblo de Santa María del Tule. La anticipación, como siempre, es desfalcada por la realidad y la experiencia de inmediatez es arruinada por los comerciantes, el calor, los colores chillones de las prendas de los locales, los gritos de niños que indican ridículas figuras que encuentran en los troncos con voces igualmente chillonas: “el duende… el mono… la bruja…”

Sin embargo, algo lo detiene a uno y con cuidado se puede oír lo que para otros no se puede oír, o digamos sentir lo que otros pasan por alto, uno puede pescar momentos de inesperada belleza. Mientras yo trataba de ignorar los gritos de los comerciantes, logre “entre oír” como quien “entrevé” algo entre las ramas, la voz tenue de mi amigo, el de los tequilas, diciéndole a su hijo, (un impaciente chaval de 12 años), o quizás enseñándole a ser, enseñándole a ignorar los gritos que yo no podía apartar de mi consciente, o mostrándole como estar sin necesidad de atiborrarse de quejas internas y descontento (como lo hago yo ya por costumbre).

Ser y estar en el momento y en consonancia con el mismo es algo más difícil de lo que nos imaginamos. Su voz hilaba las palabras bellísimas, “acarícialo hijo, dale gracias por la sombra que nos da, dale gracias por la frescura…” En ese momento la lección para el chico de 12 parecía que me podía servir más a mi que a cualquier otra persona. Este es quizás el reto más saliente cuando uno se entra en inmediatez con lugares o con arte con el que no hay resonancia; objetos con los cuales, o circunstancias que los rodean con las que no logramos empatar nuestra conciencia o nuestra capacidad de ser y sentir.     

Mi estancia en Oaxaca duró muy poco, unos cuantos días son solo un algo fugaz y al final no queda mucho: solo fragmentos, unas cuantas fotografías y las imágenes plasmadas en un texto: los cactus imponentes y callados, vueltos casi piedra, un barrido de nubes en el cielo que anuncia un temblor, una canción, doce flores violetas, y lo incomprensible, miles de secretos que ya murieron, secretos entre uno, dios y el diablo; o quizás nada mas que secretos entre uno y los muertos.  

“Cuidado y que no se le suban las hormigas.”


[1] Una propuesta interesante seria relacionar la diarrea con la conquista/colonia. Quizás el Otro y la forzada inserción de él en el naciente orden del capitalismo global, aquello que el “imperio” se traga, precisamente le causa diarrea? ¿Aquello a la mano (oro, plata, mano de obra gratis, o casi gratis, maderas, tierras sin fin: América), pero que desbarata el proceso mismo de alimentación, nutrición, o mejor dicho de consolidación de imperio blanco, cristiano e hispanohablante? El flujo debe fijarse para que los nutrientes sean atrapados y procesados por el cuerpo, sino el cuerpo se deshidrata. La burocracia imperial, el indio que no se doblega, el pirata que abre nuevas grietas en esos flujos, el judío (marrano) que no se convierte, arquitectura y fisura, territorio y goteras, la voluntad y la realidad.   

Always from somewhere else: stories of displacement and (un)-belonging in Vancouver

When you visit the local section of any bookstore in Vancouver you will find the titles both simple and repetitive, and they will fall in the following categories: trails in British Columbia, architecture of Vancouver and some anthologies of local artists, photographers and visual artists –mostly already canonical and dead. You may also find indigenous legends and stories that tell about their cosmogenesis through drawings and designs.    

There’s plenty of information about the nature and the past. However there’s not a single volume about the people of Vancouver in the present. There is some “historical” or mystery/crime novels a la Eve Lazarus, there’s also historical idealized accounts of Vancouver from back when it was a “real Canadian city” (read: white), photographs of everyday life embodying the the nostalgia of the golden 1950’s, young and hairy SFU students protesting against the Vietnam war, or the melancholy of a parochial life now lost. In any case there seems to be no interest in the people that share and perform the city every day and every week.  

But the fact is that there’s no current Vancouverite stories. There’s no people in the present worth writing about or perhaps not even worth thinking about. There’s long dead people worth reading about but there’s no interest in learning about the current day Vancouverites. It seems that nature and architecture are the only topics deemed of interest for the reader today.  

I wonder why this is the case? Why in a city so “diverse” and “dynamic” there’s seems to be a lack of interest in ourselves, in our past and what led us to this place?  Perhaps we’re all too consumed by work and there’s no time for indulging in this non-profitable interest. Perhaps there’s no desire to listen to each other or maybe we only do when it’s about how depressing the weather is or how difficult it is to afford a house. Perhaps we’re all too used and shaped by a habit of keeping to our business and out of other peoples’ lives. Or it may be that we are so prejudiced against each other that we simply find no interest in our neighbors –much less in the the newly arrived, the other. It may be the case that the city is not so dynamic or diverse after all, or that even with diversity we find no real reason to learn about our neighbors and weave a community. Time is always scarce, bonding needs are always tamed and suppressed. Introversion and a thinly disguised laziness win over the act of opening not to simply meet new people, but to prospect of creating habits that lead to friendships.   

Learning about this, but mostly feeling it led me to ask myself about Canadian societies, the impact of immigration, and probe for possible answers to this lack of interest.

As a result of this I decided to write a sort of ethnography and compile a critical exploration of different immigrants to Canada specifically to Vancouver who have found a place where they could begin a new life. My goal is to interview and to write about people who share a common thread: movement, reinventing oneself, and pushing the boundaries of their known worlds. These are individuals, who hail from many diverse countries and backgrounds and who have dedicated their efforts to discover new worlds for themselves and their dreams. Some have chosen Vancouver other have adopted as their permanent home by chance or circumstance, but all have been successful in creating something new based and inspired by the city.

All of them have had past lives that often go unsung. Some sailed across the Atlantic, or Pacific Oceans, other served in their national military, others had their fair share of odd jobs that added colour and texture to the fabric of their lives. When we live long enough as is the case these days, we can live many different lives, and these lives are often forgotten in our rush to growth professionally, to have a standard career, with a standard CV. The persons I write about are in reality many more than initially thought. They, like most of us, have learned to morph, to find new vocabularies, to create from scratch and from the past.

My goal is not to produce a text that is focused only on struggle and misfortune but to achieve a combination of struggles and successes. Not all newcomers suffer equally and some perhaps do not suffer at all but they still have something to say about their experiences. I plan to include a cross-cut of Vancouver society by included privileged voices as well as those we tend to ignore. I will include the experiences of denizens of the East Side, as well as those of West Point Grey and Shaughnessy.

Although these are stories of immigrants and I highlight the dynamism of their lives there’s a paradox at the heart of the project. There’s a contradiction that resides in my documenting project as well as in their many past trips and movements. Their lives have found a place to rest and growth. The constant movement that has characterized their lives is now finish and the city has allowed them or coerced them into settling and cultivating in one place. Likewise, the book, which is concerned with movements and life changing events is written from a place and anchors their experiences or their encounters with the author in specific concrete places. Perhaps the past was movement, and the present is permanence in one place. Perhaps not, their journey is still unfolding, and Vancouver may be a temporary place in their overall vital experience.

Why this project? Vancouver is a city that needs social and interpersonal integration. We often hear about the beauty of the city and its surroundings. But seem to forget or underplay the equally recurring complains and expressions of disappointment, dissatisfactions with the social life of the city. It seems that the visible beauty of the city is analogue to the invisible discontent many feel. I believe that reading about others’ stories can help close the gap that sometimes separate us as individuals with different backgrounds and experiences. 

By reading about the struggles and life journeys of others we can empathize with them and understand them better. Understanding of different habits and behaviors is the first step towards reducing prejudices and negative predispositions. I have been living as an immigrant for the most part of my life. I lived ten years in the United States and seven years in Vancouver. My experience as an observer of social dynamics between “native” or “locals” vis-à-vis immigrants allows me to identify patterns and differences and places me in a position to better understand the nature of this relationship and propose new ways to improve it.   

I believe the city could benefit from this project because it will remind us that we are humans that we share many values and that all of us harness all our efforts from similar goals: we seek for safety, education, growth and prosperity. Once the book is finished my next goal is to submit an exhibition proposal to the Museum of Vancouver to create an exhibition that adding photographs and visual art to selected fragments of my text and make these project more accessible and “visual” to wider audiences.

As a trained historian, I am aware of the historical injustices committed towards minority indigenous groups in British Columbia, Canada and all of America, North, Central and South. In addition, my background as a product of the Colombian conflict made me painfully aware that these experiences are real and still happening. These injustices not only affected the social but the aesthetic. Hence my project will strive to include voices of under-represented communities: racialized minorities, religious minorities, and women of color. I believe that art and representation are powerful tools when advancing common goals such as inclusion and diversity. My goal is to create a text that resembles the faces of Vancouverites in all their multiplicity and splendor.

I believe that my project has potential for advancing the goals of so called “reconciliation” due to the fact that it directly highlights the “newcomer” nature of the subjects and makes evident the need to be cognizant of the land in which they built their lives and the ways in which it was appropriated by earlier settlers. Once this connection is clear the audience will draw their own conclusions about the need and the nature of reconciliation with the indigenous and original stewards of the land. I will conclude each interview by asking them what is the meaning of achieving their dreams in this city and how they reconcile their personal gains with the latent violence of original expulsion and destitution of the first nations inhabiting the territory.

In the next few weeks I will be posting excerpts of the profiles I chose to interview. Men and women from different backgrounds, belonging to different generations and with differing points of view regarding life in Canada, and in Vancouver. You might find yourself in one of these posts, but if you don’t, you can still be a part of this by sharing any suggestion or idea or complaint. Feel free to write to my email found in the About section of this blog with ideas or reservations.

El baile, la música y el desencuentro

Vivir en el extranjero es una experiencia dolorosa, divertida y contradictoria. Muchas emociones y afectos se conjugan mientras uno trata de darle sentido a lo que ve y lo que vive.

Esta reflexión se dio luego de salir una noche -un poco contra mi voluntad- a clase de baile, en este caso bachata, seguida por una hora de baile donde se practica los pasos previamente aprendidos.

Varias ideas surgían mientras observaba como los extranjeros aprenden a bailar ritmos tropicales. Primero, me parecía bastante raro ver como los asiáticos, los rusos y gente de otros lugares (que ya de por si son extraños para nosotros) bailaban esas canciones tan latinas con tanta soltura. Desde luego, era algo positivo. Es bueno que haya personas que se comuniquen a través de la danza y disfruten de sus beneficios.

Pero me llamaba la atención lo raro que se hacia para mis ojos ver a estos personajes ya de por si diferentes en sus rasgos (y entre ellos) moviéndose al compás de la bachata y otras músicas que uno considera quizá nacional o incluso -a lo más- latinoamericana. Lo que hay que entender es que quizá esta música ya dejo de ser dominicana, o colombiana, y actúa más como parte de lo que se llama cultura global. 

Luego de pasar varias canciones parado contra la pared con los brazos cruzados y pensando en estas cosas, varias ideas empezaron a rodar por mi mente y de alguna manera empecé a “verbalizarlas” en silencio, es decir, decirlas sin hablar.

Una de ella era lo disparatado de la situación, del momento: ser latino, provenir del lugar y la cultura que dio nacimiento a esas formas y al mismo tiempo estar al margen de participar. En lugar de estar “representando” la “cultura” estaba aislado, en un “balcón” imaginario alejado de la realidad, pero a la vez inmerso en ella solo para clasificar y ordenar las ideas y los cuerpos.

Recordé que este es quizás el gesto básico de cualquier intelectual: abstraerse de una situación social participativa y que se performa con el cuerpo: marcha, carnaval, manifestación, concierto, y colocarse aparte en un lugar cómodo, seguro y con buena vista para desplegarse y llevar a cabo todas las observaciones y apreciaciones que se deseen.

En mi vida de académico he sabido encontrar ese lugar y sentarme en mi silla imaginaria desde donde puedo ver sin ser visto, pensar mientras los otros actúan (sin pensar), sentirme también de una manera un tanto artificial, un poco “superior” sobre el resto y luego presentar mis conclusiones ante otros observadores, otras mentes afines: familiares o amigos.

En este caso particular, yo quería bailar. No quería pasar la noche, como es a veces el caso, en esa silla, contemplando y catalogando comportamientos. Yo quería bailar y quería olvidarme de analizar a las personas. El problema era que, aunque yo era latino, y colombiano, ¡no daba la talla en mis habilidades para el baile!

Les explico: los extranjeros y algunos latinos que viven en países extranjeros (no latinos) aprenden a bailar los ritmos tropicales más tradicionales, salsa, merengue y bachata asistiendo a clases con mucha disciplina 2 o 3 veces por semana por meses y años. Como ya se dieron cuenta, ellos se lo toman muy en serio. Aprenden estos ritmos de instructores que vienen de países diferentes y de “escuelas” o estilos de baile diferentes. Además, estos estudiantes de salsa o de ritmos tropicales aprenden a mover el cuerpo de acuerdo a un compás que marcan en su cabeza, y que cuentan durante toda la canción.

El problema radica en que si tu no bailas como a ellos se les enseña a bailar o de acuerdo con su expectativa, se produce una especie de momento raro, un desencuentro fantástico, pero a la vez, incómodo. Como muchos ya sabrán, es interesante pero doloroso llevarle el paso a una pareja que está contando en su cabeza y murmurando los tiempos, mientras tú tratas de sonreír, ser amable, o iniciar conversación: preguntar de dónde es, cuál es su historia… Es también cómico y frustrante entablar una conversación frívola y fugaz para suplementar la incomunicación rítmica.

Y todo esto para los extranjeros no-latinos también implica un poco de dolor. Bailar con latinos, que, como yo, aprenden baile en fiestas familiares, sin escuela y sin contar compases puede ser un desafío: la cosa entonces se pone complicada: ellos esperan que el bailarín principal, el líder, el rol que generalmente desempeña el hombre sea proactivo e indique todos los pasos que se van a realizar. Si uno como latino no sabe que pasos o vueltas las parejas saben, entonces cualquier intento de hacer alguna vuelta por pequeña que sea es un riesgo. En muchas ocasiones he intentado iniciar una vuelta y me han respondido con resistencia o con mala cara, como queriéndome decir: “estamos en el tiempo equivocado,” o “esa vuelta no se hace en este ritmo,” o “no sé qué maniobra quieres hacer, no sé cómo se hace…”

Claro, en algunos casos se cometen errores, de parte y parte, pero estas experiencias resaltan lo cómico y frustrante de estos encuentros y desencuentros. Varios amigos y conocidos latinos de todas partes coinciden y ser ríen al recordar estas anécdotas. Muchos acusan a los extranjeros y les reprochan su rigidez, su dependencia del método o falta de soltura, dicen: “el baile es para pasarla bien, no para andar haciendo cuentas.” Otros son más tolerantes, pero igual coinciden en lo raro de estas situaciones y en los desencuentros que se generan en algo tan inocente y simple como bailar un merengue dominicano por 3 minutos.

El pensar en la crisis

El momento de ruptura y frustración, el momento donde los afectos positivos se tornan en negativos y los cuerpos en vez de complementarse para ser más se afectan y se disminuyen es incómodo, eso está claro para todas las partes, pero también permite pensar; pensar como quien se adentra en una grieta para examinar la causa de esta y como se genera.

En otras palabras, estos desencuentros con otros, con los objetos e incluso con nuestras mascotas u otros animales son momentos claves para pensar y más importante aún ponerle atención al pensamiento: cobrar esa claridad mental que nos permite entender las cosas de otra manera, desde otra perspectiva.

Y yo pienso que es ahí donde las cosas que son realmente interesantes ocurren, claro siempre y cuando estemos preparados para pensar con detenimiento. Claro, las irrupciones son inesperadas, pero son oportunidades. La continuidad de una maquina que nunca falla no invita a pensar en nada interesante. Es solo cuando esta máquina falla que nos damos cuenta de su existencia, de lo que nos permitía y en lo que estaba condicionada.

En cualquier caso y volviendo al tema de mis desencuentros, toda esta experiencia de bailar con los extranjeros, de mala manera o a medias, a parte de provocar ideas interesantes me genera un desasosiego por lo cruel de la ironía. Los extranjeros se esfuerzan por meses para bailar nuestra música, pero cuando los “auténticos” sujetos de la cultura a la que se quieren acercar finalmente acceden a bailar con ellos, hay una especie de goce a medias, o un breve momento de decepción.  

Y los latinos como yo, que llegamos con expectativas de bailar nuestra música, como se nos ha ensenado, con soltura y sin contar, somos recibidos con una aceptación un tanto resignada o con una expectativa de bailar tal como a ellos se les ha ensenado y de conocer a cabalidad sus rutinas y vueltas.

Claro, hay latinos que toman estas clases y pueden leer y seguir las rutinas de los extranjeros, pero estos son pocos. En estos momentos surge la imagen de una curiosa contradicción: dos personas aprenden un tercer idioma para poder hablar, pero los dos se dan cuenta que aprendieron cosas a medias o un léxico que no les sirve. De cierta manera queremos poder comunicarnos con el cuerpo, algo más difícil de lo que se piensa, y resultamos entablando una conversación a medias, en la que nos entendemos, pero solo a pesar de las dificultades, de los huecos en el significado de lo que queremos expresar.

Del baile a la música

Observaba los cuerpos de los estudiantes de baile chinos, rusos o europeos entablar estas rutinas de baile tan exóticas, esas contorciones tan elegantes, tan naturales, pero a la vez tan falsas: observaba y seguía rumiando mis ideas. Una de estas ideas se dirigía directamente a mi, y a lo que uno llama “su cultura,” “nuestra cultura.” Este pensamiento en lugar de partir hacia los demás y tratar de entender sus comportamientos era un tanto autorreflexivo, tal como nuestros especiales verbos reflexivos.

Pensaba en la “cultura popular latina” o en mi caso en la “cultura popular colombiana” o en lo que era la “cultura popular colombiana” cuando yo crecí y viví en Colombia. Pensé por un instante en lo ricos que somos. No ricos en dinero, pero si en otras cosas; no en capital económico, pero en otra especie de capital, en un capital digamos cultural, o capital de vivir bien, o de poder envejecer bien.

Me explico: En nuestras culturas latinas o hispanohablantes contamos con un repertorio de música vasto, y abigarrado. Estas músicas que vienen de tantos países con tantas regiones nos hacen ricos, nos permiten un gozar la vida que no involucra ir al maldito centro comercial. Creo que estas canciones o piezas instrumentales son más que solo música. Yo creo que son mas bien maquinas o dispositivos para vivir mejor. Quizás son una especie de tecnología que tal como un teléfono, o una medicina nos permite tener una mejor calidad de vida cuando las contemplamos en un largo plazo.  

Siempre he pensado que esas músicas que acompañan a los viejos en mi país, esos bambucos o boleros nos permiten envejecer con dignidad, saber arrugarnos con cierta elegancia. Al escuchar, “La ruana” o canciones similares uno entiende el atractivo de esa música para los viejos, gente que ha sido abiertamente descartada de la sociedad. Quizás en estas piezas ellos encuentran sosiego, un refugio donde las cosas tienen sentido y donde pueden encontrar una justificación a su existencia. Quizás se digan a si mismos: “de estos poetas y de estos cantores venimos; esta es nuestra epopeya, así nació nuestro pueblo, estos eran los ancestros y esto fue lo que nos dejaron.” Quizás al refugiarse en ese repertorio pueden recordar que no es todo consumo y desgarre, no es todo desolación y la ansiedad de esperar el espectro de la muerte; “estos cantores dejaron algunos versos que hoy en medio del caos me consuelan.” Los que envejecen rodeados por el desdén de la sociedad pueden encontrar cierta paz en la riqueza de ese repertorio.

También creo que este reservorio de emociones (transpuestas a sonidos y silencios que llamamos música) nos benefician a todos, no solamente a los mas mayores. Esas pequeñas maquinitas que algunos llaman canciones nos hacen mover el pie o los dedos al compás de la percusión o que nos sacan una sonrisa corta durante las rutinas de una semana laboral sin fin.

Es claro que cada pueblo se acompaña y le da forma a sus emociones de maneras diferentes y que todas son válidas y útiles a la hora de consolarnos o de expresar cualquier emoción. Pero en el repertorio latino o hispanoamericano encuentro una riqueza que es desconocida por nosotros y relegada a una especie de distracción. Es un error. La música, el baile o el cantar de manera informal puede dar más peso a nuestra existencia, puede ofrecer mas sentido a nuestros días cada vez mas llenos de trivialidad.   

Encuentro en el repertorio hispanohablante, tanto el peninsular como el latinoamericano una caja de llena de herramientas para construir, reparar o simplemente mejorar un tanto nuestros días. La religión nos había llenado de razones para existir: alabar y procrear; la poesía (su memorización y declamación) había servido de vehículo para expresar emociones que todos sentimos, pero que no sabemos o no podemos verbalizar.

Quizás debemos redescubrir el canon latino, hispano, peninsular, para sacar provecho de las experiencias de nuestros ancestros, de su elocuencia, pero también de sus retos y de las soluciones que encontraron; un pueblo que solo vive en el presente es como un animal al que se le olvida lo que sucedió hace un instante.

Nuestras músicas, nuestras poesías actúan como depositario de tanta sabiduría, tantas experiencias que fueron vividas por nuestros padres, nuestros abuelos y que además de acompañarnos, incluso nos pueden ofrecer respuestas, soluciones, ideas para salir de problemas que no son nuevos, problemas que ellos vivieron y aprendieron a resolver de mano de sus ancestros, de mano de sus sacerdotes, de sus curanderos, de sus chamanes.

Entonces al ver a estos gringos bailar bachata volví a pensar en la riqueza que tenemos en nuestra cultura oral, riqueza albergada en nuestros poetas populares, en nuestros cuenteros y cuenta-chistes, en nuestros campesinos troveros, en los juglares vallenatos, en las milongas, en los sones jarochos, en los huaynos andinos, en los valses criollos, en nuestras cantaoras, en los pases de un acordeón…  

El ver a los extranjeros poniendo esfuerzo (y pagando cada semana!) para ejecutar un baile tan ajeno a sus costumbres me llevó de manera paradójica a repensar nuestro legado, nuestra herencia musical. Esta cantidad casi sin fin de canciones nos recuerdan y nos nutren el espíritu. La música no debe ser vista solo como algo que suena y se baila sin pensar. Claro, la música es poderosa, muy poderosa al tener la capacidad de movernos como ningún otro tipo de arte, pero también sirve como aire para que el espíritu respire: puede sosegar, reconfortarnos en una perdida, o también dar palabras y sonidos a una imagen sencilla que nace del campo, una imagen de belleza que de otra manera se habría perdido en el presente hinchado y fugaz.

La música también alberga cualidades que hemos abandonado en la búsqueda desaforada por enriquecernos y consumir. Es el sitio donde el humor, la perspicacia, inteligencia verbal, la agilidad, la creatividad, y una cantidad de talentos pueden encontrar forma y hacerse material, asegurar su paso al siguiente futuro. Es paradójico que esas habilidades que menciono le faltan tanto a los pobres amigos gringos que tanto admiramos y a los cuales tanto nos queremos parecer.

En pocas palabras: podemos alcanzar más instantes de felicidad y plenitud si nos acompañamos de ese legado. Heredamos todas las fórmulas y recetas para ese “vivir sabroso” que ahora está de moda, pero no lo sabemos, o lo hemos olvidado. Hay que ver cómo gente de otras culturas se esfuerza para disfrutar de lo que ya tenemos. Muchas veces esas cosas permanecen sin ser utilizadas, solo en potencia.

Yo regresé a mi casa aquella noche, sin haber bailado mucho, pero con la cabeza llena de ideas disparatadas que me prometí escribir algún día. Fracasé como es usual: quería bailar, conocer gente, quizás reírme al lanzar un paso improvisado y coincidir con la pareja, -un momento tonto pero grato entre dos extraños-, pero preferí quedarme rumiando pensamientos y barajando estas hipótesis que a pocos les interesaran. Los extranjeros seguirán aprendiendo y dominando la bachata mientras los desencuentros y las ideas persiguen a los demás.

Diomedes Díaz, el murmullo y el rompimiento de la máquina

Constitución

Diomedes el niño, antes de ser Diomedes Diaz, se descubrió mientras andaba por los campos a las afueras de la vereda de Carrizal espantando pájaros con una lata en la mano y armando versos con lo que veía. Algo similar pensaba el filosofo francés Gilles Deleuze cuando hablaba de murmurar el estribillo, el coro, cualquier tonada como el acto de encontrar un hogar portátil, sentirse protegido y acompañado con el repetir frases y ponerlas sobre melodías.

Recordemos que a Diomedes niño, su abuelo le pagaba céntimos para espantar los pajaros que se comian sus matas de maíz. En ese instante, al espantar los pájaros, Diomedes deja de ser un niño y deviene en cantante; es decir, descontextualiza el acto de cantar como expresión artística para formar un ensamblaje que incluía su estribillo, y la lata que se convertía en guacharaca para volverse espantapájaros móvil.

Rompimiento

Hacia el fin de su carrera Diomedes decaía cada vez más en sus presentaciones en conciertos. Se dice que llegaba tarde, alegaba con los músicos, insultaba al publico que le pedía canciones, olvidaba las letras, discutía con el técnico del sonido, agredía a los asistentes del grupo, y todas estas técnicas revelan el rompimiento (break down of the machine) de Diomedes como máquina vallenata.

Es una descomposición lamentable pero fascinante. La mayoría de artistas profesionales intentan preservar su cuerpo o su voz, que es su medio de sobrevivencia, lo mayor posible: quieren ser eternos. Pavarotti era famoso porque cantaba a los 70 igual que a los 40. Su filosofía de vida era el preservar la máquina cantante para siempre, hasta donde se pudiera, estirar la vida mas allá de los limites naturales.

Para Diomedes no existía tal afán. Como sabemos Diomedes se dejaba hundir sin preocupaciones y esta decadencia en parte servía para impulsar y encadenar nuevas ideas, y sentimientos con sonidos y estribillos. Cualquiera que haya leído a Deleuze y Guattarí sabe que la máquina se rompe, los flujos, el estimulo, el goce, todo se descompone; pero lo fascinante era que el rompimiento era sublimado en poética del rompimiento mismo.

Todo arte necesita estas pulsiones: afectos, flujos de energía, vibraciones. En sus presentaciones fallidas uno puede apreciar el espectáculo puro, el performance puro, sin el suplemento de la música o la poesía: afecto puro emanando desde y hacia el cuerpo desquiciado de Diomedes y el cuerpo afectado de la audiencia. En realidad, el afecto de Diomedes era extraordinario.

Su poder para afectar (tanto como para ser afectado) atestigua sobre esa intensidad que siempre lo marcó. En sí, esas fueron las primeras impresiones de sus vecinos y amigos al encontrar a Diomedes en su primera fama, “el rio de gente que nunca lo abandona” decían. Diomedes era la máquina vallenata exigida y dada a toda capacidad.

Lo irónico es que su operación requería los insumos que la agotaron. Ya sabemos cuales son: alcohol, cocaína, parranda, cuerpos, afectos y todos sin fin. Flujos que estimulan y sobrestimulan los afectos del cuerpo-máquina Diomedes. Para decirlo con Baruch Espinoza, su magia consistia en la capacidad de afectar como de ser afectado por otros.

Todos saben que Diomedes era al final de su vida un tipo detestable como artista y como persona. Y él entendió que hiciera lo que hiciera, sus seguidores lo iban a adorar, sus cercanos lo iban a felicitar, “Diomedes era un dios Midas” –dice uno de sus ex-managers. No solo era insoportable como persona, pero tenia un culto a su personalidad que se desenvolvía incluso cuando él se equivocaba y sus pasiones llegaban al crimen.

Y hasta podríamos decir que Diomedes se acera a la imagen de Pablo Escobar como ser que trasciende la vida y la muerte: alguien que vive mas allá de la muerte, que nos afecta aun décadas después de muerto, que nos hace estremecer bien sea por goce o por terror. Diomedes y Pablo son figuras perfectas para proyectar ansias y sueños.

Los dos son personas de poder y fama que no excluyeron al subalterno, al marginado de su concepción de la vida sino que lo abrazan con gestos de generosidad como Escobar regalando estadios y conjuntos de vivienda social o Diomedes regalando efectivo a cualquiera que le conmoviera el corazón (Diomedes podía deshacerse de 30 millones en un día regalando a amigos, y extraños y llegar al punto de pedirle prestado a su acordeonero! para pagar las cuentas de fin de mes).

Estos cuerpos convertidos en deidades devienen en una unidad, tal como lo es Donald Trump o Adolf Hitler -guardando las distancias claro- donde el individuo común puede proyectarse y albergar esperanzas de algún día ser como ellos, donde se identifica con la personalidad del individuo porque cree que son como él, son instrumentos de la multitud, o entidades que activan la muchedumbre sin echar mano de recursos discursivos, sin aspirar a obtener la legitimación de las clases altas y el gusto de las elites, o en sus palabras: sin venderse.

Diomedes, como Pablo son, como ya muchos los han llamado, “hijos del pueblo.” Diomedes movilizaba cuerpos y afectos por el efecto que el ensamblaje voz-acordeón-ritmo, tenían sobre sus oyentes. Pero este ensamblaje iba mas allá, se fortalecía e incrementaba su poder de afectar cuando entraba en juego con otros gestos, iteraciones, hábitos: Diomedes no comía en el restaurante del hotel, sino que buscaba comida mas humilde en los alrededores, en las casas de sus admiradores donde comía directamente de una olla o con las manos si no había cubiertos.

En otras palabras es el derroche desmedido y la humildad aguda lo que fascinan de Diomedes y lo que le ganaba admiradores de todas las clases sociales pero sobretodo de las clases populares o de las multitudes de Colombia y de otros países también, que son al final, las mayorias.

Era un cuerpo de las multitudes. Y de paso, un cuerpo que se revelaba como auto consumación, un cuerpo que evidenciaba los excesos que aseguraban que la máquina Diomedes-vallenato siguiera produciendo éxito tras éxito. Un cuerpo agotado, una vida aglutinada, dos polos: su éxito y su destrucción inevitablemente unidos; el primero siempre dependiente de los hábitos que lo llevaban a orbitar el segundo.

Devenir ave, devenir Diomedes

Por último y como consecuencia de su afecto intensificado Diomedes, en su vida de antojo, voluntad y pretensión, nos vuelve (si dejamos que esa resonancia se de) pequeños Diomedes. Nos afecta hasta el punto de sentir simpatía y hasta amor por un pequeño monstruo como lo llego a ser él.

Diomedes nos vuelve pequeños Diomedes en la medida que nos obliga, usando todo ese ensamblaje, a desechar razón y racionalidad, juicios del “buen gusto” y hábitos para devenir en canción, grito ayombero y héroe trágico. El afecto de Diomedes es el poder alinear nuestras partículas mas íntimas hacia un devenir vallenato, un devenir Diomedes Díaz.

Su irracionalidad, su vulgaridad, su excesos nos atraen y nos repugnan a la vez porque en el fondo todos tenemos algo de Diomedes adentro que reprimimos, “olvidamos” adrede, y canalizamos en otras actividades (la mas irónica es el juicio que siempre emitimos contra él).

Personalmente, entre más escucho a Diomedes y me adentro en su mundo, más devengo en Diomedes y veo el mundo a través de sus ojos, de sus canciones, de su pasión inscrita en los versos, de su contradicción cuando inserta con violencia, y siempre en la mitad de los solos de acordeón, una alabanza a la virgen, a su madre, a la vida, a su esposa, o también a su fanaticada, a testaferros, políticos, a amigos narcotraficantes.

Ese es el efecto Diomedes: llevarnos a ese espacio de pasiones contrarias y disfrutar ese espacio de lo profano y lo mundano, llevarnos a ser un poco Dionisio y un poco Apolo. Seguidores de Dionisio, el dios de la vendimia, del vino, que representa lo terrenal, la sensualidad desatada y a la vez de Apolo, el dios de lo elevado, lo racional. El efecto Diomedes nos lleva a querer ser pueblo, o mejor, multitud: gente ordinaria sin ansiedades de clase y a veces sin mucho en común entre ellos. El efecto Diomedes siempre nos atraviesa por medio de la música, esa máquina que afecta el cuerpo y nos hace devenir tanto en pájaro, Pavarotti o acordeón como en bailarín, borrachín o militar.

Gilles Deleuze dice que el estribillo es la manera en la que un niño se acompaña cuando está solo. El Diomedes niño se acompañaba espantando pájaros. El Diomedes hombre componía refranes para ganarse la vida y contar su vida, era de cierta manera su forma de escribir su biografía, su autobiografía. Hoy los refranes de Diomedes nos acompañan en cada canción y nos devienen en pura pasión y pena inscribiendo sobre sus sentimientos, y sus canciones, los nuestros.

¿Qué es una estatua, o mejor, para qué sirve una estatua?

En medio de la reciente oleada de ataques contra monumentos públicos, sería bueno preguntarnos por las causas de esta iconoclasia que ronda en nuestros días. Pero antes empecemos cuestionando el objeto de ataque: ¿Qué es una estatua? ¿Qué representa? ¿Qué hace un monumento o una escultura pública? Como historiador, podría decir que una estatua es un símbolo hecho de material resistente al cambio que impone una idea y una narrativa: un símbolo que nos impone recordar algún héroe pasado, honrar su memoria y sus actos. Pero como crítico cultural, pensaría que una estatua o monumento es más que eso, es quizás una especie de apuesta contra lo implacable del tiempo y el cambio: una apuesta por la inmortalidad; el deseo de levantar un objeto que permanezca en el lugar de uno y por uno; el deseo de que algo lo represente aún después de la muerte y después de desaparecer. Levantar un monumento es darle lugar a la objetificacion, la cosificación de alguien o de una idea para combatir ese horror vacui, el terror a lo efímero que todos llevamos. Un terror que nos impulsa a dejar nuestra marca en el mundo como quien deja un trazo en una pared.

Construir algo monumental, una simple obra pública, una represa o un puente es de alguna manera, y mas allá de todo valor de uso, dejar una marca que valida nuestro paso por la tierra, que justifica nuestra existencia, quizás sea parte del impulso de reproducirse, de renacer en cuerpo ajeno marcando la tierra: obras, puentes, colegios, parques siempre llevarán el nombre propio.

En estos tiempos de cambios acelerado donde –para decirlo con Lenin “en semanas suceden cosas que no habían pasado en décadas”–, hay que detenerse a pensar sobre la demolición de estatuas y símbolos en el mundo. De Nueva York a Bristol, de Virginia, a Amberes en Bélgica, pasando por Bariloche en Argentina y Bogotá, Colombia una ola iconoclasta avanza sin reparo. Intensificada por las condiciones de precariedad y confinamiento que genera la pandemia del Covid-19 esta renovada pulsión ha producido la formulación de fuerzas múltiples y hasta hace poco difíciles de imaginar y conjugar.

Que quede bien claro: no hay que lamentar la abolición de estatuas encerrándose en la indignación y la reacción. Mas bien, habrá que construir en su lugar, nuevos monumentos que puedan incluir las mismas narrativas que impulsan a los demoledores contemporáneos. Hay que recordar que esas estatuas y símbolos no fueron construidos inmediatamente después del descubrimiento de América o tras el fin de una guerra, sino muchos años mas tarde por gobiernos que buscaban la legitimización de su proyecto nacional y cargados con sus propias metas; metas de formar opinión, hábitos y movilizar cuerpos a su favor, usando el pasado como llave de torsión para un presente en disputa.

En otras palabras, las estatuas no son sagradas. Los símbolos nacen con objetivos definidos en un presente definido y como constante sufre de cambio, de ataques y eventualmente de una destrucción definitiva. Parte del descontento contemporáneo se debe quizás al hecho de que estas estatuas se yerguen en el espacio público y por lo tanto reclaman una versión de la historia como la historia pública, la historia oficial autorizada por el estado, siendo el caso muchas veces que al imponerse acallan otras narrativas y otras versiones. Cuando este silenciamiento ocurre generalmente se suspende del debate público y quedan relegadas a la muerte silenciosa, hasta que un día regresan, y tienden a regresar con ferocidad. Vivimos en ese día.

En tiempos de confusión valdrá retomar el caso de Alemania Occidental, donde han tenido que repensar temas de memoria colectiva y capas narrativas con mucha seriedad desde el fin de la segunda guerra mundial y el descubrimiento del Holocausto. A mediados de los años 80’s una generación de jóvenes artistas se dio a la tarea de repesar una rememoración de forma novedosa, sin caer en el monumentalismo propio del partido nacionalsocialista y el personalismo del líder. De allí surgieron los monumentos y memoriales o “memorials” mas interesantes y constructivos que tenemos en la Europa Occidental.

Artistas como Horst Hoheisel y Jochem Gerz idearon formas novedosas de conmemorar sin reproducir el impulso fascista o de diseñar estructuras claras, minimalistas listas para se desacralizadas, una especie de ready-made del arte público: Gerz construyó el Monumento Contra el Fascismo o Mahnmal Gegen Faschismus una pizarra donde la gente dejara su marca, un escupitajo o un elogio, una firma o una suástica. La profanación a priori parecía conducir el telos de estos artistas. El monumento era no-monumento, no imposición mas bien invitación a pensar o a profanar. Hoheisel reconstruyó una fuente gótica, la Fuente Aschrott en Kassel, que había sido destruida por los nazis en versión negativa para “invertir la historia en forma de pedestal, para invitar a los peatones a buscar el monumento en sus cabezas.”1

Propongo construir, no “alzar,” ni “hundir” necesariamente, sino construir un cuerpo, un objeto que incluya el mismo espíritu subversivo que busca destronar símbolos; construir quizá no un monumento nuevo sino un contra-monumento, una forma de conmemorar que  en vez de imponer nos lleve a cuestionar, a preguntar; que genere preguntas para conversar, más que narrativas para acallar. Una estatua ecuestre o un gran señor descubridor nos acalla, nos hace pequeños, nos cierra la historia, se alza como diciendo “aquí gané yo y los míos.” Aunque en realidad nadie sabe muy bien “qué ganó” ni contra “quién luchó,” y pocos menos conocerán la versión de los derrotados.

No soy partidario de la destrucción en sí, tampoco de la idea de nunca destruir para preservarlo todo, pero quizá debemos entender que si la gente ha tomado las calles para atacar y finalmente derrumbar estos símbolos es por que en muchos casos, sus reclamos han recaído en oídos sordos, sin respuestas y con una tensión agregada como lo es la pandemia y su acompañante cuarentena los cuerpos dejan de usar el discurso para usar otros y usarse ellos mismos en acción.

Comencé esta nota preguntando sobre el ser de algo: ¿qué es esto, qué es aquello…? Quizá la pregunta adecuada debería ser no “qué es” sino ¿qué puede hacer? ¿qué potencia alberga este o aquel objeto? La pregunta no es tanto ¿qué es un monumento? Sino debió ser ¿qué nos hace hacer? ¿Cómo nos afecta un cuerpo, sea un obelisco o una figura ecuestre, una suástica o una bandera LGTB? La pregunta no es nueva y viene inquietando a pensadores un tanto no-oficiales, como a Marco Aurelio, Baruch Spinoza y Gilles Deleuze desde hace siglos. Quizás hay que pensar menos en términos de identidad y mas en potencialidades, capacidades y afectos. Con Spinoza habríamos de recordar que “nadie ha determinado todavía lo que puede el cuerpo.”2

Como sabemos, con el tiempo las esculturas se asientan en el diario vivir y empiezan a formar parte de la rutina. Una rutina de hábitos que no invitan a pensar, pues al final los hábitos, como sabemos desde el sociólogo Pierre Bourdieu, no son sino afectos y pulsaciones congeladas. Los hábitos no son sino la suspensión del pensamiento porque cuando uno hace algo por habito, no está pensando en lo que se hace sino por lo general en otra cosa o a veces en nada. El habito es la parálisis del pensamiento, el fin del pensamiento. Pero como todo final es un principio también, el habito o la ruptura de los hábitos, pueden generar dislocaciones y cambios: cambios de rutina, cambios de hábitos y cambios de pensar, y manejarse.

Visto esto ¿no deberíamos acaso aceptar que la historia es una historia de movimientos, flujos, cuerpos que se transforman? Y por lo tanto también ¿no deberíamos aflojar un poco nuestro fetiche por la estabilidad y la continuidad, el contrato y la promesa? No abogo el cambio solo por el cambio, o por aceptar de manera pasiva nuevas imposiciones y diferencias. Mas bien, por una conciencia que nos recuerde mas a menudo, que en realidad lo que percibimos como estable muchas veces no lo es. Lo que percibimos como estable cambia sin sospecharlo, y el arte tal como la crónica, es quizás el registro o un registro de ese cambio a lo largo del tiempo. El material mismo que fetichizamos como estable y duradero en cuestión de minutos puede ser derretido y crear cualquier tipo de objeto: el bronce de las estatuas pasará a ser cañones, o micro procesadores una vez estas sean demolidas. El bronce, como la energía, como el agua, como todos los cuerpos solo cambian, no desaparecen.

1 James E. Young, Horst Hoheisel’s Counter-memory of the Holocaust: The End of the Monument, 277.

2 Baruch Spinoza, Ethics, 2, part III.

La peste de Cien años de soledad regresa con furor

En los primeros capítulos de Cien años de soledad, el narrador nos relata sobre dos pestes consecutivas que afectan a los residentes de Macondo. La primera es la peste del insomnio que conduce directamente a la peste del olvido. Durante la primera peste, surge un insomnio generalizado: los habitantes de Macondo repentinamente se encuentran en un periodo de actividad incesante en el cual construyen gran parte de la infraestructura del pueblo y se interesan, especialmente el joven protagonista Aureliano Buendía, en la artesanía y la técnica. Durante la segunda los habitantes del asentamiento pierden la memoria y se sumergen en una especie de “idiotez sin pasado.” [1]

Al principio nadie entendió la alarma sobre la peste. Cuando los habitantes de Macondo se enteran acerca de la llegada de la peste, se alegran pues razonan que así tendrán mas tiempo para trabajar y no perderán tiempo precioso en dormir. Si no volvemos a dormir, mejor –decía José Arcadio Buendía, de buen humor. Así nos rendirá más la vida.

“Pero lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado.”

Una vez que la peste entra en casa, nadie escapa. Lentamente Macondo se da cuenta que la peste no solo les permite trabajar más, sino que poco a poco, la memoria se va atrofiando y no logran conjurar ni recuerdos, ni pensamiento.

En la novela, García Márquez se deshace de las pestes casi apocalípticas que azotan a Macondo de forma bastante simple, pero ingeniosa. La solución para estas plagas es sencilla y nos refiere al mundo de los muertos y su archivo. En otras palabras, la historia. Recordemos que la solución a los problemas de Macondo no consiste en ingerir una pócima o realizar algún tipo de maniobra, en cambio ésta ha de ser encontrada en el inframundo. Es solo después de la llegada de Melquiades, debido a su aburrimiento crónico en el mundo de los muertos, que los Macondinos se mejoran.

“Melquiades abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades. Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad.”[2]

Para García Márquez, paradójicamente, la medicina contra la enfermedad del olvido se localiza en el mundo de los muertos. De acuerdo al autor, la solución para los problemas de la memoria de Macondo, (o para su Latinoamérica contemporánea) para su falta de conciencia histórica o su imagen fragmentada—nuestro presente anti-histórico—se encuentra en el pasado en el archivo cultural.

Es difícil conjeturar que pensaría García Márquez si estuviera vivo hoy. No creo que tuviera que opinar, o si lo hiciera no sería algo de mucha importancia. Otros dirían que se mantendría asentado en su lección moral ya esbozada en los capítulos sobre la peste. Y otros que prescribiría algo distinto: los tiempos cambian y con ellos los problemas. Sin embargo, hay algo en su estudio del cansancio y el olvido que quisiera comentar. Si bien es cierto que los problemas que estudió García Márquez eran otros también hay que pensar que sí, los problemas pueden ser nuevos, pero si son efecto de condiciones que no han cambiado entonces no son tan nuevos.

Los problemas que se presentan como nuevos no lo son del todo, son mas bien diferentes. Hay diferencia con algo que vino antes y por eso se puede señalar “una “diferencia” con respecto a X”. Quizás el viejo Gabo nos remitiera a Cien años de soledad, o a otra de sus obras, a lecturas donde la peste sea literal o metafórica, nunca lo sabremos. Lo que es cierto es que el insomnio y el olvido no han quedado relegados en las paginas de la novela sino que por el contrario se han constituido como el efecto y resultado de la obsesión neoliberal con producir y reproducir, cosificar y comodificar hasta el ultimo rincón de la vida humana y no-humana.

Quizás la peste del olvido no haya desaparecido sino por el contrario se haya globalizado como todo lo que producimos y con más furia aun desde los últimos 30 años. Quizás el Covid no sea sino consecuencia de vivir con estas pestes como si no supiéramos que nos asechaban. Quizás el Covid no sea sino consecuencia de ignorar a y con propósito la salvajada que se sanciona contra el planeta todos los días.  

Y es esta peste del olvido, peste de una idiotez sin pasado, la que creo que nos llevo a la peste actual. El Covid es el símbolo de nuestra incapacidad para recordar, y para actuar sobre ese saber. Lo que evidencia el Covid es que somos una sociedad sin memoria. Algunos ya nos habían avisado sobre la posibilidad de este escenario pero preferimos ignorarlos, otros nos advirtieron que la alta tasa de variación de los agentes virales nos hacían mas susceptibles a caer enfermos rindiendo nuestros antibióticos inútiles. También los ignoramos.

La peste del insomnio que condujo a la peste del olvido en Macondo es lo que le ha pasado al mundo. Vivimos en un mundo con amnesia, con fatiga crónica (siguiendo a Byung-Chul Han) y aficionada al riesgo (como nos recuerda Ulrich Beck). Esta sociedad agotada por el trabajo sin fin, y sin tiempo para pensar, es la misma que describe García Márquez en Macondo. Es una sociedad que aparte de enferma parece tonta al recibir el insomnio como don y propagarlo como virtud. La sociedad del rendimiento del “high performance” está pagando por sus excesos. Sus metas y objetivos, su obsesión por los resultados, su lenguaje de proyectos y devoción por extraer sin piedad han conducido a un impase existencial.  

El Covid nos llevo al límite de una experiencia planetaria que va del insomnio al olvido general y del olvido a la destrucción de la vida y al final a la venganza de lo animal sobre lo humano. El Covid nos recuerda que no somos el sujeto soberano por encima de cualquier red natural (fantasía de las teorías políticas liberales y doxa neoliberal). El Covid nos recuerda que la vida puede y se está tornando en nuestra contra. El Covid nos recuerda que el insomnio y el olvido, más que ventajas como las recibieron los habitantes de Macondo, son castigos que muchos abrazaron ciegamente en el nombre de la prosperidad material. Esta prosperidad resultó cara al final: la vida no-humana reclamando lo que alguna vez fue suyo, (imágenes de delfines y aves) parecen una dulce bofetada en la cara de los que toman o no las decisiones. Sí, reclamar, porque si hay confinamiento hay reclamo.

Es irónico que ahora ellos mismos, los políticos, los banqueros, los altos directivos se “humanizan” y aparecen como gente, “somos como tú y yo.” Nos piden que acatemos sus tardíos planes de contención, que no agravemos su incompetencia haciendo algo descabellado como abrazar a alguien, o planear una inocente reunión. Nos piden, en otras palabras, que suspendamos nuestra forma de vida y el ritmo económico de la sociedad con el fin de aislar el virus, pero también para que su insuficiencia no quede al desnudo. Nos exhortan a volvernos zombies domésticos para no acrecentar el tamaño de sus errores pasados. Como si fuera poco también, nos piden recomendaciones literarias: Qué leer? Cómo interpretar La peste de Camus? Que películas hablan de pandemias?

Hace apenas unos meses a nadie le importaba un chingo que había escrito Camus, o Defoe o Conrad. Es más, hace unos meses no más la opinión general era algo así como: “Para qué estudiar literatura, para qué perder el tiempo leyendo novelas, incluso aún, quién lee hoy día?” Hace unos meses el mundo entero andaba obsesionado con sus pendejadas de “Hunger Games” y “Games of Thrones” y eso. Que un banquero o un político venga a mostrarnos lo que lee, importa poco. Mas serviría que hubieran hecho lo necesario para prevenir que el brote surgiera y luego se saliera de control. Pero prevenir no genera ganancias, ni capital político, ni siquiera simbólico porque no es sexy. Como en Macondo, cada cual siguió con lo suyo hasta que el virus toco la piel de un humano. 


[1] Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (Catedra: Madrid), 136. Es difícil no pensar en el famoso pasaje de Nietzsche donde elabora su concepto de “active forgetting” o “olvido activo” usando la imagen de un bovino que olvida constantemente su conciencia de si mismo.  

[2] Cien años de soledad, 143.

Historia de rocas

Yo estudio los minerales convertidos en historias. Mi tesis se pregunta qué es la literatura minera y por qué hay una literatura preocupada por metales, preocupada por hombres y mujeres consumidos por estos elementos y por países enteros dedicados a fabricar polvo que como dice el protagonista de En las tierras de Potosí, “el país [Bolivia] se reduce a ser una inmensa fábrica de polvo” (Mendoza, 52). 

Yo estudio cómo y de qué manera narradores y narradoras diversas clases y países se han interesado por entender la circulación de estos cuerpos, la valoración de la materia dentro de la lógica del equivalente general: en otras palabras, la dinámica de los metales y una constelación de objetos que los orbitan. Esta materia, formada bajo presiones y temperaturas extraordinarias, es la misma que se encadena dentro del aparato de (re)producción capitalista global en nuestra región latinoamericana desde el siglo XVI a través del despegue del imperio español y el despojo y acumulación subsecuente.   

Esta materia, oros, metales pesados, minerales, salitres, sales, piedras preciosas y semipreciosas etc., han echado a rodar la maquinaria del imperio y de la naciente modernidad de manera violenta pero productiva, rapaz pero fascinante en la inserción del subsuelo dentro del frenético baile de las mercancías del siglo diecinueve. 

Esta materia (encadenada dentro del intercambio) también ha activado la producción de historias –en tanto profesionales como no–, que nos revelan algo (y al mismo tiempo nada) sobre la fascinación humana con lo no-vivo, con lo natural-inerte, con la materia más básica y más simple: el elemento, los bloques que forman montañas, los volcanes que violentamente conjuran la materia en sus tres estados, los desiertos parecen albergar no-vida, pero esconden–como en el caso del norte de Chile–verdaderos reservorios de estímulo vital en forma de fertilizantes, las sierras interminables del Perú que instalan en sus cantores una suerte de pasión maldita, donde la fascinación por lo sublime oculta una pulsión espectral que bordea la anticipación de la muerte. ¿Qué hay en el mineral que nos atrae y aburre tanto al mismo tiempo? ¿Qué hay de especial en un cuarzo o un grano de arena? Pero también, ¿Qué hay de desdeñable en una porción de pirita o un tajo de ágata? 

Esta materia es materia prima para los industrialistas del continente, pero también para los trovadores y cuenteros que entonaron tanto odas al salitre, como réquiems a los hombres que dejaron su vida en la mina, o a los que se trajeron un pedazo de mina y muerte en su pulmón que los rebaja lentamente.  

Esa materia es también mi materia prima o digamos mi ur-materia. Y si es así, ¿Podremos acaso calcular la productividad del mineral? Quizás su paso de mano en mano, su trasmigración de símbolo a símbolo, su objetivizacion de mercancía en mercancía, habrá generado más valor que otras mercancía en el mercado internacional de las materias primas y también de las ideas.  

No todos los que escriben sobre cristales y metales se ven seducidos por las propiedades físicas del mineral. Algunos poetas le cantan al mineral, otros lo condenan (moralizándolo) porque aparece como el símbolo de la explotación del hombre contra el hombre, otros le prestan menos atención sin sospechar que muchas de sus historias y sus canciones son activadas y atravesadas por cuerpos minerales y metálicos que atraen y repelen a los hombres y sus herramientas a lo largo del continente y tal vez desde incluso antes de su llegada a ser.  

Algunos escriben para acusar al capital. Otros para denunciar la complicidad del estado. Algunos escriben para elogiar al obrero minero; otros para abofetearlo con gestos y avivar en sí su “conciencia de clase.” Algunos escriben para hacer más legible el caos violento de la acumulación: ahí está el valor de su proyecto, darle palabras a lo que a veces sugiere no tener nombre si quiera. Otros para dar algún orden secuencial al caos y formar la crónica de la extracción: llegada, contratación, explotación, y repetición; formar un hilo histórico –ordenado y legible– que permita entender (entre otras cosas) por qué en una región tan rica surge la miseria con tanta prevalencia, por qué, pero sobre todo cuando–en especifico–se había jodido Latinoamérica o en palabras de Vargas Llosa “se había jodido el Perú” (1) (que es lo mismo).

Escribiendo mi proyecto aprendí que la región está cruzada por venas minerales que no alcanzamos a imaginar. Estas líneas de fugas minerales atraviesan largas distancias sin conocer o ser conocidas por limites nacionales, indiferentes algunas a cualquier actividad en la superficie; otras, cercenadas por el capital y recortadas a tramos. La literatura que se ha escrito sobre y desde la piedra atraviesa el continente de manera similar, subvirtiendo el canon, ignorando convenciones, clasificaciones y surgiendo del contacto entre cuerpos minerales y cuerpos humanos activados por el capital.

Aprendí que cada mineral activa un afecto distinto en el hombre (y mujer) y en el mecanismo de intercambio y función: el oro nos estimula hasta producir un estado tal de intensidad alcanzando el delirio y la “fiebre” por él. El salitre nunca provocará los afectos que producen la plata (pero sí el valor al cual puede ser intercambiado). El estaño, que era despreciado durante el apogeo de la plata durante el siglo XIX “devino en oro” al llegar la demanda causada por la primera guerra mundial. Cada mineral genera su forma de explotación y cada forma de producción y explotación genera su cultura de explotación. La opresión es una constante y la base, tal vez, de la comunidad (entendida como lo que existe en común) de estos relatos pero aparte de eso, cada mina, y cada país, atravesado por su cultura nacional especifica configura las condiciones para la producción de diferentes tipos de relatos.

Al final, la literatura mineral latinoamericana re-traslada el rol del capitalismo extractivo sobre el acto de contar (y representar); y nos deja repensar el devenir material del continente bajo otros términos tal vez “más subterráneos” (afectos, líneas de fuga, [otros] territorios) que nos permitan detectar otros afectos y otras pulsiones que usualmente escapan del análisis literario “operizado” desde estilos y periodizaciones ya muy machacadas: modernismo, lo telúrico, el boom, el post boom, etc. En el subsuelo el mineral yace silencioso pero en otros territorios aparece como cifra, como aleph: en los números y los flujos, en las galerías y las revoluciones, en las matanzas y las historias, en las banderas, las balas, los monumentos, las herramientas, los vagones, la dinamita, en las multinacionales, en el fulgor del oro, en el Sendero Luminoso de Perú y en el comunismo Chileno, en la dialéctica riqueza/pobreza de Bolivia, que es al final la de toda la región.  

Fuentes

Jaime Mendoza, En las tierras de Potosí, 1911.

Mário Vargas Llosa, Conversación en la catedral, 1969.