Historia de rocas

Yo estudio los minerales convertidos en historias. Mi tesis se pregunta qué es la literatura minera y por qué hay una literatura preocupada por metales, preocupada por hombres y mujeres consumidos por estos elementos y por países enteros dedicados a fabricar polvo que como dice el protagonista de En las tierras de Potosí, “el país [Bolivia] se reduce a ser una inmensa fábrica de polvo” (Mendoza, 52). 

Yo estudio cómo y de qué manera narradores y narradoras diversas clases y países se han interesado por entender la circulación de estos cuerpos, la valoración de la materia dentro de la lógica del equivalente general: en otras palabras, la dinámica de los metales y una constelación de objetos que los orbitan. Esta materia, formada bajo presiones y temperaturas extraordinarias, es la misma que se encadena dentro del aparato de (re)producción capitalista global en nuestra región latinoamericana desde el siglo XVI a través del despegue del imperio español y el despojo y acumulación subsecuente.   

Esta materia, oros, metales pesados, minerales, salitres, sales, piedras preciosas y semipreciosas etc., han echado a rodar la maquinaria del imperio y de la naciente modernidad de manera violenta pero productiva, rapaz pero fascinante en la inserción del subsuelo dentro del frenético baile de las mercancías del siglo diecinueve. 

Esta materia (encadenada dentro del intercambio) también ha activado la producción de historias –en tanto profesionales como no–, que nos revelan algo (y al mismo tiempo nada) sobre la fascinación humana con lo no-vivo, con lo natural-inerte, con la materia más básica y más simple: el elemento, los bloques que forman montañas, los volcanes que violentamente conjuran la materia en sus tres estados, los desiertos parecen albergar no-vida, pero esconden–como en el caso del norte de Chile–verdaderos reservorios de estímulo vital en forma de fertilizantes, las sierras interminables del Perú que instalan en sus cantores una suerte de pasión maldita, donde la fascinación por lo sublime oculta una pulsión espectral que bordea la anticipación de la muerte. ¿Qué hay en el mineral que nos atrae y aburre tanto al mismo tiempo? ¿Qué hay de especial en un cuarzo o un grano de arena? Pero también, ¿Qué hay de desdeñable en una porción de pirita o un tajo de ágata? 

Esta materia es materia prima para los industrialistas del continente, pero también para los trovadores y cuenteros que entonaron tanto odas al salitre, como réquiems a los hombres que dejaron su vida en la mina, o a los que se trajeron un pedazo de mina y muerte en su pulmón que los rebaja lentamente.  

Esa materia es también mi materia prima o digamos mi ur-materia. Y si es así, ¿Podremos acaso calcular la productividad del mineral? Quizás su paso de mano en mano, su trasmigración de símbolo a símbolo, su objetivizacion de mercancía en mercancía, habrá generado más valor que otras mercancía en el mercado internacional de las materias primas y también de las ideas.  

No todos los que escriben sobre cristales y metales se ven seducidos por las propiedades físicas del mineral. Algunos poetas le cantan al mineral, otros lo condenan (moralizándolo) porque aparece como el símbolo de la explotación del hombre contra el hombre, otros le prestan menos atención sin sospechar que muchas de sus historias y sus canciones son activadas y atravesadas por cuerpos minerales y metálicos que atraen y repelen a los hombres y sus herramientas a lo largo del continente y tal vez desde incluso antes de su llegada a ser.  

Algunos escriben para acusar al capital. Otros para denunciar la complicidad del estado. Algunos escriben para elogiar al obrero minero; otros para abofetearlo con gestos y avivar en sí su “conciencia de clase.” Algunos escriben para hacer más legible el caos violento de la acumulación: ahí está el valor de su proyecto, darle palabras a lo que a veces sugiere no tener nombre si quiera. Otros para dar algún orden secuencial al caos y formar la crónica de la extracción: llegada, contratación, explotación, y repetición; formar un hilo histórico –ordenado y legible– que permita entender (entre otras cosas) por qué en una región tan rica surge la miseria con tanta prevalencia, por qué, pero sobre todo cuando–en especifico–se había jodido Latinoamérica o en palabras de Vargas Llosa “se había jodido el Perú” (1) (que es lo mismo).

Escribiendo mi proyecto aprendí que la región está cruzada por venas minerales que no alcanzamos a imaginar. Estas líneas de fugas minerales atraviesan largas distancias sin conocer o ser conocidas por limites nacionales, indiferentes algunas a cualquier actividad en la superficie; otras, cercenadas por el capital y recortadas a tramos. La literatura que se ha escrito sobre y desde la piedra atraviesa el continente de manera similar, subvirtiendo el canon, ignorando convenciones, clasificaciones y surgiendo del contacto entre cuerpos minerales y cuerpos humanos activados por el capital.

Aprendí que cada mineral activa un afecto distinto en el hombre (y mujer) y en el mecanismo de intercambio y función: el oro nos estimula hasta producir un estado tal de intensidad alcanzando el delirio y la “fiebre” por él. El salitre nunca provocará los afectos que producen la plata (pero sí el valor al cual puede ser intercambiado). El estaño, que era despreciado durante el apogeo de la plata durante el siglo XIX “devino en oro” al llegar la demanda causada por la primera guerra mundial. Cada mineral genera su forma de explotación y cada forma de producción y explotación genera su cultura de explotación. La opresión es una constante y la base, tal vez, de la comunidad (entendida como lo que existe en común) de estos relatos pero aparte de eso, cada mina, y cada país, atravesado por su cultura nacional especifica configura las condiciones para la producción de diferentes tipos de relatos.

Al final, la literatura mineral latinoamericana re-traslada el rol del capitalismo extractivo sobre el acto de contar (y representar); y nos deja repensar el devenir material del continente bajo otros términos tal vez “más subterráneos” (afectos, líneas de fuga, [otros] territorios) que nos permitan detectar otros afectos y otras pulsiones que usualmente escapan del análisis literario “operizado” desde estilos y periodizaciones ya muy machacadas: modernismo, lo telúrico, el boom, el post boom, etc. En el subsuelo el mineral yace silencioso pero en otros territorios aparece como cifra, como aleph: en los números y los flujos, en las galerías y las revoluciones, en las matanzas y las historias, en las banderas, las balas, los monumentos, las herramientas, los vagones, la dinamita, en las multinacionales, en el fulgor del oro, en el Sendero Luminoso de Perú y en el comunismo Chileno, en la dialéctica riqueza/pobreza de Bolivia, que es al final la de toda la región.  

Fuentes

Jaime Mendoza, En las tierras de Potosí, 1911.

Mário Vargas Llosa, Conversación en la catedral, 1969.

De Caracas 1989, a Santiago 2019, La izquierda a contracorriente en Bolivia.

(Paper presented in the Panel “Coup in Bolivia? What Next?”)

Latin American Studies Program & Liu Institute for Global Issues

La salida inesperada de Evo Morales de Bolivia encapsula todo un momento constitutivo en la región. Los vientos de transición soplan y se arremolinan en sitios de choque. Argumento que estamos observando el resurgimiento de una marea rosa tal vez version 2.0. Esta fue canalizada con la elección de AMLO en Mexico, la victoria del kirchnerismo en Argentina pero en países como Ecuador, Chile y ahora Bolivia las temporalidades son otras y los vientos también son otros.

 Pero como la política es el símbolo de la ironía, la sorpresa, vamos a enumerar paradojas y contradicciones para dibujar un horizonte donde poder entender lo que pasa en Bolivia hoy día. Como primera ironía México y Colombia siempre rezagados en las carreras y tendencias políticas que sacuden el sur ahora apuntan a giros progresivos desde las formas de las democracias liberales: la electoralidad, el proceso, etc. 

En Ecuador y Chile por su parte la gente ha decidido tomar el espacio publico y omitir el paso electoral y todas sus formas y su aura de legitimidad. Allí, verdaderas multitudes se han formado, ciegas, desorientadas pero audaces y bellas desafiando la comodificación de la vida y rompiendo cualquier metáfora frágil que haya enfrascado la represión de los afectos por tantos años: el oasis se ha secado.

Hace 30 años el Caracazo sacudió la fundación del aparato legal y metafórico que sostenía la democracia mas estable de Sur América: tal como en Chile hace un mes, un flujo de cuerpos, una multitud acéfala, asaltaron la rutina y la lógica del neoliberalismo de Carlos Andrés Pérez en ese caso liberando un reguero de afectos que habían sido embotellados y producidos por las mismas fuerza a cargo de contenerlos: apetitos, deseos, flujos de afectos desbordaron las estructuras creadas para garantizar el patrón instaurado por el capital.

La estabilidad y represión de los flujos afectivos esta condicionada en su ruptura ocasional e inevitable que libera cuerpos de circuitos tortuosos y la imaginación del culto a la producción y el consumo. El que conoce historia Venezolana no se debió sorprender con lo que sucedió en Chile.

En la cúspide del momento chileno, donde observamos una aplicación de presión avanzada sobre el estado y sus dispositivos se quiebra otra frágil ficción al norte en Bolivia. Allí, un régimen había impuesto desde un momento constitutivo nuevos símbolos, practicas, lealtades y hábitos progresistas, incluyentes, multi- o pluriculturales para resignificar la identidad de una nación siempre fracturada por su naturaleza multicultural o tal vez multisocietal acaso.   

Evo trata de forzar la legitimidad de su mandato en un cuarto termino provocando una contra reforma en el sentido literal pero también histórico, en cuanto las fuerzas mas reaccionarias son catapultadas gracias y a pesar de la multitud deforme, abierta y desorientada manipulada por ambos bandos y luego violada y abandonada cuando todo se ha consumido.

Lo que sucede en Bolivia es un devenir incierto todavía, un devenir imperceptible un devenir otro: es decir en este proceso los “átomos son atraídos hacia un ensamblaje con átomos cercanos a través de afinidades en lugar de un propósito organizativo.”[1] Remplacemos átomos por cuerpos y vemos como una estas moléculas se arreglan de nuevas maneras, maneras que habían sido tal vez ensayadas y fantaseadas pero hasta ahora proscritas por el orden constituido del MAS que se ha desmoronado en apenas una semana. Remplacemos átomos por militares y vemos como nuevos patrones organizativos surgen, remplacemos átomos por la policía y vemos como los cuerpos humanos y no parecen abandonar una estructuralidad para formar otra con diferentes puntos de apoyo y con diferentes aristas.  Los cuerpos en la víspera de la salida de Evo se han molecuralizado dejando atrás una formación molar pero buscando y ya formando una nueva molaridad bajo nuevos patrones organizativos de nuevos ensamblajes.

Y para el que sabe algo de la historia de Bolivia estos desprendimientos, deformaciones y nuevas formaciones no son nada nuevo. Ya desde 1952 y antes incluso veíamos como los cambios de una sociedad tan alterada como la boliviana resultaban difícil de leer a los comentaristas de la época. James Dunkerley el mejor lector de historia política boliviana nos recuerda que ese periodo “fue testigo de un estallido de sentimiento popular que es tan integral a la crisis política pero tan difícil de capturar para la ciencia política.”[2] Tal vez la dicotomía entre conocimiento y percepción nos ayude a entender cosas que ni los politólogos nos pueden explicar. El dictamen emitido en 1952 puede repetirse hoy día sin sorprender o confundir a nadie: Las ciencias sociales nos dirán como son las cosas, pero en un ambiente revolucionario como el de Bolivia, lo que importa no es saber cómo son las cosas sino como las ve una sociedad cambiada y cargada de emociones.”[3]

Que si fue o no un golpe ya esta mas allá de la cuestión y poco importa para el análisis. Evo se ha ido, y se ha ido mal, huyendo, llevándose consigo la línea de sucesión y dejando al país en una crisis constitucional que fue creada en parte por él y la soberbia que lo rodea—claro sus opositores también trabajaron mucho para llegar a desbaratar el orden político. Coincido con Rivera Cusicanqui en no caer ni en triunfalismos ni en derrotismos. Con la salida de Evo ni se perdió la democracia y todo lo que construyó el MAS (aunque también destruyó mucho) ni se recuperó la democracia de las garras de un tirano. Fue lo mejor que pudo pasar considerando el empeño de atornillarse al poder de Evo: Fue mejor que devenir en una especie de Maduro andino esquizofrénico, fue mejor que morir como Muammar al-Gaddafi baleado por su propia gente, encarcelado como Lulla en Brasil o desgarrándose la cabeza como el malogrado Alan García.     


[1] Gilles Deleuze and Félix Guattari, A Thousand Plateaus, University of Minnesota Press, 1987, 272

[2] Dunkerley, Rebellion in the Veins: Political Struggle in Bolivia, 1952-1982, Verso Books, 28.

[3] Luis Monguió, “Nationalism and Social Discontent as reflected in Spanish American Literature.” The ANNALS of the American Academy of Political and Social Science. Vol. 334, Issue 1, pp. 63-73. First Published March 1, 1961

La Autodeterminación de las masas: primeras lecturas de Rene Zavaleta Mercado (Bolivia, No. 3 Teoría)

REVOLUCION52

Una cosa es empero, lo que uno cree que piensa, y otra lo que piensa realmente.

Antes de adentrarnos a comentar el ensayo de Zavaleta sobre los obreros mineros de su país, sería pertinente revisar un par de conceptos que este propuso a la hora de entender a los países latinoamericanos más allá de un paradigma desarrollista y homogeneizador. Primero, recordemos la importancia que para Zavaleta tenía la idea de la articulación entre el movimiento obrero y el partido nacionalista. Para él, el fracaso en 1964 de la revolución del 52 se origina en el instante en que la separación de estas dos agrupaciones claves se derrumba: la base social queda sin sostén y el proyecto culmina en un “desbandamiento” total de las organizaciones obreras-nacionalistas. Desde ahí, mas específicamente desde el ascenso de Barrientos al poder de forma violenta en 1964, Zavaleta echa a rodar aparato conceptual heterogéneo y ecléctico -tan abigarrado como el objeto mismo de estudio, la sociedad boliviana en su tiempo. Zavaleta nos recuerda a esa especie de teóricos que se dedican a pensar desde la derrota, es decir, a elaborar un sistema que permita entender las razones de los fracasos políticos en conjunción con una perspectiva enfocada hacia un futuro incierto, (Benjamin, Arendt o los pensadores de la revolución mexicana, entre otras).

Desde lo específico el pensamiento de Zavaleta Mercado aparece como lectura obligatoria a la hora de iniciar una discusión teórica sobre el papel histórico de la minería en el devenir político de Bolivia. Desde lo general, Zavaleta debe ser leído y releído por su mirada atenta y su pensamiento político heterogéneo: su obra problematiza el tema de la diversidad social desde la teoría política y la sociología, en un contexto histórico donde todavía predominaban modos mono culturales de reflexionar sobre lo social y lo político en el horizonte de la modernidad.

He dedicado algunos ratos a sus escritos, específicamente, a aquellos que se preocupan por la cuestión de lo nacional-popular en la historia reciente de Bolivia. Así mismo, he repasado sobre algunos que invierten más atención en eventos precisos como la experiencia del Che en el Churo o su análisis comparativo de casos de Latinoamérica.

Zavaleta en ensayos como “Forma clase y forma multitud en el proletariado minero de Bolivia” (1983) argumenta que el proletariado minero parece ser la fuerza de masas constitutiva a la hora de jalar el devenir histórico social del país desde su organización formal luego de la matanza de Catavi en 1941. El estructura su discusión tratando de intercambiar cargas teóricas con el fin de alejarse de los análisis basados en “clase social” y hacia conceptualizaciones más flexibles como el encuadre del “medio compuesto” o especulaciones “no-cuantificables” acerca de fenómenos como la “irradiación” o “iluminación” hacia otros grupos periféricos al obrero minero (amas de casa, comerciantes, ex obreros ahora desempleados). A contrapelo del teórico peruano Heráclito Bonilla, Zavaleta rechaza los argumentos que enfatizan la incapacidad del sector minero debido a sus bajos números (demografía), a la hora de actuar como agente trasformador en la historia boliviana. Bonilla hace alusión al proletariado boliviano como “uno minoritario y de carácter incipiente,” Zavaleta contrapone los argumentos del peruano señalando una y otra vez el peso de masas que corresponde al sindicato (no al partido) de los mineros bolivianos: este peso se ve reflejado en la formación de lo que él llama sindicalismo-campesino, los procesos de irradiación que alcanzan grupos aledaños al hombre minero y otros casos de transformación y composición política. Rechazando los argumentos sobre el primitivismo Zavaleta agrega que la persistencia de creencias en el Tío o el Yatiri no ha sido obstáculo para el desarrollo del principio corporativo. (277)

Pero más allá, Zavaleta interpreta el actuar histórico del obrero minero como agente “realmente democrático” privilegiado en tanto que se dedica a construir una historia reciente de los movimientos mineros y campesinos bolivianos donde traza la contingencia histórica a nivel macro y en cierta medida, a nivel molecular (“intersubjetivo” en sus palabras) de dicho desarrollo.

Al final, el propósito de Zavaleta es estudiar la naturaleza política de este sector de lo social nacional, su predominancia en la historia de la movilización en Bolivia desde la revolución de 1952, la capacidad “de determinar en tan extensa medida los acontecimientos,” (276) su condicionamiento geográfico y demográfico al mismo tiempo que propone de manera paradójica “su incapacidad de ser referencia de sí mismo, o sea de la independencia de la ideología.” Zavaleta revisa las características de población, de localización de irradiación extensamente para concluir que “la causa de su fuerza es la misma de su impotencia clásica; factualmente es dueña del país, sin embargo incapaz de introducir una nueva visión de las cosas es decir, una reforma intelectual y moral” (287).

Para Zavaleta el movimiento obrero boliviano con sus heterogéneas agrupaciones irradiadas y su “historia triunfalista” falla por su extenso permanecer ante el poder en actitud “cismática o escicionista, esto genera un estancamiento o un anamnesis de su subalternidad” (287). De ahí, se desprenden una serie de interrogantes derivativos: ¿Cuánto tiempo puede durar la deslealtad hacia el estado?, o ¿hasta qué punto es posible para una clase la sustitución de las características propias de su momento constitutivo? Pareciera que Zavaleta adjudica al movimiento obrero un cegamiento epistemológico que le impide la revelación o le permita imaginar horizontes organizativos más allá del modo actual de operación e ideologización. En otras palabras, la clase obrera boliviana comandada por el sector de los mineros no puede salir de una repetición mecanista de resistencia que le permita la constitución de un nuevo patrón económico.

Desde este locus, Zavaleta desarrolla conceptos metodológico – teóricos como crisis y momento constitutivo, donde arguye que en medio de las crisis políticas surgen momentos privilegiados para localizar nuevos discursos críticos, “son coyunturas en las que el conocimiento social puede ser ampliado en tanto que una crisis implica una fractura y un quiebre de las formas ideológicas de representación de la vida social” (19). En el momento de la crisis, se hace más visible la diversidad social existente y al mismo tiempo se tienen que hacer más visibles y más adaptables o más precisos los instrumentos teóricos que el científico social aplica con el fin de entender nuevas formaciones sociales instantáneas.

Es así como una de las nociones más interesantes emanando del pensamiento Zavaleteano, más específicamente en su etapa madura, que figura en El poder dual (1974) la encontramos dentro de lo que el boliviano llamó momento constitutivo y crisis. El procedimiento en este caso de método/teoría se inicia concibiendo las teorías sociales generales como insuficientes a la hora de captar toda la actividad social que se despliega en el ámbito de los movimientos y las disputas ideológicas. Para Zavaleta los métodos occidentales que privilegian el locus del estado contienen puntos ciegos  considerables pues no prestan atención a las condiciones de heterogeneidad cultural y estructural de los objetos de estudio. Este tipo de teorías hace invisible cierto tipo de realidades sociales, limita el conocimiento ya que solo es visible aquello que la teoría general permite ver en tanto relaciones de poder y discursos dentro de la modalidad del conocimiento social. En este sentido, la crisis política constituye un momento privilegiado de conocer y entender más profundamente lo social: las coyunturas son oportunidades para ampliar este saber y para posteriormente tratar de identificar el momento constitutivo de las instituciones que ahora se muestran quebradas y a punto de ceder ante el peso que la crisis les ha arrojado encima. En otras palabras, el momento de la crisis hace más visible la diversidad social existente y permite al investigador social identificar cual es el momento constitutivo de las estructuras que están entrando en crisis para luego reconstruir la historia de reforma de ese momento constitutivo. Para Zavaleta el problema radica en cómo pensar las dos puntas extremas de un evento histórico: desde el momento en que se constituye como tal (donde algo adquiere la forma que va a tener por un buen tiempo en adelante), digamos “A.” Desde tal instante, hasta su crisis, el momento en que está a punto de desaparecer, o entrar a formar parte de la realidad bajo otras formas y cumpliendo otras funciones, o -para completar nuestro esquema alfabético-  “Z.” En este sentido vemos como el procedimiento de Zavaleta consiste en remontarse de una crisis al momento constitutivo.
En estos tiempos donde en las repúblicas latinas de América la función del ideologema parece rotar de campos de significación, las formas de pensamiento Zavaleteana parecen invitarnos a replantar la naturaleza de las crisis como tales y las causas que han permitido que su momento constitutivo haya caído en desfavor.

Tierras Hechizadas (Bolivia, No. 9 Especifica)

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La novela del boliviano Costa du Rels está escrita en clave autobiográfica, desde la experiencia vivida, o parcialmente vivida; se dirige hacia un público ajeno a cualquier asociación con su trama (Tierras Hechizadas fue originalmente publicada en 1939 en francés con el título Terres Embrasees), el público burgués europeo francoparlante y está sustentada en la noción de alguna base factual que pretende concederle legitimidad literaria (factor importante para la crítica de la época). En sus 220 páginas Costa du Rels relata la historia de Carlos, un joven militar ex revolucionario que trató algún cambio político en La Paz pero al ser capturado terminó por aceptar la hacienda de su padre en el suroriente de Bolivia como cárcel. Carlos, educado en artes militares de la academia Francesa no encuentra sosiego en esta tierra tropical dotada de personajes extraños y dominada por su padre Don Pedro, un viejo hacendado que maneja con tiranía excesiva su estado. El que nos relata la desgracia de Carlos y Don Pedro es un narrador sin nombre del que poco sabemos que llega desde Inglaterra acompañado por Mr. Treweek, un ingeniero en busca de petróleo. Costa du Rels agota sus páginas en el ejercicio de la nostalgia y la descripción sensual. En lugar de encontrar una novela balanceada, el lector se encuentra distraído, tal vez tanto como Costa du Rels, en contemplar los farallones, las cuñitas (jóvenes indígenas) y las monstruosidades que Don Pedro adjudica para mantener el orden social.

A pesar de las descripciones no encontramos nada sustantivo que justifique la trama, además de la anticipación irregular que al final termina decepcionando a cualquier lector atento. Tierras Hechizadas está escrita como una postal exótica que desde la perspectiva más masculinista y colonialista intenta ofrecer al europeo francoparlante una invitación al mundo salvaje y erótico del otro americano. Escrita en francés y luego traducida por el mismo autor, la novela se lee como un obsequio del sur hacia el norte, mediada por un traductor autorizado. Parece un obsequio porque dentro de la novela uno parece encontrarse con entidades elementales dentro del repertorio de la exotizacion del sur, o llamémosle un orientalismo latinoamericano: la naturaleza (el clima tanto las plantas) excesivamente fértil en necesidad de un orden y un sentido, el tropo de la mujer que requiere ser defendida o conquistada, la promesa de los recursos baratos y su fácil extracción… Costa du Rels parece ofrecerle al lector cosmopolita del norte una estampa donde todas las fantasías del inconsciente industrializado pueden echarse a rodar dentro de la seguridad de la representación literaria.

Al final, no se sabe que ocurre con los descubrimientos de petróleo, ni con las ideas progresistas de Mr. Treweek o de su acompañante. El desarrollo de los personajes es tan escaso como el de la trama: no sabemos que sucedió con el ingeniero, ni la causa de la tiranía de Don Pedro; no terminamos de entender bien como afectó la Guerra del Chaco (1932–1935) aquella región, ni mucho menos algún otro tipo de evento histórico que permita a du Rels construir alegorías más memorables que las descripciones naturales y costumbristas.

Parece que la novela nunca supo cómo asumirse con respecto a otras obras similares: La vorágine, o Doña Bárbara. Por consecuencia, parece extenderse innecesariamente por casi 200 páginas, solo para después encontrar un final poco notable. A lo menos, un final extraño, pues hacia la pagina 207 encontramos un epilogo que más que ofrecer una resolución concisa, termina extendiéndose como un capítulo más; un capitulo poco coherente donde Costa du Rels en un momento de distracción parece olvidar la localización de sus personajes en el tiempo y en el espacio. En fin, Tierras Hechizadas promete más por el título, y por el bagaje del autor. Luego de 220 páginas, o tal vez antes, entendemos que tal promesa solo ocurrió entre el lector mismo como signo de apuro y que Tierras Hechizadas le falla a su público en más de un frente simbólico.

“The Devil and Commodity Fetishism in South America:” El devenir de un ritual en entredicho (Estados Unidos, No. 1 Teoría)

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“To know is to be associated with everything around one and to enter into and be part of the land.” -Michael Taussig

¿Qué sucede históricamente cuando dos sistemas metafísicos y religiosos chocan con fuerza descomunal como chocaron las civilizaciones americanas con la ibérica en el siglo XV? ¿Qué consecuencias tiene esta colisión apocalíptica que parece arrojar fuera de balance toda una civilización (o las dos civilizaciones)? Sus respectivas certidumbres y verdades fueron descolocadas, puestas en entredicho por el otro; las operaciones lógicas que rigen su funcionamiento religioso afectadas por la presencia de otro sistema tan comprehensivo y completo como el propio, -para no mencionar las consecuencias materiales de destrucción. Y para agregar más profundidad a la cuestión, ¿qué sucede cuando estas dos civilizaciones y sus metafísicas respectivas se ven confrontadas por una tercera fuerza (el capitalismo de monopolio) que pretende reconfigurar de nuevo el valor de las cosas, la naturaleza del tiempo y la labor, y entronar la mercancía como nuevo dios entre dioses; dios que reina sobre los hombre como ningún dios había jamás reinado?

Estas son las preguntas que motivan el estudio del antropólogo australiano Micheal Taussig The Devil and Commodity Fetishism in South America. En este, el médico-venido-antropólogo pretende dar cuenta sobre los enlaces insospechados y no poco siniestros que se trenzan entre diferentes modos de producción y las explicaciones metafísicas elaboradas por el subalterno quien permanece excluido de la ganancia marginal –aunque a la vez agente a la hora de construir sistemas que dan razón de su precaria posición en el orden material de trabajo y recompensa.

Taussig pretende investigar cómo se manifiestan en rituales, en magia y en las metafísicas de los habitantes del Valle del Cauca en Colombia y de Oruro en el occidente de Bolivia el paso violento y traumático entre un orden de producción basado en un valor de uso a otro basado en el valor del intercambio es decir la transición incompleta y dispareja entre modos de producción basados en la reciprocidad y el balance y modos de producción basados en la lógica de la ganancia marginal y la acumulación de capital. Proceso -bien sea dicho de paso- acompañado por una serie de transformaciones en los comportamientos de los individuos y la percepción de los objetos, a saber: el fetichismo de la mercancía como tal, la re-significación de ritos e ídolos prehispánicos para hacer frente a la explotación capitalista, en otras palabras entender cómo el intercambio reciproco del don (Mauss) deviene en intercambio de la mercancía (Marx). Este último proceso resulta inevitablemente crítico a la hora de entender los cambios históricos que han afectado la relación de los mineros bolivianos entre sí mismos y con la unidad de la tierra.

La tesis de Taussig sostiene que las comunidades tradicionales no conocen la figura equivalente del demonio occidental que se deriva de la literatura judeocristiana sino que existen basados en sistemas muchas veces politeístas que le asignan a diferentes dioses, espíritus y otras entidades propiedades muy flexibles, que se caracterizan por cualidades como la dualidad, multiplicidad, neutralidad, cuatriplicidad etc…(179). Naturalmente si se cometen crímenes o se altera el orden natural de la comunidad se administran castigos que constituyen una medida punitiva con el fin de subsanar la falta que se ha cometido contra la tierra o contra la comunidad -digamos una especie de justicia restaurativa. La corrección de estos crímenes se realiza porque se ha violado una normatividad, más no porque se halla traspasado una sacralidad abstracta como podría ser el cometer un pecado. En la tradición metafísica andina no contamos con las duplas polarizadas del bien puro (Dios) y el mal puro (Satanás) como sí en el sistema cristiano. En esta encontramos más bien una serie de espíritus y dioses que se conciben como una entidad dentro de la totalidad; a partir de este conjunto de entidades el individuo procura obrar con su favor, respetando una economía del don (el “hecho social total” de Levi-Strauss), una lógica de reciprocidad, lo que en quechua se conoce como Ayni.

Este orden involucra el ofrecer regularmente ciertos ritos a la Mama Pacha con el fin de obtener su simpatía y su favor a la hora de tomar recursos de la tierra (de ella misma) o de emprender alguna empresa importante. Esta era la lógica que comandaba los procesos sociales y económicos de los pueblos andinos hasta la llegada de los europeos y la violenta instalación de otro tipo de economía, otro tipo de relación con la naturaleza y otras serie de piezas metafísicas que muchas veces sustentaban las bases filosóficas de las anteriores.

De alguna manera la religión andina se transformó y se reoriento -no en menor medida como respuesta a la conquista- hacia la construcción de un repertorio de contención y un reservorio de resistencia con el fin de contrarrestar la imposición total de un sistema metafísico y religioso desconocido. Los ritos andinos evolucionaron para servir de apoyo moral a los más desventajados dentro del nuevo orden de intercambio mercantilista. El Supay que en tiempos prehispánicos había servido varias tareas dentro de la cosmología de los indígenas, en tiempos capitalistas ha reducido su papel como agente contractual con quien se legalizan pactos para ganar riquezas individuales continuando el ciclo de acumulación y el fetichismo de la mercancía.

Después de la llegada del invasor español todo fue trastocado: una economía que giraba alrededor de las comunidades rurales, que se concebía como parte de una totalidad mayor, que no conocía valor en el oro y la plata más allá del ornamental, que -más importantemente- manejaba un balance dentro de lo que se toma y lo que se ofrece del entorno natural, fue violentamente devastada. Sus preceptos fueron cuestionados y deslegitimizados con el fin de instaurar en su lugar nuevas modelos europeos que respondían al culto católico y la acumulación de capital. El hombre blanco no solo destruía el mundo material del indígena, también sus edificios metafísicos y su cosmovisión que consideraba la totalidad como un campo de balances y no como los europeos un objeto para someter y subyugar. Los españoles se dieron a la tarea de extraer sin fin: “Las cantidades extraídas de la tierra excedían de lejos cualquier actividad prehispánica indígena; al final del día el inca era quien estaba endeudado mientras se embarcaba todo el oro posible hacia España. No habría restitución -ni material ni espiritual- suficiente para superar los traumas perpetrados contra los dioses de la montaña, traumas que debido a su dimensión inconmensurable no podrían ser reparados por la capacidad re-sintetizadora de cualquier ritual tradicional (204)” Taussig nos hace entender la extraordinaria extensión del daño causado a estos pueblos no solo a su base económica -y su cuerpo social como tal- sino frente a su relación con los dioses: la afrenta y deuda inimaginable que se había perpetrado en su contra. Luego de semejante saqueo ¿qué ritual puede restablecer el orden prehispánico? Cuando nada se devolvía a la tierra -esperando su favor y la continuación de la fertilidad- sino que se custodiaba celosamente camino a una tierra desconocida, que esperanza quedaba en el indígena sobre el futuro del mundo, sobre su ser y sobre una totalidad original ahora quebrada en todos los puntos?

Es en el contexto de la explotación capitalista primero bajo la industria privada y luego de 1952 bajo el capitalismo de estado que el Challa (ceremonia de reciprocidad con la Mama Pacha) al Supay cobra una forma de pacto con el diablo. Es en parte para pagar esa inmensa deuda casi inconcebible que ha sido infligida por el invasor, que el indígena tiene que iniciar una serie de ofrendas (sangre de llama, alcohol, hojas de coca, cigarrillos). Es en parte también con el fin de lograr la aprobación del Supay y de alimentarlo -para que él (Supay) no se antoje por la carne de los trabajadores mineros- que ellos deciden celebrar estos rituales. Es decir, el Challa constituye una especie de economía reciproca para sostener una economía de mercado donde el fetichismo de la mercancía amenaza al trabajador de forma indirecta, por medio de la revancha del Supay y de forma directa, en forma de muerte temprana por la silicosis o por un accidente fatal.

En The Devil and Commodity Fetishism in South America encontramos una antropología tan distante al cuadro total y empírico que pretendía avanzar June Nash en su estudio We Eat the Mines and the Mines Eat Us. Podríamos especular que para Taussig, la praxis antropológica debe estar orientada hacia una auto reflexión sobre nuestras propias normas y convenios sociales en tanto estudiamos y entendemos las normas y los convenios de los otros. Ésta, debe entender las supersticiones y creencias del otro en tanto estas explicaciones ayuden a revelar hasta qué punto el occidente moderno e industrializado (o posindustrial, basado en las economías de información o creativas) también trabaja con sus propias supersticiones y mitos.

En otras palabras es una tarea dedicada a la desnaturalización de lo mas antinatural como es concebido en el norte global (4). Para realizar esta tarea, un tanto heterodoxa para la fecha de la escritura -1980-, Taussig pretende hacer uso promiscuo de teóricos un tanto marginales en el ejercicio antropológico académico: las frases mesiánicas de Walter Benjamín guían el método materialista dialectico, además de los planteamientos de pensadores como Marcel Mauss, George Bataille, Claude Levi-Strauss, Friedrich Nietzsche y Karl Marx que orientan el análisis dialectico de Taussig para encontrar puntos de iluminación, puntos de especulación dialógica dentro del ejercicio de la antropología como story telling y como herramienta dialéctica de análisis contemporáneo.

“We Eat the Mines and the Mines Eat Us” o como entender más allá de lo concreto (Bolivia, No. 8 Específica)

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“My experience living in mining communities taught me more than anything else, how a people totally involved in the most exploitative, dehumanizing form of industrialization managed to resist alienation” -June Nash

El estudio antropológico de June Nash, We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines, pretende realizar una mirada total sobre el sujeto minero, su historia, sus prácticas sociales, sus prácticas culturales, su rol dentro de la economía nacional, su concepción de la clase obrera y de sí mismo dentro de ésta, su fuerza como sujeto histórico y su fuerza corporal como obrero dentro de las minas de estaño bolivianas.

Sin embargo, en este espacio me interesa más discutir el análisis de Nash sobre los múltiples sistemas de referencia que apoyan el proletariado minero. Es decir, comentar cómo los obreros bolivianos -quienes se encuentran relegados a las clases más precarias dentro del orden capitalistas y sujetos a una condición de doble explotación (interna y global)- logran sostener una cosmovisión capaz de racionalizar su explotación y de promover un espíritu de lucha y superación constante. Un espíritu que le hace frente a condiciones de trabajo inhumanas, opresión estatal sistemática y disputas internas dentro de los órganos sindicalistas a partir de la Revolución Nacional de 1952.

La monografía se puede leer más como un estudio total de los complejos mineros del occidente del país, que una etnografía clásica que pretende clasificar prácticas para luego esbozar un análisis comparativo nacional o regional. Su tesis principal refiere a la generación de una consciencia de clase que emerge desde el hogar y la comunidad, y que deriva su fuerza gracias a la interpenetración de la reproducción social y la producción industrial (XXXIII). En otras palabras, Nash entiende que la formación de una conciencia de clase -en una comunidad periférica como esta- no está desligada de un orden social que genera y mantiene múltiples sentidos a la hora de explicar eventos que parecen inexplicables y desafían la razón; un orden social que además, se beneficia de vínculos muy fuertes y a la vez muy flexibles dentro de la comunidad minera y otras más pequeñas y periféricas (121). De ahí que las secciones más amplias de su estudio estén dedicadas a estudiar las creencias y la conducta en la vida familiar, capítulo 3; el orden natural y el orden sobrenatural, en el capítulo 5; y la comunidad y la conciencia de clases en el capítulo 9. (Tal vez ignoro el capítulo 2 sobre la historia de los mineros debido a mi lectura inmediatamente anterior: A History of Mining in Latin America: From the Colonial Era to the Present del norteamericano Kendall W. Brown.)

Al parecer, este vínculo dentro de la comunidad (comenzando desde el nivel nuclear y que se extiende hasta movilizaciones masivas) con el lugar de trabajo, (con los reclamos de los mineros) constituye el lugar de fascinación y motivación intelectual para Nash. El punto de interés para la antropóloga norteamericana dentro de su estudio radica en estudiar y entender la relación productiva en la que se encuentran dialécticamente posicionados el situ del hogar con el situ de la explotación laboral. Para entender esta relación, Nash despliega una análisis social que presta mucha atención al intermitente papel de la mujer como compañera de lucha o como entidad subordinada a la jerarquía masculina (recordemos que el hogar es el locus apropiado de la mujer y nunca es bienvenida dentro de la mina). Así mismo el estudio trata de comprender porque en este enclave marginal de explotación (la periferia industrial boliviana) se generan este tipo de enlaces entre el hogar y el puesto de trabajo; fenómeno que no es típico en los países más industrializados (332).

Para el lector desprevenido la introducción y los dos prefacios (leo la “versión clásica centenaria” de la Columbia University Press), pueden ser más provechosos que algunos de los capítulos del libro; sobre todo, capítulos (como el 7) que se preocupan más con datos económicos y balances de productividad internos. En los paratextos mencionados, Nash trata de articular una especie de introducción en clave denunciadora acerca de las alarmantes condiciones de explotación en las minas bolivianas con breves anotaciones que se leen como respuestas a estudios subsecuentes o como críticas a monografías tan importantes para la bibliografía como el clásico The Devil and Commodity Fetishism in South America de Michael Taussig. Además incluye algunos ejercicios muy valorables en autor reflexividad profesional y notas biográficas desde el campo que ayudan a situarla como persona y no necesariamente siempre como investigadora durante su permanencia en los complejos extractivos. Este es el caso en el capítulo 6, “Condiciones de trabajo en la mina,” donde Nash se arriesga a pasar algunas horas -y posteriormente realizar varios viajes- al interior de los socavones (171-181); allí nos ofrece una descripción muy sensorial sobre la tenaz rutina del minero, sus estrategias para entender lo inentendible, y para concebirse como agente a la hora de lograr un balance (ayni) dentro del orden de las fuerzas sobrenaturales para asegurar supervivencia y prosperidad (164).

Con respecto a Taussig, Nash arguye que el antropólogo australiano elabora una serie de lecturas sobre los patrones de conducta de los mineros, basado en premisas unidimensionales que subordinan otros significados y no tienen en cuenta una riqueza latente dentro de la metafísica andina. En otras palabras el Supay -o el Diablo como se ha simplificado para el entendimiento de los foráneos- no cumple las mismas funciones operativas que parece cumplir dentro de la narrativa medieval en la que Taussig apoya su lectura; más bien, el Supay es una deidad que posee referentes múltiples dependiendo de las necesidades específicas de la comunidad en determinado momento (y que ha cambiado históricamente de acuerdo a la naturaleza del manejo y de los métodos de producción en las minas). Los rituales nunca son estáticos: muestran diferentes significados en diferentes momentos (XXXVII). La re significación no está ligada de necesidad a prácticas designadas: “pre capitalistas, al fetichismo de la mercancía  o a la personificación del diablo como tal” sino al enriquecimiento desproporcionado de un individuo debido a un pacto con el diablo que ha despojado a sus compañeros de sus justas porciones, ha convertido la acumulación en si en fetiche y ha alterado el balance con las fuerzas de la tierra propiciando algún tipo de venganza por parte del Supay en forma de accidente o de escasez a la hora de encontrar vetas de mineral.

We Eat the Mines and the Mines Eat Us constituye un ensayo destacable dentro de los estudios sociales latinoamericanos, sin embargo parece distraerse por partes en el abundante testimonio del subalterno que pretende incluir. No es en vano que Nash nos advierte en su introducción sobre su intención de no excluir o reapropiarse de las ideas expresadas por sus informantes. Esta inclusión de largos testimonios ciertamente ayuda a la hora de imaginar las situaciones concretas y de ofrecer una suerte de voz al subalterno.

Pero parecen alejar a la voz narrativa de cuestionamientos iniciales, ahora medio olvidados, de un retorno a la teoría o a las clasificaciones más generales para llegar a ciertas conclusiones menos empíricas y más rigurosas a la hora de usar todas las herramientas disponibles al investigador social o de breves descripciones comparativas que pueden ofrecer algún tipo de contextualización. Parece que Nash tiende a concluir sus capítulos y el texto en sí de manera algo apresurada o más bien sin tener muy claro qué hacer con los recién hallados “descubrimientos.” En específico, la conclusión del octavo y el noveno -y último capítulo- dejan al lector un tanto desorientado.

Desde la perspectiva del lector aficionado, las últimas páginas de las secciones se leen como apuntes apresurados donde de repente se redescubre un Marx un tanto olvidado durante el libro. Para agregar a la confusión se discute en lenguaje teórico los debates a favor o en contra de la actividad sindical organizada o espontánea sostenidos por Trotsky, Luxemburg y Lenin en relación con el contexto boliviano. Pero no encontramos algun resumen comprehensivo que logre incluir un análisis -o al menos unas reflexiones- sobre lo que este nuevo corpus (el mundo minero y sus referentes históricos y metafísicos) significa en relación a las múltiples teorías recién expuestas: es decir, como estos descubrimientos fuerzan una reinterpretación de las teorías mencionadas, retan o confirman algunas premisas. Hay que mencionar que Nash realiza algunos gestos más que todo simbólicos o “pronunciatorios” (más no comprehensivos) a propósito de categorías obsoletas empleadas por otros investigadores como Charles Wright Mills: “tradicional” o “moderno,” “heteronomía” y “autonomía” (310).

Finalmente debemos comentar también sobre la forma final del texto propiamente: las dos últimas páginas parecen desafiar el esquema organizativo de cualquier trabajo académico al titularse “Dependency and Exploitation.” La pregunta más obvia nos obliga a cuestionar la razón del subtítulo de esta última sección de solo dos páginas en relación al título del libro: We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines. ¿Por qué Nash asigna solo las dos últimas páginas -interrumpidas por una fotografía y una intervención de una minera- para comentar sobre dependencia y explotación? Si en realidad Nash se ha ocupado durante casi todo el libro a explicar -a veces muy hábilmente- como ocurren estos fenómenos ¿Por qué entonces nos relega a la última sección del último capítulo sin agregar algún tipo de nota explicatoria?

De todas maneras la monografía de Nash a pesar de sus desperfectos constituye un aporte invaluable a la historiografía de la región. En esta, la antropóloga nos ha adentrado al mundo y al ultramundo de los mineros bolivianos, a sus historias, a sus prácticas comunitarias y sus justificaciones sociales y culturales. Además, logra realizar una especie de entrelazamiento -que se había propuesto explícitamente al inicio de su trabajo: situar dentro de la narrativa histórica, testimonios de los habitantes locales para enriquecer las descripciones lineales de los estudios históricos respectivamente. Estas intervenciones permiten alumbrar, con la inmediatez de la voz o con la autoridad del espectador, las narrativas más distorsionadas por los intereses de la hegemonía o por los prejuicios de los obreros. Tal vez hoy es difícil recordar el contexto histórico en el que We Eat the Mines and the Mines Eat Us fue publicado y aún más difícil evaluar los diferentes logros que se dieron en un momento donde la intervención del intelectual denunciando injusticias en el tercer mundo desde el norte global parecía acarrear más importancia que la que contiene hoy. De cualquier manera, el estudio de Nash parece abrir una puerta para la producción de monografías heterodoxas como la suya donde la teoría marxista complementa una serie de testimonios, datos, fotografías.
Extrañé sin embargo algún tipo de referencia a lo literario: Nash no incluye ninguna discusión sobre alguna literatura minera existente ni la escrita por mineros ni los tomos más literarios escritos por escritores liberales-burgueses como Adolfo Costa du Rels. Mucho menos sobre poesía. También eché de menos, en su estudio total, alguna mención a la actividad misma de la extracción, algún tipo de reflexión sobre lo que significa extraer más allá de la definición más común que refiere al mineral como mercancía dentro de un mercado global. A la vez, alguna explicación, más allá de la literal, sobre el título “Devoramos las minas y estas nos devoran” hubiera servido para entender el acto de extraer mejor o tal vez desde otra perspectiva: una que se entienda a sí misma como operación dialéctica ya que la contradicción en la frase parece prometedora a la hora de adelantar algún tipo de análisis especulativo sobre canibalismo, autodestrucción, y relación de la actividad del hombre vis-a-vis la tierra. Quizás propongo dentro de mis propios intereses y al hacerlo le resto mérito al libro, en cualquier caso leer la monografía es obligatorio para entender la explotación de una tierra y de un pueblo comparable con muy pocas o en palabras de Nash entender aquello que no se puede entender.

El coraje del pueblo: un medio y muchas batallas (Bolivia, No. 10 Especifica)

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“La existencia humana y el devenir histórico quedan encerrados en los marcos de un cuadro, en el escenario de un teatro, entre las tapas de un libro, en los estrechos márgenes de una pantalla de proyección. El hombre solo es admitido como objeto, consumidor y pasivo; antes que serle reconocida su capacidad para construir la historia, solo se le admite leerla, contemplarla, escucharla, padecerla. A partir de aquí, la filosofía del imperialismo (el hombre: objeto deglutidor) se conjuga maravillosamente con la obtención de plusvalía (el cine: objeto de venta y de consumo). Es decir: el hombre para el cine y no el cine para el hombre.” – Octavio Getino y Fernando E. Solanas, “Hacia un Tercer Cine”

 

Si el film de Jorge Sanjinés pretende acomodarse dentro de los parámetros de lo que se denominó Tercer Cine lo logra en la medida que su corpus referencial y los límites del medio se lo permiten. Aunque a veces opacado por la difusión de otras cintas como Memorias del subdesarrollo o La hora de los hornos, El coraje del pueblo -junto con La Sangre del Cóndor– precisa ser reevaluado en vista de los recientes debates en torno a la relación con las prácticas económicas de lo que se ha denominado “neoextractivismo.” En lo que resta ofrezco un breve resumen de las tomas y secuencias del film evaluando la discursividad narrativa de las escenas más significativas dentro del desarrollo del relato.

Estamos en Catavi, 1942. El film inicia haciendo paneos muy amplios sobre las dunas del altiplano boliviano que focalizan el lento avance de la masa minera-proletariada, una masa abigarrada, acompañada de niños, mujeres y ancianos. En la medida en que se van acercando al plano primario también aparecen y se acercan miembros de algún batallón del ejército, quienes se van encuadrando para preparar un ataque contra la masa creciente. El crecendo que surge de estas dos fuerzas agitadas se condensa y explota en el momento en que el primer proyectil del ejército penetra el cuerpo de la protesta. Lo que continua es una masacre que ocupa alrededor de 2 minutos, compuesta por cuerpos caídos, gritos, caos, llantos de niños y un pánico generalizado. La masacre concluye, los cuerpos buscan refugio en los médanos desnudos de los alrededores mientras las órdenes de un alto al fuego develan cañones humeantes y las caras expectantes de los militares. Una vez concluida, el film adopta una actitud realista- denunciativa: lo que sigue son encuadres en primer plano de fotografías y retratos de lo que una voz narrativa nos va presentando como “los responsables de la masacre.” El señor Patino, dueño, el señor Eduardo Peñaranda, gerente, el General Barrientos, el General Ovando, etc… En la sucesión de cuadros no solo se nos presenta a “los responsables” sino una serie de matanzas que han proseguido: fechas y nombres se repiten: Masacre de Potosí, masacre de la mina siglo XX, masacre de la mina Sora Sora, masacre de Llallagua, 1952, 1955, 1967… Parece que asistimos a una breve lección de la historia de la violencia en Bolivia. La cinta es una suerte de documental ficcionalizado: la línea narrativa presenta eventos históricos concretos más los “actores” y las escenas se entrelazan como eventos reales dentro de la ficcionalidad de un film que quiere ser históricamente correcto pero que a la vez necesita recurrir a la re-creación para formarse en si como film denunciatorio.
La cinta inicia documentando una protesta de masa de casa como consecuencia de la falta de alimentos en las pulperías de la mina y los altos precios que recientemente han impedido la compra de los alimentos más básicos. Las mujeres como una sola voz replican ávidamente a las excusas y los sofismas gastados del representante de la compañía: el episodio se va tornando tan patético que el representante termina huyendo mientras las amas de casa golpean sus menajes sin cesar. Durante la primera parte de la película se introducen personajes históricos reales: por ejemplo la viuda Felicidad Coca se presenta a sí misma y se localiza dentro de la trama histórica como víctima del abuso de la gerencia, a continuación otra ama de casa -una muy joven Domitila Chungara- da testimonio a la cámara acerca de las medidas inhumanas que la empresa ha instaurado recientemente, sobre todo desde que el General Barrientos ha asumido el poder en noviembre de 1964.

Las mujeres se ven forzadas a realizar este tipo de oposición colectiva debido a dos factores: primero, los líderes sindicales han sido apresados y trasladados a La Paz, y como consecuencia el sindicato ha quedado un tanto desorientado; los hombres son interpelados por el colectivo de mujeres y representados demacrados, ineptos, incapaces de levantarse ante los abusos gerenciales de la mina.

Esa misma tarde, uno de los hombres más jóvenes se acerca a la administración a preguntar que ha acontecido con el grupo de hombres que no se han visto desde hace algunas horas. La pregunta se alarga y al no encontrar respuesta satisfactoria el visitante se altera en la oficina, lanza gritos y abandona el local intempestivamente. En la noche, al salir de alguna taberna es detenido por unos militares abordo de un jeep y llevado a un centro clandestino donde es torturado con el fin de extraer los nombres de los colaboradores incognitos que serían el enlace entre los mineros y la guerrilla del Che.

Esta es la primera vez que el nombre del Che se pronuncia en la cinta: de ahí en adelante aparece sin aparecer, se significa tal vez solo como una suerte de fantasma que al ser conjurado provoca lo peor y lo mejor de los hombres que lo invocan. El Che aparece como un significante que estimula miedo, violencia y amor revolucionario. Dentro del discurso oficial de los militares se prefigura como una amenaza apocalíptica que debe ser contenida, dentro del discurso formal de resistencia proletariada se configura como una oportunidad para acabar con un régimen de opresión y salvajismo histórico, dentro del discurso informal de los mineros aparece como una especie de figura mítica que se teme pero a la vez se espera con impaciencia.

A continuación, algunas secuencias se intercalan donde asistimos a una especia de formato hibrido: breves entrevistas a líderes estudiantiles en la capital se turnan con consignas desde las minas que apoyan la llegada del Che y prometen lealtad a la causa revolucionaria. La secuencia continua hasta llegar al acuerdo de conformar un congreso en alianza con los estudiantes y los mineros de siglo XX que manifieste el malestar colectivo que estos sectores sienten ante las políticas de violencia institucional implementadas por el empresariado minero con el apoyo simbólico y táctico del General Barrientos.

En lo que sigue, pareciera que la cinta se distrajera en una suerte de curiosidad que la lleva a interrogar más acerca de cada perfil opositor, cada estudiante o cada obrero que decide unirse a la oposición militante: son escenas breves e incompletas pero dicen mucho pues abren la narrativa y la pausan para permitir una especie de galería que ensena diferentes rasgos y posiciones políticas de la subjetividad heterogénea que ha entrado en descontento general. Se nos presenta el perfil de un soldado de infantería que reclama que él no puede disparar contra el proletariado de Siglo XX pues él es oriundo de ese lugar. El líder estudiantil Eusebio Gironda Cabrera aparece como presidente de la asociación de estudiantes, quien adopta un discurso más total que trata de incluir no solo la evaluación de la realidad política boliviana sino también su carácter de lacayo subordinado a la mano fuerte del imperialismo norteamericano que azota los repetidos intentos del pueblo boliviano por levantarse. El joven Gironda, hoy día ex asesor de Evo Morales, también proclama la voluntad del sector proletariado minero de unir fuerzas con el Che para traer la revolución de una vez a Bolivia.

En continuación con el desarrollo de esta galería de perfiles, la cámara nos adentra a una sesión sindical que acontece en el centro de una mina donde un líder de la organización de Siglo XX realiza una evaluación muy completa y locuaz sobre la actualidad política boliviana dentro del contexto regional e internacional de la época.
Pero esta galería de perfiles tiene que ceder paso tarde o temprano a la continuación de un desarrollo programático del evento primerio que formaliza y justifica la película; un evento que hasta ahora ignoramos, pero que se presiente debido a la naturaleza denunciatoria y cronológica de la apertura del film: la masacre de la noche de San Juan en las minas de Siglo XX. Alrededor de la marca 1:10, la puesta en escena cambia radicalmente; pasamos del formato de breves entrevistas y charlas en plenarias hacia la dramatización de la masacre. Es noche, en realidad, la noche más fría del año, es 24 de Junio. Poco a poco se nos enseña una Siglo XX en buen estado de ánimo: los obreros están departiendo acompañándose de sus músicas, sus familias y algunas botellas. Sin embargo, empiezan a surgir lentamente algunas siluetas entre las dunas periféricas que van adentrándose como hormigas oscuras al sector residencial de Siglo XX. Estas siluetas pertenecen a los miembros de un batallón asignado a atacar Siglo XX esa noche y aplacar cualquier posibilidad de una alianza con el Che. La mina es atacada indiscriminadamente: las tomas que siguen recuerdan la secuencia introductoria del film, cuerpos baleados, hombres y mujeres, niños y ancianos perforados por ráfagas que se disparan desde las partes más dominantes del relieve local, el caos que produce la balacera lleva a la cámara a buscar refugio en algún edificio o alguna habitación vacante: así, entramos de repente como espectadores a la micro-batalla que sucede dentro de la radio local de la mina: los militares, muy conscientes de la importancia del medio para la movilización de los mineros proceden a destruir la consola y demás equipos. Parece que la sección anterior que intentaba realizar una suerte de galería móvil de diferentes subjetividades tenía como objetivo introducir el discurso de ciertos sujetos para después re-presentarlos en acción. Esta tarea se cumple a medias. Hacia la mitad de la dramatización del ataque a la mina se nos presenta la escena que parecería cerrar varias líneas de pensamientos que habían sido propuestas en el ejercicio expositivo. Dentro de la serie de tomas que presentan en ataque, una irrumpe con especial detenimiento; en el caos del ataque un soldado se rehúsa a disparar contra la masa en huida, su superior le ordena disparar y este se justifica diciéndole que no puede pues él es nativo de allí. El superior le ordena, luego le insulta, pero cuando comprende que el soldado no va a obedecer le dispara a mansalva en el pecho sin vacilar.
Este episodio parece concluir como un ápex una suerte de escalamiento de la violencia y al mismo tiempo un decaimiento de la ética más básica. Cuando el humo se ha disipado y la noche más fría del año, -a la vez la más triste ha concluido- asistimos al funeral de varias víctimas mientras una voz en off como la que durante casi toda la película nos ha explicado diferentes eventos, inicia la lectura de una lista de nombres: mineros y sus familiares quienes han caído masacrados ilegítimamente por el gobierno del carismático pero autoritario Barrientos. Se nos recuerda que los restos se han esparcido, nunca se llevó a cabo un entierro formal de los que desaparecieron y los avisos y marcas que hacían de monumento o memorial han sido derrumbados. Como si la humillación no bastara, la voz nos da noticia de la estrategia del gobierno central de repartir a los hijos y los bebes de los masacrados (“genocidio”) a lo largo del país para que la memoria de aquel evento no se transfiriera generacionalmente.
Sin embargo, la memoria subsiste. La misma voz procede a recordarnos que muchos han desaparecido pero el pueblo posee una fuerza inigualable, una voluntad inquebrantable, un coraje natural. Se enumeran otra vez los culpables de la masacre de San Juan: General Barrientos, General Ovando, Amado Prudencio, así como los asesores militares norteamericanos quienes habían recomendado la ocupación militar del área.
Después de exhibir a los victimarios, El coraje del pueblo parece alejarse de sí mismo o del referente al que quiso agarrarse -unas veces más efectivamente que otras- y adoptar una distancia critica, no para narrar las consecuencias concreta e históricas de la masacre de San Juan, sino para concluir usando una coda que rememora el inicio de la película, un inicio marcado por la violencia frontal y desmedida. Como última secuencia, Sanjinés nos presenta una serie de tomas que retratan a una masa de mineros y sus familias avanzando lentamente por encima del árido paisaje. Tomas que rememoran las iniciales, pero que se diferencian de estas debido al ánimo marchante y a la música valerosa que decididamente acompaña a los mineros hacia un encuentro en primer plano con la cámara.
El coraje de un pueblo puede leerse como documento denunciatorio; pero mas interesante aun como un momento de intersección privilegiada en las luchas del sur global. Aquí, varias líneas de evaluación critica articuladas hacia cierta praxis coinciden en planos espaciales y temporales; al coincidir se iluminan, se reflejan la una en la otra, y nos ayudan a entender un poco mejor la búsqueda de cierta emancipación por parte del subalternado latinoamericano. El formato -hibrido, abigarrado-, nos remonta a un referente que se conforma como especularidad del film, y que siempre escapa cualquier intento de teorización o representación totalizante.

El Jardín: un trasplante sin fin (Bolivia, No. 13 General)

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Anima est quodammodo omnia.

El jardín de Nora pertenece al grupo de textos cortos y raros que por su precisión y economía se acercan más a la poesía que a la prosa o la idea de la novela total. Llegan a la mente títulos como El jardín de la señora Murakami de Mario Bellatin o Bonsái de Alejandro Zambra (incidentalmente los tres trabajan sobre el tema de la planta -o el jardín- y contraponen un sujeto con el ser árbol). Con clara atmósfera autobiográfica, El jardín de Nora narra la historia de una joven pareja de austriacos que viven en La Paz. Franz y Nora se han instalado hace algunos años allí sin mayores dificultades: Franz trabaja mucho, casi nunca está en casa y Nora se ocupa de su jardín con dedicación. Hasta ahí nada extraordinario, sin embargo las cosas empiezan a alienarse lentamente. Una tarde mientras Nora plancha las camisas de trabajo de Franz, su jardinero le trae la espantosa noticia de la desaparición del rosal del fuego, el arbusto favorito de la pareja traído desde Viena y cuidado con esmero como la joya de la corona de su jardín; esta planta no solo ha desaparecido sino que han abierto en la tierra una grieta ancha profunda: una grieta que parece absorber las energías de Nora y permea el texto de un aire siniestro de duda y anticipación. Uno a uno van despareciendo los arboles más frondosos del jardín, Nora entra en episodios de histeria y se nos recuerda como -durante cada momento dramático de la historia- le emana recurrentemente de su pecho con dolor una lecha agria. Nora desespera y envía a llamar a un brujo local para que haga un rezo y despoje de cualquier hechizo el jardín clarificando de una vez la extraña desaparición de los árboles.

Casi por accidente el narrador comenta acerca de los diez hijos que Nora y Franz que han tenido: son mudos y viven en una especie de edificio anexo de 10 habitaciones y bajo la supervisión de Frau Wunderlich. El desenvolvimiento del primer plano se ve interrumpido a veces por las rememoraciones de Nora acerca del pasado reciente, de su arribo a La Paz, de construcción de la casa, de su dificultad para iniciar un jardín al estilo vienés en esta tierra tan diferente, apreciaciones sobre la geografía donde se asienta la ciudad que es una especie de olla gigante. También se nos recuerda -como de paso- que los niños son mudos porque cuando cumplen 5 años sus padres los llevan individualmente al jardín y en una especie de ritual les piden que nombre al nomo -una pequeña figura de madera que ellos han traído desde Austria- como el guardián del jardín, todos permanecen enmudecidos y anonadados; Franz, harto de la falta de palabras se desespera y termina acobardando con gritos a los chiquillos que son enviados a la guardería donde poco a poco suman diez.

Al final los rezos del brujo funcionan. Luego de un ritual algo embarazoso donde se sumerge a los niños a una mezcla rara de hierbas, alcoholes, tierras y perfumes parece que ha cesado la violación del jardín. Se les informa a los padres que pueden atender un almuerzo con sus hijos -a los cuales les habían impartido unas clases terapéuticas- para que recuperasen la facultad del habla. Ellos asisten como si se tratara de un banquete de caridad, y muy distantes reciben con amplias sonrisas las demostraciones de vocalización básica que los jóvenes preforman. La agitación dentro del recinto crece, Franz se ríe a carcajadas y aprueba los sonidos en coro, mientras Nora aturdida y con un rumor alado bajo el pecho vuelve a sentir el dolor que trae la leche al abrirse paso en sus senos. Los muchachos concluyen una corta demostración al coro y al unísono “Bbbbbuuuueeeccccooo¡”Espantada Nora se siente caer en imaginarios rocosos y sin fin, no sabemos nada más. La historia termina un párrafo después con un final que es anunciado más poco determinante. “Al otro lado del hueco no había nada. ‘Phutunhuicu,’ pronunciaron correctamente cuando aprendieron a hablar los mudos, ‘Phutuncuicu’ que en buen aimara es ‘phutunku’ y en buen castellano es hueco. Pero nadie los entendió” (65).

Leer El Jardín de Nora dentro de la lectura parricida un primer impulso: es la más cercana a los referentes dados y tal vez la más obvia. Podríamos aventurar que los hijos deciden no ejercer oposición dentro del código de lo cultural (recordemos la temprana distinción antropológica entre “cultura y naturaleza”) ya que no hablan y se remiten a usar las acciones físicas como lenguaje para entrar en comunicación con sus padres, que parecen entender solo el mundo de las acciones concretas en tanto la atención y el cuidad paternal se ve dirigido solo hacia el jardín.

Nora y Franz entierran a sus hijos en vida (los destierran), pero sus hijos vienen a ser sustituidos para sus propios afectos y necesidades paternales por los árboles y arbustos que Nora siembra y atiende como si fueran sus hijos. Estos, -simbolizados en arboles- son lentamente desterrados uno por uno por ellos mismos (los hijos mudos) como para cobrar venganza y constatar que ellos no quieren ser parte de ese jardín, de ese espacio putativo de sustitución y suplemento afectivo.

El arrancamiento de los arboles (si es que son los hijos los autores de estos pequeños atentados terroristas) parece entonces un ajuste de cuentas con una pareja narcisista y tiránica: Nora y Franz habitan a sus anchas una casa amplia y la usan como fondo para sostener largas sesiones eróticas, para sostener fiestas a escondidas de sus hijos… al final sus hijos nunca aparecen tratados como tales o siquiera como miembros de la familia; la narración misma dedica más tiempo a imágenes poéticas como Nora planchando el cuello de almidón de las camisas de Franz, o su noche de contemplación del cuadro de Rafael Stanza della Segnatura, que describiendo a los niños o explicando porque se mantienen estas extrañas circunstancias en la casa.

Pero también hay una implicación social en la narrativa que no debe descuidarse si nos entregamos al análisis psicológico de lleno. ¿Que podríamos arriesgar primeramente, en torno al impulso totalitario de replicar un modo de orden y de goce estético exactamente en un país enteramente ajeno? ¿Qué nos dice el hecho que Nora no adopte especies de plantas, patrones decorativos o principios de jardinería nativos? ¿Qué impulso de no perder un cierto anclaje cultural se ve objetivisado en el trasplante literal de un oficio y unas especies europeas -entendidos estos como experiencia estética y cultural? Los desgarramientos sucesivos de los árboles del jardín podemos leerlos como alegoría a la condición descentrada del inmigrante quien desea encontrar o replicar un cierto número de prácticas “tal como en casa” para encontrar una semblanza y una solidez donde poder anclar su subjetividad.

En este sentido, Nora ha replicado los patrones ornamentales que remiten a la tierra de su infancia y su cultura. Sin embargo las violaciones y las heridas abiertas nos acuerdan de lo inestable que puede ser esta solidez, lo ficticio del movimiento hacia lo cierto, y cualquier sueño de arraigamiento, identidad y pertenencia. Cada arranque de la planta es como un desarraigo pero de segundo nivel. Nora ha intentado ocupar un espacio identitario dentro de la diferencia y hasta cierto punto lo ha logrado -mientras vive en el país ajeno- pero hasta cuándo se puede aferrar a un pasado efímero, una identidad deformada a lo largo del tiempo y una imagen del mundo -tan estable como ilusoria- tal como se representa en el arte? No por mucho más… Ha llegado la hora de ceder a la diferencia y ceder es dejar un espacio, ofrecer un espacio, para que ésta se inserte dentro de lo más estable y lo más fijo que habíamos tratado de mantener y cultivar.

Los árboles que arrancan del jardín serian marcadores de una subjetividad fija que se van desvaneciendo a medida que su jardín va cambiando de forma. No hay final, nadie comprende que lo diez hijos mudos dicen “hueco” así como nadie entiende porque los arboles desaparecen sin cesar. La entrada de la diferencia hacia la identidad ha ocurrido silenciosamente. Al final somos como Nora y estamos desterrados literalmente. Nora y Franz están desterrados y sus hijos doblemente pero aun así –o por esta razón- comprenden su condición; una sin hogar, sin residencia, un estado permanente de homelessness.

Domitila o la continuidad del salvajismo en Bolivia (Bolivia No. 4 Especifico)

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Antes que nada, muchas cosas se pueden decir de este libro, tantas que rebasan el espacio proveído aquí. Por eso me limitaré a comentar el quiebre entre posiciones “feministas” como se palpó en Mexico durante la Tribuna del Año Internacional de la Mujer y la localización propia y autoreflexiva -aunque aparezca en instancias un tanto escasas- de la subjetividad de Domitila dentro del sistema de intercambio capitalista. Hacia el final de su autobiografía Si me permiten hablar… Testimonio de Domitila una mujer de las minas de Bolivia, Domitila Barrios de Chúngara nos relata su visita a México y su participación en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, evento organizado por las Naciones Unidas en 1975. Parece que en el evento Domitila no encuentra cual es el propósito de su visita: paneles disparatados, temas incomprensibles, edificios que desorientan, en fin… Pero todo esto parece cambiar cuando al ser interpelada por una “feminista burguesa” de Mexico, Domitila quiebra la mala racha que acarrea, -ese bloqueo mental digamos- y le contesta hablándole (y hablándonos de alguna manera a todos al mismo tiempo) sobre su realidad y evidenciando que por momentos, nos encontramos con el caso mismo de lo que Jacques Ranciere ha teorizado acerca del “desacuerdo.” En este caso, el significante al que ambos interlocutores se refieren (o creen referirse) parece no coincidir en una misma entidad; es solo al entablar debates y formular reclamos que entendemos que las partes están hablando sobre cosas diferentes. Domitila, naturalmente habla de “lucha” y su colega feminista mexicana también habla de “lucha” pero para las dos este significante en común, que intuitivamente debería servir de punto de comunalidad, solo hace aumentar la confusión. Al replicarle a la feminista mexicana, Domitila articula de una sola tirada uno de los párrafos más memorables de la biografía y que por su consistencia podría resumir todo el libro. Lo cito para recordar la fuerza del discurso de Domitila; a demás, al responderle a la feminista mencionada, Domitila no solo expone su causa de manera clara sino que pareciera que nos estuviera hablando a todos en una exposición muy clara de sus experiencias y lo que ella ve como una especie de meta o de conclusion de su lucha. Domitia dice,
“Me subí y hablé. Les hice ver que ellas no viven en el mundo que es el nuestro Les hice ver que en Bolivia no se respetan los derechos humanos y se aplican lo que nosotros llamamos “la ley del embudo”: ancho para algunos, angosto para otros. Que aquellas damas que se organizan para jugar canasta y aplauden al gobierno tienen toda su garantía, todo su respaldo. Pero a las mujeres como nosotras, amas de casa, que nos organizamos para alzar a nuestros pueblos, nos apalean, nos persiguen. Todas esas cosas ellas no veían. No veían el sufrimiento de mi pueblo…no veían como nuestros compañeros están arrojando sus pulmones trozo más trozo, en charcos de sangre…
No veían como nuestros hijos son desnutridos. Y claro, que ellas no sabían, como nosotras, lo que es levantarse a las 4 de la mañana y acostarse  a las 11 ó 12 de la noche, solamente para dar cuenta del quehacer doméstico, debido a la falta de condiciones que tenemos nosotras.
-Ustedes- les dije- ¿qué van a saber de todo eso? Y entonces, para ustedes, la solución está con que hay que pelearle a hombre. Y ya, listo. Pero para nosotras no, no está en eso la principal solución.
Cuando termine de decir todo aquello, más bien impulsada por la rabia que tenía, me bajé. Y muchas mujeres vinieron tras de mí… ” p. 226.

Varias cosas quedan claras luego de esta breve intervención. Domitila ha de alguna manera “limpiado las aguas” y definido el problema y las líneas de debate. Al finalizar, varias mujeres estan tan conmovidas por su discurso que le imploran que se convierta en la representante de las mujeres latinoamericanas en la conferencia. Pero propongo que estudiemos los hilos teoricos de su argumento sin caer en alabanzas reduntantes: Domitila de un solo brochazo propone que su problema es el problema de la mujer latinoamericana, es decir, asume el monopolio de los reclamos y dibuja un panorama en el que sus demandas políticas encapsulan todas o casi todas las demandas políticas de las mujeres del continente. En el mismo gesto logra muy hábilmente definir un nosotros contra un ustedes -que recuerda aquellas categorías políticas que Schmitt definia hacia mitad de los años 20’s en el contexto de la Alemania de Weimar. Schmitt argüía que la distinción más básica entre facciones políticas opuestas (una distinción “que se determina existencialmente”) radicaba en la diferenciación de “amigo contra enemigo,” y que ésta era la esencia de lo político en contraposición a un mero “politics.” Y lo restante del texto solo confirma esta distinción binaria que facilita su posicionamiento vis-a-vis una plataforma hegemónica. Podríamos argumentar que la labor antagónica de Domitila y el Comité de Amas de Casa tiende a dibujarse desde estos lineamientos y estas lecturas de la realidad para formar paisajes políticos claros y evitar lugares de ambigüedad o que reten los ideales abstractos por los que luchan. Imagino que esta labor se facilita por la particularidad del campo de lucha, sus condiciones materiales e históricas y la singularidad del mismo. Hoy día, sin embargo, incrustados en un orden capitalista agudo -que nos atraviesa innumerablemente desbaratando cualquier sueño de subjetividad revolucionaria- resulta un tanto más difícil definir una posición clara en tanto amigo-enemigo y -aun mas-, formular un telos abstracto como “el bienestar” o “la justicia” a la manera de Domitila en sus elucubraciones como meta final de cualquier lucha emancipatoria. También queda claro el aparato retórico que Domitila usa para recurrir a cierto pathos, un rasgo que ha marcado su biografía y que sirve para apelar al lado afectivo del lector. No son estas críticas contra la labor de Domitila sino más bien un esfuerzo de entender los quiebres y las fisuras que afectan cualquier lucha y que la problematizan.

En algunos pasajes, sobre todo cuando Domitila se posiciona como sujeto dentro de la maquinaria capitalista, se percibe que en realidad ella misma trataba de problematizar su rol dentro del comité o como productora de bienes o servicios en tanto miembro de un sistema total. Es curioso notar sus observaciones sobre los campesinos y el Frente Campesino tan disímil a la confederación de mineros o a los diferentes conglomerados que aglutinan a las varias organizaciones obreras. Recordemos su preocupación por los trabajadores rurales cuando entra en contacto con la realidad del campesinado en tierra caliente, en Los Yungas. Domitila más de una vez aboga por salarios adecuados para que los campesinos no tengan que mendigar sus insumos o acarrear una vida en deuda perpetua al patrón o para que los mineros puedan pagar debidamente los vegetales y las carnes que consumen en las minas.

Así mismo Domitila logra entender que la lección principal para los trabajadores es que noten que no solo a ellos los están explotando sino que a su familia y a las mujeres y a los hijos en general también están sometiendo a una explotación o se podría agregar hiper-explotación sistemática.  p. 237. En este sentido retornamos a la idea inicial: el que la gente entienda que la explotación del minero es la explotación de un pueblo entero, y que si los y las feministas “luchan por la liberación de la mujer” deberían ver más allá de sus narices y luchar por la liberación que nos rescate del sistema o una emancipación que nos libere del sistema (a liberation not of the system but from the system). Este es el punto de desacuerdo que parece concluir la narrativa de Domitila en su capitulo sobre la Tribuna de la Mujer: el desfase entre las realidades y los objetivos de grupos que aparentemente en búsquedas comunes.
Para cerrar esta entrada no quería dejar por fuera un par de datos que resaltan en la actividad de lectura. Domitila trata en su texto, temas interesantes de manera algo periférica pero que ameritan ser estudiados con más detenimiento en tal vez otro espacio, a saber: el rol de los medios de comunicación modernos; el papel fluctuante de la iglesia y de los religiosos, (no solo grupos católicos sino la presencia de Testigos de Jehová y sus relaciones con Domitila); las relaciones familiares y los dramas propios de cualquier familia; y las actitudes ambiguas que tienen con los miembros de la fuerza publica como soldados suboficiales u oficiales de alto rango.
Nota marginal: leer el testimonio de Domitila fue lastimosamente como leer el Huasipungo otra vez, pero contemporáneo. Encontramos problemas similares -aunque las narrativas están distanciadas por siglos en sus tramas y universos ficticios! Tristemente vemos como las burguesías perpetúan décadas de abuso extremo, situaciones de casi esclavitud, una conceptualización de la vida indígena como vida descartable o como objeto instrumentalizado en la explotación de los recursos naturales, una corriente que viene desde la colonia de ignorar, o simplemente estigmatizar al otro indígena para continuar los abusos, (de llamarle perezoso cuando está enfermo, de llamarle bruto cuando no hay una comunicación efectiva, de llamarle abusador cuando roba por física hambre, y de continuar una estructura de engaños basados en doctrinas católicas con fines de dominancia) en fin… son hebras que han marcado la historia del continente y que han dejado su huella en la narrativa nacional y regional tanto en la ficción como en el testimonio o el ensayo. El testimonio de Domitila es valioso en tanto representa la continuidad de estas lineas de violencia y revelan la estructura -desde innumerables angulos- de estas genealogias de la maldad.