Anima est quodammodo omnia.
El jardín de Nora pertenece al grupo de textos cortos y raros que por su precisión y economía se acercan más a la poesía que a la prosa o la idea de la novela total. Llegan a la mente títulos como El jardín de la señora Murakami de Mario Bellatin o Bonsái de Alejandro Zambra (incidentalmente los tres trabajan sobre el tema de la planta -o el jardín- y contraponen un sujeto con el ser árbol). Con clara atmósfera autobiográfica, El jardín de Nora narra la historia de una joven pareja de austriacos que viven en La Paz. Franz y Nora se han instalado hace algunos años allí sin mayores dificultades: Franz trabaja mucho, casi nunca está en casa y Nora se ocupa de su jardín con dedicación. Hasta ahí nada extraordinario, sin embargo las cosas empiezan a alienarse lentamente. Una tarde mientras Nora plancha las camisas de trabajo de Franz, su jardinero le trae la espantosa noticia de la desaparición del rosal del fuego, el arbusto favorito de la pareja traído desde Viena y cuidado con esmero como la joya de la corona de su jardín; esta planta no solo ha desaparecido sino que han abierto en la tierra una grieta ancha profunda: una grieta que parece absorber las energías de Nora y permea el texto de un aire siniestro de duda y anticipación. Uno a uno van despareciendo los arboles más frondosos del jardín, Nora entra en episodios de histeria y se nos recuerda como -durante cada momento dramático de la historia- le emana recurrentemente de su pecho con dolor una lecha agria. Nora desespera y envía a llamar a un brujo local para que haga un rezo y despoje de cualquier hechizo el jardín clarificando de una vez la extraña desaparición de los árboles.
Casi por accidente el narrador comenta acerca de los diez hijos que Nora y Franz que han tenido: son mudos y viven en una especie de edificio anexo de 10 habitaciones y bajo la supervisión de Frau Wunderlich. El desenvolvimiento del primer plano se ve interrumpido a veces por las rememoraciones de Nora acerca del pasado reciente, de su arribo a La Paz, de construcción de la casa, de su dificultad para iniciar un jardín al estilo vienés en esta tierra tan diferente, apreciaciones sobre la geografía donde se asienta la ciudad que es una especie de olla gigante. También se nos recuerda -como de paso- que los niños son mudos porque cuando cumplen 5 años sus padres los llevan individualmente al jardín y en una especie de ritual les piden que nombre al nomo -una pequeña figura de madera que ellos han traído desde Austria- como el guardián del jardín, todos permanecen enmudecidos y anonadados; Franz, harto de la falta de palabras se desespera y termina acobardando con gritos a los chiquillos que son enviados a la guardería donde poco a poco suman diez.
Al final los rezos del brujo funcionan. Luego de un ritual algo embarazoso donde se sumerge a los niños a una mezcla rara de hierbas, alcoholes, tierras y perfumes parece que ha cesado la violación del jardín. Se les informa a los padres que pueden atender un almuerzo con sus hijos -a los cuales les habían impartido unas clases terapéuticas- para que recuperasen la facultad del habla. Ellos asisten como si se tratara de un banquete de caridad, y muy distantes reciben con amplias sonrisas las demostraciones de vocalización básica que los jóvenes preforman. La agitación dentro del recinto crece, Franz se ríe a carcajadas y aprueba los sonidos en coro, mientras Nora aturdida y con un rumor alado bajo el pecho vuelve a sentir el dolor que trae la leche al abrirse paso en sus senos. Los muchachos concluyen una corta demostración al coro y al unísono “Bbbbbuuuueeeccccooo¡”Espantada Nora se siente caer en imaginarios rocosos y sin fin, no sabemos nada más. La historia termina un párrafo después con un final que es anunciado más poco determinante. “Al otro lado del hueco no había nada. ‘Phutunhuicu,’ pronunciaron correctamente cuando aprendieron a hablar los mudos, ‘Phutuncuicu’ que en buen aimara es ‘phutunku’ y en buen castellano es hueco. Pero nadie los entendió” (65).
Leer El Jardín de Nora dentro de la lectura parricida un primer impulso: es la más cercana a los referentes dados y tal vez la más obvia. Podríamos aventurar que los hijos deciden no ejercer oposición dentro del código de lo cultural (recordemos la temprana distinción antropológica entre “cultura y naturaleza”) ya que no hablan y se remiten a usar las acciones físicas como lenguaje para entrar en comunicación con sus padres, que parecen entender solo el mundo de las acciones concretas en tanto la atención y el cuidad paternal se ve dirigido solo hacia el jardín.
Nora y Franz entierran a sus hijos en vida (los destierran), pero sus hijos vienen a ser sustituidos para sus propios afectos y necesidades paternales por los árboles y arbustos que Nora siembra y atiende como si fueran sus hijos. Estos, -simbolizados en arboles- son lentamente desterrados uno por uno por ellos mismos (los hijos mudos) como para cobrar venganza y constatar que ellos no quieren ser parte de ese jardín, de ese espacio putativo de sustitución y suplemento afectivo.
El arrancamiento de los arboles (si es que son los hijos los autores de estos pequeños atentados terroristas) parece entonces un ajuste de cuentas con una pareja narcisista y tiránica: Nora y Franz habitan a sus anchas una casa amplia y la usan como fondo para sostener largas sesiones eróticas, para sostener fiestas a escondidas de sus hijos… al final sus hijos nunca aparecen tratados como tales o siquiera como miembros de la familia; la narración misma dedica más tiempo a imágenes poéticas como Nora planchando el cuello de almidón de las camisas de Franz, o su noche de contemplación del cuadro de Rafael Stanza della Segnatura, que describiendo a los niños o explicando porque se mantienen estas extrañas circunstancias en la casa.
Pero también hay una implicación social en la narrativa que no debe descuidarse si nos entregamos al análisis psicológico de lleno. ¿Que podríamos arriesgar primeramente, en torno al impulso totalitario de replicar un modo de orden y de goce estético exactamente en un país enteramente ajeno? ¿Qué nos dice el hecho que Nora no adopte especies de plantas, patrones decorativos o principios de jardinería nativos? ¿Qué impulso de no perder un cierto anclaje cultural se ve objetivisado en el trasplante literal de un oficio y unas especies europeas -entendidos estos como experiencia estética y cultural? Los desgarramientos sucesivos de los árboles del jardín podemos leerlos como alegoría a la condición descentrada del inmigrante quien desea encontrar o replicar un cierto número de prácticas “tal como en casa” para encontrar una semblanza y una solidez donde poder anclar su subjetividad.
En este sentido, Nora ha replicado los patrones ornamentales que remiten a la tierra de su infancia y su cultura. Sin embargo las violaciones y las heridas abiertas nos acuerdan de lo inestable que puede ser esta solidez, lo ficticio del movimiento hacia lo cierto, y cualquier sueño de arraigamiento, identidad y pertenencia. Cada arranque de la planta es como un desarraigo pero de segundo nivel. Nora ha intentado ocupar un espacio identitario dentro de la diferencia y hasta cierto punto lo ha logrado -mientras vive en el país ajeno- pero hasta cuándo se puede aferrar a un pasado efímero, una identidad deformada a lo largo del tiempo y una imagen del mundo -tan estable como ilusoria- tal como se representa en el arte? No por mucho más… Ha llegado la hora de ceder a la diferencia y ceder es dejar un espacio, ofrecer un espacio, para que ésta se inserte dentro de lo más estable y lo más fijo que habíamos tratado de mantener y cultivar.
Los árboles que arrancan del jardín serian marcadores de una subjetividad fija que se van desvaneciendo a medida que su jardín va cambiando de forma. No hay final, nadie comprende que lo diez hijos mudos dicen “hueco” así como nadie entiende porque los arboles desaparecen sin cesar. La entrada de la diferencia hacia la identidad ha ocurrido silenciosamente. Al final somos como Nora y estamos desterrados literalmente. Nora y Franz están desterrados y sus hijos doblemente pero aun así –o por esta razón- comprenden su condición; una sin hogar, sin residencia, un estado permanente de homelessness.