La novela de Cesar Vallejo, La Virgen de los Sicarios se desborda a si misma en una especie de agujero negro que lo traga todo. Sus protagonistas, son solo tres: Fernando, Alexis y Wilmar, -podría decirce que Medellín es uno mas- su trama es sencilla. Fernando un hombre maduro e intelectual, regresa a Medellin después de muchos años de ausencia. Pero al regresar a su ciudad, encuentra muchas cosas diferentes, especialmente una situación de violencia y crimen diseminada por doquier. Fernando encuentra compañía en Alexis, un muchacho homosexual de las comunas que se ocupa como sicario.
Alexis como cualquiera de su profesión recorre la ciudad -al servicio de algún patrón o algún encargo- cometiendo atrocidades. Pero ahora que Fernando ha entrado a su vida, los dos hilvanan una especie de ocio burgués-subalterno: recorren la ciudad mientras Fernando le enseña a Alexis sitios históricos, completamente morfados, visitan templos que Fernando relaciona los recuerdos de su niñez, en fin, Fernando le enseña a Alexis una ciudad que el desconoce y Alexis por su parte le hace conocer toda una subcultura dueña de un imaginario muy rico que fascina a el escritor recién llegado. Alexis por su parte se convierte en una suerte de el ángel de la muerte: asesina a todo aquel que se cruce en su camino y que provoque el descontento de ambos. La sinrazón del asesinar al primero que se rehuse a cualquier orden, un taxista, un ladrón en huida, parece complementar y exacerbar el nihilismo de Fernando. El clímax de la obra llega cuando Alexis es asesinado -en una avenida de la ciudad en pleno día- por dos sicarios en una moto descrito en una escena conmovedora. Esto lleva a que Fernando emprenda una búsqueda por el asesino. En medio de esta desesperanzadora empresa, Fernando conoce a otro muchacho quien también labora como mercenario, con el cual inicia una relación erótica bajo las mismas condiciones de la anterior, Wilmar.
Al Wilmar entrar en la vida de Fernando, este último lo empieza a relacionar obsesivamente con Alexis. De igual manera, Wilmar sigue siendo el ángel exterminador mientras sigue el itinerario de visita a iglesias y sitios de la nostalgia de antaño de Fernando. Poco después Fernando se entera que quien asesinó a Alexis es el mismo Wilmar. Como respuesta a esa dramática noticia Fernando decide terminar con la vida de Alexis para vengarse, sin embargo, no se atreve, porque lo ama pero también porque Wilmar mas tarde le revela que en realidad solo había asesinado a Alexis porque este había matado a su hermano.
La Virgen de los Sicarios concluye en otro cuadro trágico. Agobiado por tanta violencia y un estado continuo de guerra total, Fernando le pide a Wilmar que se vayan del país, Alexis asiente pero le dice que antes quiere ir a la casa a despedirse de su madre. Fernando lo espera impacientemente en el apartamento, pero recibe una llamada de las autoridades que le ordenan que debe ir a identificar el cadáver de un desconocido, un joven que tenía su número telefónico en un papel en el bolsillo. Fernando, que ha pregonado la muerte temprana de si mismo y de la ciudad, de todos, en ese fatalismo tan propio, conduce hacia la morgue para descubrir que aquel desconocido es Wilmar.
Tomando cierta distancia podemos entender La Virgen de los Sicarios como una carta abierta al país escrita -al decir de W.G. Sebald- bajo el ruido de las bombas. Un documento más que de denuncia -como había sido estructurada parte de la producción de la novela pre-boom en Colombia (pensemos en La vorágine o en Toá) uno podríamos decir, de shock, decepción y abandono. Fernando llega del exterior, realiza pequeños toures nostálgicos personales, conoce a Alexis, conoce a Wilmar, se impresiona con la muerte indiscriminada, luego se acostumbra, al final no soporta el ritmo de muerte, abandono estatal, la idiosincrasia, y contempla el suicidio desde lo alto de un puente en el centro de la ciudad. Fernando no acaba con su propia vida, pero si acaba su retorno a una ciudad desdibujada luego de varias décadas de trastornos colectivos; termina huyendo, encerrándose en un bus provincial con destino a cualquier parte y despidiendo al lector sin mayor protocolo. Su relato ha perdido toda esperanza y se perfila -en forma y en contenido- como la prueba de un pesimismo que es evidente, que se justifica y del cual seria ilusorio poder escapar. En si, la novela -bajo la voz autobiográfica de Fernando Vallejo- parece agrupar al ser social en dos rubros avasalladores. En el primero se preocupa por castigar a los demás: por ilusos, por despreciables; en el segundo los considera pobres almas ingenuas, inconscientes de su propósito en la tierra.
Desde el ángulo histórico nacional es evidente que la historia se ubica claramente después de la muerte de Pablo Escobar en 1993, lo que propicio que las bandas de sicariato que estaban al servicio del mayor capo del narcotráfico, se quedaran sin el empleo que les proporcionaba las mafias. A su vez, la violencia -como la novela- se desborda de su espacio contenido y penetra las calles de una ciudad agobiada por la rutina de muerte. No solo las calles albergan cuerpos sin vida y se ven invadidas por las políticas de la revancha sino el mismo sujeto paisa deviene en una especie de cifra de muerte: si no afectado por su contacto directo con una víctima de la violencia desmesurada entonces estigmatizado como miembro de un grupo regional asociado con los excesos del narcotráfico y la corrupción institucionalizada. La Virgen de los Sicarios no contraviene esta idea, mas bien se prefigura como su poética, una contingencia historia singular dentro del devenir no teológico del ser y el absoluto.