Historia de rocas

Yo estudio los minerales convertidos en historias. Mi tesis se pregunta qué es la literatura minera y por qué hay una literatura preocupada por metales, preocupada por hombres y mujeres consumidos por estos elementos y por países enteros dedicados a fabricar polvo que como dice el protagonista de En las tierras de Potosí, “el país [Bolivia] se reduce a ser una inmensa fábrica de polvo” (Mendoza, 52). 

Yo estudio cómo y de qué manera narradores y narradoras diversas clases y países se han interesado por entender la circulación de estos cuerpos, la valoración de la materia dentro de la lógica del equivalente general: en otras palabras, la dinámica de los metales y una constelación de objetos que los orbitan. Esta materia, formada bajo presiones y temperaturas extraordinarias, es la misma que se encadena dentro del aparato de (re)producción capitalista global en nuestra región latinoamericana desde el siglo XVI a través del despegue del imperio español y el despojo y acumulación subsecuente.   

Esta materia, oros, metales pesados, minerales, salitres, sales, piedras preciosas y semipreciosas etc., han echado a rodar la maquinaria del imperio y de la naciente modernidad de manera violenta pero productiva, rapaz pero fascinante en la inserción del subsuelo dentro del frenético baile de las mercancías del siglo diecinueve. 

Esta materia (encadenada dentro del intercambio) también ha activado la producción de historias –en tanto profesionales como no–, que nos revelan algo (y al mismo tiempo nada) sobre la fascinación humana con lo no-vivo, con lo natural-inerte, con la materia más básica y más simple: el elemento, los bloques que forman montañas, los volcanes que violentamente conjuran la materia en sus tres estados, los desiertos parecen albergar no-vida, pero esconden–como en el caso del norte de Chile–verdaderos reservorios de estímulo vital en forma de fertilizantes, las sierras interminables del Perú que instalan en sus cantores una suerte de pasión maldita, donde la fascinación por lo sublime oculta una pulsión espectral que bordea la anticipación de la muerte. ¿Qué hay en el mineral que nos atrae y aburre tanto al mismo tiempo? ¿Qué hay de especial en un cuarzo o un grano de arena? Pero también, ¿Qué hay de desdeñable en una porción de pirita o un tajo de ágata? 

Esta materia es materia prima para los industrialistas del continente, pero también para los trovadores y cuenteros que entonaron tanto odas al salitre, como réquiems a los hombres que dejaron su vida en la mina, o a los que se trajeron un pedazo de mina y muerte en su pulmón que los rebaja lentamente.  

Esa materia es también mi materia prima o digamos mi ur-materia. Y si es así, ¿Podremos acaso calcular la productividad del mineral? Quizás su paso de mano en mano, su trasmigración de símbolo a símbolo, su objetivizacion de mercancía en mercancía, habrá generado más valor que otras mercancía en el mercado internacional de las materias primas y también de las ideas.  

No todos los que escriben sobre cristales y metales se ven seducidos por las propiedades físicas del mineral. Algunos poetas le cantan al mineral, otros lo condenan (moralizándolo) porque aparece como el símbolo de la explotación del hombre contra el hombre, otros le prestan menos atención sin sospechar que muchas de sus historias y sus canciones son activadas y atravesadas por cuerpos minerales y metálicos que atraen y repelen a los hombres y sus herramientas a lo largo del continente y tal vez desde incluso antes de su llegada a ser.  

Algunos escriben para acusar al capital. Otros para denunciar la complicidad del estado. Algunos escriben para elogiar al obrero minero; otros para abofetearlo con gestos y avivar en sí su “conciencia de clase.” Algunos escriben para hacer más legible el caos violento de la acumulación: ahí está el valor de su proyecto, darle palabras a lo que a veces sugiere no tener nombre si quiera. Otros para dar algún orden secuencial al caos y formar la crónica de la extracción: llegada, contratación, explotación, y repetición; formar un hilo histórico –ordenado y legible– que permita entender (entre otras cosas) por qué en una región tan rica surge la miseria con tanta prevalencia, por qué, pero sobre todo cuando–en especifico–se había jodido Latinoamérica o en palabras de Vargas Llosa “se había jodido el Perú” (1) (que es lo mismo).

Escribiendo mi proyecto aprendí que la región está cruzada por venas minerales que no alcanzamos a imaginar. Estas líneas de fugas minerales atraviesan largas distancias sin conocer o ser conocidas por limites nacionales, indiferentes algunas a cualquier actividad en la superficie; otras, cercenadas por el capital y recortadas a tramos. La literatura que se ha escrito sobre y desde la piedra atraviesa el continente de manera similar, subvirtiendo el canon, ignorando convenciones, clasificaciones y surgiendo del contacto entre cuerpos minerales y cuerpos humanos activados por el capital.

Aprendí que cada mineral activa un afecto distinto en el hombre (y mujer) y en el mecanismo de intercambio y función: el oro nos estimula hasta producir un estado tal de intensidad alcanzando el delirio y la “fiebre” por él. El salitre nunca provocará los afectos que producen la plata (pero sí el valor al cual puede ser intercambiado). El estaño, que era despreciado durante el apogeo de la plata durante el siglo XIX “devino en oro” al llegar la demanda causada por la primera guerra mundial. Cada mineral genera su forma de explotación y cada forma de producción y explotación genera su cultura de explotación. La opresión es una constante y la base, tal vez, de la comunidad (entendida como lo que existe en común) de estos relatos pero aparte de eso, cada mina, y cada país, atravesado por su cultura nacional especifica configura las condiciones para la producción de diferentes tipos de relatos.

Al final, la literatura mineral latinoamericana re-traslada el rol del capitalismo extractivo sobre el acto de contar (y representar); y nos deja repensar el devenir material del continente bajo otros términos tal vez “más subterráneos” (afectos, líneas de fuga, [otros] territorios) que nos permitan detectar otros afectos y otras pulsiones que usualmente escapan del análisis literario “operizado” desde estilos y periodizaciones ya muy machacadas: modernismo, lo telúrico, el boom, el post boom, etc. En el subsuelo el mineral yace silencioso pero en otros territorios aparece como cifra, como aleph: en los números y los flujos, en las galerías y las revoluciones, en las matanzas y las historias, en las banderas, las balas, los monumentos, las herramientas, los vagones, la dinamita, en las multinacionales, en el fulgor del oro, en el Sendero Luminoso de Perú y en el comunismo Chileno, en la dialéctica riqueza/pobreza de Bolivia, que es al final la de toda la región.  

Fuentes

Jaime Mendoza, En las tierras de Potosí, 1911.

Mário Vargas Llosa, Conversación en la catedral, 1969.

Bárbara y el devenir del afecto

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Hace algunas semanas conocí una chica Chilena que me contó su historia en un par de frases. Tenía su novio de 7 años, vivían en Santiago, habían logrado comprar una casa y vivir dentro de lo regular y predecible. Un día decidieron arriesgarse por un cambio y emigraron a Canadá, a buscar otra vida. Llegaron y encontraron trabajos temporales. Después de algunos meses decidieron separarse. Los horarios disparejos, la presión y cien rostros nuevos malograron su relación. En unos pocos meses eran el otro. Al año, Bárbara tenía un hijo de su nuevo compañero, un tipo canadiense. Nunca hubo amor o nada parecido. Hoy no se hablan. Su exnovio chileno pronto conoció una filipina y se casó con ella. Bárbara ha perdido contacto con él pues la novia filipina ejercita un dominio sobre el tipo bastante considerable. No le permite charlar con Bárbara y hasta donde sé, se ha hecho pasar por él escribiendo en un fingido español chileno que no lo busque, que no le hable. Bárbara tiene un niño de un tipo ajeno a su vida y a su alegría, el chileno tiene una novia asiática que lo mima y lo subyuga a la vez, y la relación estable y cómoda de 8 años terminó quebrada bajo el peso del capitalismo agudo de Vancouver y del devenir molecular e infinitesimal de lo social en palabras del pensador francés Gilles Deleuze.

Uno solo puede preguntarse si el capitalismo fomenta o acaba el amor, si el vínculo entre ellos dos se hubiera deteriorado tanto en Chile como en Canadá, si la decisión de “buscar un cambio” de salir del tedio de lo habitual dentro de lo habitual, terminó por desbaratar cualquier semblanza de apego, si hasta cierto punto no fue esto un golpe auto infligido realizado en parte por el deseo mismo del sujeto de escapar la sedimentación o la “cementizacion” del hábito vuelto prisión.

Conversando con algún conocido éste arriesgó la sencilla tesis de que en estos casos dos cosas pueden pasar, o se aferra el uno al otro, o se alejan desplegando un cambio, o deviniendo en otro al perseguir y abandonar las líneas que lo atraviesan a uno.

En cualquier caso lo que me intriga es el vacío en lugar de explicación: nunca sabremos qué hubiera sido si nunca hubieran salido de Santiago. ¿El hábito, la inercia, los habría separado o unido aún más? ¿Fue el salir de Chile un cambio para buscar un cambio o para acabar con el tedio de la vida burguesa? ¿Quién (o qué) es de culpar acá? ¿Es acaso el orden social del capitalismo tardío con sus demandas sin fin la causa del deterioro en las relaciones? La condición material ejerce peso sobre cualquier relación que existe entre personas, afectiva, romántica, familiar, pero si en el norte global la vida es de mejor “calidad,” ¿cómo entendemos el caso de Bárbara y su pareja? El capitalismo postmoderno nos comprime bajo demandas, horarios disparejos, y la ansiedad agregada del exilio pero también ofrece promesas de felicidad efímeras que se desvanecen con un clic o con un “deslizar hacia la derecha,” nos tienta, distrae y convence de que hay oportunidades inacabables de experimentar con uno mismo o con el otro, (luego con o sin consumación, llega la angustia), las posibilidades marean, o en palabras del filosofo danés Søren Kierkegaard, “El instante de la decisión es el instante de la locura.” Tal vez estos susurros alcanzaron los oídos del exnovio de Bárbara recordándole a su inconsciente que existen cien personas mejores que Bárbara esperando en la pantalla de celular, en el bar o en un simple intercambio de miradas.

 

Hijo del salitre, la pedagogia de un proletario (Chile, No. 2 Específica)

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“A la literatura no le corresponde mostrar una nación sino también decir y transformar por medio de las letras volviéndose entonces una práctica social.”

¡Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos!”

 

Aunque Hijo del salitre podría ser insertada en un plano unidimensional más pedagógico que literario, podríamos rescatar un par de factores que configuran el relato: denuncia social (forma estética) y por su contribución crónica (forma histórica). Hijo del salitre (1952) del chileno Volodia Teitelboim constituye uno de los relatos claves dentro de la historiografía del proletariado chileno al localizarse como lectura obligada para el que quiera adentrarse a los orígenes de los movimientos sindicales de Chile y su devenir en partido obrero socialista bajo la dirección del líder obrero Luis Emilio Recabarren, en 1912.

Hijo del salitre narra la gesta de los trabajadores salitreros del norte grande siguiendo de cerca la historia de un abnegado líder de masas, Elías Lafertte tambien -minero del salitre y posteriormente secretario de la federación obrera de Chile- desde la formación del primer conjunto de oficinas salitreras hasta la dramática resolución de la huelga de los 18 peniques en lo que se denominó luego la matanza de la escuela de Santa Maria de 1907, en Iquique. En sus más de 400 páginas Teitelboim pretende incorporar la historia proletariada chilena del norte del país para configurar un relato total que dé cuenta de los eventos más dramáticos que han forjado esta lucha social: las injusticias humanas y sociales que enfrenta su protagonista Lafertte junto a los demás trabajadores del salitre.

El héroe, Lafartte quien es individual y colectivo a la vez podría ser, en sus caracteres esenciales y por sus sufrimientos, el pueblo de cualquier parte del mundo donde todavía hay pobres y ricos y, en forma más específica, la gente común de América Latina. En el prólogo de la primera edición los editores aclaran: “Volodia Teitelboim es eso, un luchador de vanguardia. Como tal, se comporta en la acción civil y en esta nueva forma de actuar: la novela. Pero tampoco es un panfleto, una oración política o una novela histórica. Es simplemente una obra realista por los cuatro costados.”

Pero probablemente uno de los valores más destacables de esta obra es introducir en la novela chilena al personaje “proletariado” como una clase social independiente. Algo similar escribe Pablo Neruda en su prólogo a la segunda edición: “De ahí que en el vasto drama de Chile, el protagonista incesante sea el pueblo… este libro nos muestra con pureza y profundidad el amanecer de la conciencia.” Aunque encontramos la noción de la conciencia como punto ideal de alcanzar una auto-realización, ciertamente no se trata de la misma conciencia que algunos años más tarde Carlos Fuentes y Julio Cortazar durante el apogeo del boom prefiguraran como la máxima expresión del ser latinoamericano. Neruda parece aludir al amanecer de una conciencia de clase -que siguiendo a Marx- le permitirá al proletariado constituirse y entenderse como clase privilegiada movilizadora de la dialéctica de la historia occidental.

Más adelante el poeta agrega “Son muchos los problemas del realismo para el escritor en el mundo capitalista.” ¿Qué quiere decir Neruda? Tal vez, que el realismo literario y la representación en general no alcanzan para retratar la frenética y compleja realidad desatada por el capital y su ordenamiento social. Tal vez que el formato de la novela no alcanza a la hora de condensar la experiencia humana, múltiple y molecular. Neruda lo valora por escribir “la crónica definitiva de una época, pues la historia siempre está en disputa con los falsificadores oficiales de la burguesía.” Y nos recuerda de paso al historiador dialectico de Walter Benjamin y su imperativo por salvar una historia a punto de borrarse por siempre. Es este mandato el que le asigna más generalmente Neruda a los escritores de la época: “A los escritores del mundo capitalista nos corresponde preservar la verdad de nuestro tiempo.” Hijo del salitre también recurre a un tipo de “estrategia sinécdoque” que había tratado de esbozar en el post anterior; es decir, la cristalización de un yo colectivo dentro de la trama para dar cuenta de una experiencia mayor social. Teitelboim en su prefacio trata de clasificar su obra constatando que no es una “biografía novelada,” que el héroe es un individuo pero también colectivo a la vez (el proletariado salitrero). Al renunciar al rubro “biografía novelada” Teitelboin parece apelar a la factualidad de los hechos narrados dentro de su novela, mediados por una credibilidad hacia el lenguaje y la composición de lo que Barthes llama el efecto de lo real.

Otro punto que interesa resaltar acá es la pérdida por lo menos temporal de los enlaces al grupo nacional por parte de los sujetos más expuestos a la violencia y a la coerción del capital. Recuerdo la falta de apego de los mestizos que Rivera en La vorágine describe en los llanos colombianos para con cierta idea de la nación, o la falta de subjetividad nacional que proliferaba en las junglas interestatales del amazonas (Perú, Colombia, Brasil) donde poco importaba o no se sabía muy bien si los asentamientos indígenas o los campamentos caucheros correspondían al territorio de algún estado y mucho menos si se podría decir que el anterior los representaba. De igual manera, en los relatos mineros chilenos como en el Hijo del salitre de Teitelboim, hay pasajes donde encontramos una misma insatisfacción y un desapego general en tanto identidades nacionales. Los historiadores confirman el fenómeno de “borramiento” o desvanecimiento de la identidad nacional:

“A las 14:30 horas del viernes 20 de diciembre, llegaron hasta la Escuela Santa María los cónsules en Iquique de Argentina, Bolivia y Perú. Se reunieron con sus connacionales. Les instaron a abandonar el movimiento y dejar la escuela, advirtiéndoles que si no lo hacían, los cónsules no podrían responder por ellos. Les dijeron que la cosa era grave, pues los militares tenían órdenes de disparar y que las balas no discriminarían entre chilenos y extranjeros. La respuesta fue inmediata. Los obreros argentinos, peruanos y bolivianos se negaron a desertar. Los trabajadores bolivianos respondieron a su cónsul: “Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos.”

También leemos pasajes históricos que nos cuentan acerca de esta reorganización de identidades nacionales: “La numerosa columna de huelguistas de Alto San Antonio llegó al puerto de Iquique, sede del gobierno regional, portando banderas de Chile, Perú, Bolivia y Argentina, alojándose en el hipódromo del puerto.”

En las últimas páginas de Hijo de salitre donde Teitelboim describe las últimas palabras emitidas cuando las multitudes huelguistas sentían el ataque del ejército chileno contra ellos, asistimos a una expresión aún más clara de la idea, los mineros y sus familias gritaban la consigna: “¡No queremos más ser chilenos! ¡No queremos más ser chilenos!” (446). Ese renunciar a la identidad nacional parece reproducirse en zonas territoriales donde el estado no solo ha entrado en crisis profunda en tanto entidad protectora de la ciudadanía sino que revela a través de su violencia directa la profunda inoperatividad de regular la vida comunitaria nacional en un territorio determinado además de su impotencia de jure y de facto.

Entonces es en los límites del capitalismo que los estados parecen desplegarse y replegarse simultáneamente de la manera más evidente: desde una inoperatividad y fracaso en lo que comúnmente se llama “presencia del estado” y al mismo tiempo en una exhibición del militarismo más desmedido evidenciando una suerte de impulso por conquistar y manejar el territorio desde el nivel más básico: haciendo uso legítimo de la fuerza. Es una simetría extraña que no nos sorprende: en tierras indefinidas, se acentúan las actitudes y expresiones culturales y sociales más nacionalistas y más intensificadas. Sea en la selva del amazonas o sea en los desiertos salitreros del norte de Chile, las identidades nacionales se refuerzan y se imponen con énfasis por medio del monopolio de la violencia factual porque los sujetos nacionales han cesado, se están diluyendo o están en proceso de solidarizacion comunal, una solidarizacion que arriesga la estabilidad de comandar identidades nacionales. Muchas veces estas asociaciones preceden el estado nación, como las comunidades indígenas que se encuentran en áreas de disputa limítrofe, otras veces los grupos son parte de una ciudadanía predefinida, pero las condiciones de un capitalismo de márgenes los ha empujado hacia una nueve re- significación de lo que llamamos: ciudadanía (legal) o pertenencia al grupo nacional (afectual).

La pertenencia simbólica o la identificación se diluye como se diluyen los colores nacionales de los países pertinentes: es esta operación de dilución de grupos nacionales la que aterroriza al estado. Estas operaciones no se dan sin razón: surgen cuando el capitalismo de márgenes (una maquina alimentada de recursos naturales y humanos que se desplaza en el espacio) -un capitalismo sin las instituciones y las garantías que la doctrina liberal promete y da por sentadas-, se adentra hacia un espacio territorial encontrando poca o ninguna fuerza opositora empujando naturaleza y hombres hacia el abismo de la explotación y la instauración y reproducción de organizaciones productoras sin fin. En estas circunstancias, el capitalismo de márgenes desbocado como fiera sin lazo, produce su propia antítesis dialéctica. Aunque las categorías de particularidad, de forma, de causa, de posibilidad pueden variar, sus correspondientes de generalidad, contenido, efecto y realidad parecen no mostrar variación mayor. Esta antítesis dialéctica toma una forma que no es determinada (organización de obreros mineros en Chile y en Bolivia pero en el caso de las explotaciones caucheras más bien indignación y propuestas burguesas liberales o el fin de las condiciones de producción que requerían estos productos naturales) pero que en su función ofrece una respuesta y una resistencia al avance extraordinario y desmedido del capital. La novela de la mercancía, es decir, la novela del caucho, del salitre, del petróleo, parece emitir señales que apuntan hacia reorganizaciones y conductas similares.

Al final Hijo del salitre es una novela ambiciosa pero se queda corta en algo que podríamos llamar “literalidad.” Su lenguaje, su ritmo y su desarrollo están marcados por rastros de naiveté que impregnan el relato. Sus asociaciones estéticas son banales, y su narración en tercera persona omnisciente, poco convincente. El valor que sin embargo contiene esta novela radica en su operación lúdica/pedagógica que la configura como testimonio/novela desde el pueblo y para el pueblo; sirviendo un propósito determinado de instrucción y recreación, la novela tiene valor no tanto por su innovación estética o su trasgresión a la forma dominante de la novela como tal sino porque se dirige hacia el futuro como parte de una educación popular o una historia popular. De alguna manera el relato de Teitelboim recuerda las ideas sobre educación popular del filósofo Paulo Freire quien proponía que la educación debería restituir la humanidad de los oprimidos una literatura nueva y moderna en lugar de una meramente anticolonial. Esta literatura moderna es la que se constituye como unidad testamentaria de la experiencia prelatariada chilena en Hijo del Salitre.

El Mocho (Chile No. 3 Especifico)

El mochoEn El Mocho circulan personajes Donosianos con facilidad: miserias trashumantes en tiendas de pueblo, parias locales, y el espectro del capital decadente objetificado en maquinarias obsoletas o castillos abandonados. Pero como “novela minera” si pudiéramos usar esta expresión, El Mocho revela mas de lo que supone (o mas de lo que se propuso) al tratar de entrever como las creencias locales operan dentro de una serie de particularidades. Primero recordemos el antropoformismo trágico asignado a la mina local donde el descenso de una mujer activa los celos devoradores de la mina y acarrea una inevitable venganza contra los obreros del carbon. Así, con el quiebre de este tabu se echa a andar una hebra de la trama narrativa en El Mocho. También se debe reflexionar sobre la agencia de la mina como entidad que decide en potencia sobre muerte y vida. Y de manera más auto-reflexiva el texto ofrece algunas claves para pensar como la escritura misma puede entenderse como metáfora de la extracción de carbon. A pesar de algunas licencias que entorpecen la lectura y no aportan mucho al texto, la prosa de Donoso tiende a caminar sobre andamiajes que se habían instalado anteriormente en otros trabajos. Estos habían sido ensamblados lentamente desde sus primeros relatos como es el caso de El lugar sin límites (1966) donde ciertas similitudes son inescapables. Hablamos del uso frecuente del aparato narrativo no lineal, de su gusto por el entramado de voces en los que se pierde hasta el lector menos distraído, de su oído agudo a la hora retratar el vernacular del sur chileno (la historia ocurre en Lota), y de las temáticas que ya poblaban otros proyectos: desendencias aristocráticas venidas a menos, imaginarios provinciales llenos de supersticiones pueblerinas todos circulando bajo el desierto de un capitalismo que ha pasado de largo y solo deja residuos humanos.
De interés para este lector es su adentramiento (aunque algo escaso) a la labor de los mineros y todo el milieu espiritual que rodea este oficio para entender más acerca de la lectura la escritura y la extracción de los recursos no naturales o recursos creativos.
El Mocho inicia narrando un accidente en la mina local donde varios mineros han perdido la vida. De acuerdo a la imaginación del pueblo, el accidente no ha sido gratuito sino mas bien castigo por la infracción de la Elba, la esposa de un minero craso y violento quien -en un episodio de pánico por la enfermedad y los ataques de su hijo Toñito,- ha desafiado las creencias que adjudican a la mina su naturaleza femenina celosa de los hombres que la escarban y presta a cobrar venganza ante cualquier violacion, es decir por la mera presencia  de una mujer. Sin esperar a que su marido terminase la jornada Elba se adentra a la mina vestida de hombre. Como ya intuye el lector, Elba es descubierta y expulsada de la comunidad. Su esposo fallecido, su suegro viejo enfermo y abusador y su hijo un poco trastocado por el maltrato del colegio internado y su padre abusador, serán los fantasmas que arrancan El Mocho. Sin embargo a media novela, el foco narrativo se desvía hacia otros personajes donde Donoso indulge sus fascinaciones temáticas y tratamientos formales. Estos personajes van tejiendo nuevas micro-narraciones que se alejan del retrato costumbrista de Lota y su actividad económica basada en la minería de carbon.

Aunque la cuestión extractiva no figura directamente en la obra (sobre todo después del inicio de la segunda parte “La Maria Paine Guala”) Donoso construye su relato de manera ambigua frente a la industria carbonífera. Por una parte se podría argumentar que se pudiera repetir el andamiaje de la narración prescindiendo de la mina de carbon como especificidad y remplazandola por cualquier otra actividad económica: es decir, no existe un relato minero que invente a los trabajadores como sujetos proto-revolucionarios, o que haga alusión a los desastres naturales y sociales en clave de novela o documento de denuncia. La extracción en si no es inmanente a la narrativa. Por otra seria desmedido sentenciar al autor de usar la actividad de extracción como “background” y mero fondo estético o nostálgico para reconstruir una narrativa. Tal vez la respuesta de pensar El Mocho desde los lentes de la actividad extractiva o desde una critica materialista seria ubicar la novela en algún lugar intermedio: ni como una mera apéndice del texto, ni como razón fundacional de la actividad literaria dicha. A mi parecer, El Mocho atiende a las luchas propias de un sector, de un gremio y las poetiza no para reducirlas sino para arrojar un poco de luz sobre de las batallas que han poblado este universo. Pero este gesto no satura el texto sino que se acompaña de las inquietudes que han acechado a Jose Donoso en su obra: la cuestión del origen de las familias de bien y sus ovejas negras, los pueblos o caseríos proletariados del Chile amplio y vacío, la ambigüedad sexual de al menos un personaje dentro del texto, las supersticiones de provincia y las relaciones que se forman entre y bajo estas condiciones materiales e ideológicas. Donoso parece guiarnos a través de una caja de fotografías que sorteamos en desorden. Así, una a una, van saliendo memorias, recuerdos, y se cose la historia del Mocho: se echa a andar un registro panorámico de la triste y moribunda periferia rural chilena.

Para concluir, en sus metáforas sobre la actividad extractiva y la escritura Donoso apuesta un par de imágenes pero nunca las elabora mas allá del acto de mencionarlas. (Algunos pensamientos pueden servir para el análisis de otras obras): En algún momento Donoso escribe “todo es eco” y parece que el referente no es el espacio enclaustrado de una galería sino el acto mismo de pensar y escribir. Así aparece su prosa a veces, todo es repetición, cambio de posición, reverberación. En su método Donoso tiende a conducirnos como lectores a una confusion de voces que parecen desintegrar la estabilidad: narrador v. voces de personajes. Pareciera que el texto nos llevara recurrentemente hacia un solo nivel, el “yo” autobiográfico bajo el signo del “fluir de la consciencia.” Esto por una parte. En otro instante, Donoso también parece igualar la labor escriturial a la labor física de los obreros. Pareciera que estuviese revaluando la escritura y diciéndonos que la cosa después de todo es muy sencilla, que tal como la extracción, que se compone de un escarbar constante en búsqueda de alguna piedra menor que ilumine el día y el bolsillo, la escritura también es un escarbar constante por palabras y triquiñuelas, por ideas que suelden entre si mismas otras mas afiladas y precisas. Para Donoso (o tal vez para mi lectura del mismo), la escritura consiste entonces en adentrarse por canales oscuros que llevan a cul-de-sacs o a desembocaduras inesperadas. El escritor deviene en minero, o mejor, en hormiga. Y así sucesivamente… El escritor esta obrando bajo techos inseguros, -sobre arquitecturas precarias que tienden a colapsar sobre si mismo y sus ideas- si la exploración no tiene dirección adecuada o si el ansia de encontrar las piedritas alucinantes como ideas explosivas es mas fuerte que la prudencia y el método.

El Lugar sin Limites: anti-narración y la venganza del campo

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No sé si pudiera considerar El Lugar sin Limites narrativa. Es mas bien una serie de imágenes, una secuencia de diálogos y “explicaciones” que van ayudando al lector a guiarse dentro de la obra: a formar algún “significado.” Parece que Donoso en este sentido estaba mas allá de sus contemporáneos del “Boom” en términos de forma y técnica. En la novela (sera acaso una novela quizas?) no pasa nada: todo esta dado, todo ha ocurrido, y seguirá ocurriendo como lo profetizan varias voces siempre desde la resignación y el fracaso. Donoso no despliega un universo en un día como ocurre en el Ulises de Joyce ni la infinita narrativa de un Proust en su Tiempo Perdido, mucho menos va dibujando al por menor sus personajes -en flashbacks y voces semi conscientes, o en “escritura automática” que parece ser el medio que nos permite dialogar con la historia de Artemio Cruz. Su temporalidad es sencilla, salvo un par de saltos hacia el pasado acerca del affair entre la Manuela y la Japonesa, Donoso parece mas bien guiarnos mientras rescatamos una caja de fotografías y las sorteamos en desorden. Así, una a una, van saliendo memorias, recuerdos, y se cose la historia de nada: se echa a andar un registro panorámico de la triste y moribunda area del Olivo. La Manuela sigue o seguirá en sus rondas, por la “Vereda Tropical,” la Japonesita no deviene en puta ni se marcha a Talca tampoco, don Alejo no fallece ni se concluye un final para el poblado (“destrucción como positividad” para crear campos de uva) o resistencia y movilización contra los planes de don Alejo, o arreglo a medias entre fuerzas… ninguna variable se materializa. Es precisamente porque acá no hay formas clásicas de nudos y desenlaces, ni siquiera una aproximación vanguardista para transformar la misma (como resistencia a formas narrativas burguesas u obsoletas), sino mas bien una galería “anti-telica” sin mas propósito que dejarnos ver como se ve desde la grieta de una puerta medio abierta una imagen cualquiera: cuatro perros negros corriendo por un lote, un burdel en la cuspide del goce, un cuerpo cayendo al rio, etc.
-Un par de observaciones: el espacio, es un libro donde el espacio esta mas presente que en cualquiera de los que hemos leído hasta ahora, o en el cual tal vez su densidad es tan fuerte que se echa a rodar una dialéctica bastante evidente entre sujeto-espacio: cada vez es mas fácil reconocer como las descripciones de unos se pueden intercambiar por otros, o como las imágenes y los paisajes en su decaer preceden la decrepitud de los cuerpos huecos que se pasean por el Lugar. Hasta la Japonesita que no llega a los 18 parece mas un trapo que cualquier otra cosa. Se ha mencionado la importancia de la casa como vehículo para hablar de células, celdas, etc. Aunque la casa esta ciertamente localizada como eje espacial del Limite, y todo el actuar de los personajes se activa como deseo por la casa (como una objetivizacion de “ser propietaria”) me parece que es su espacio opuesto: las viñas, la “longitudinal,” los potreros y lotes, las calles, etc, lo que delimita la casa en si, que cobra mas importancia acá (decir “cobrar” es tal vez poco, pues son estos espacios los que compiten con el espacio de la casa y la van a borrar; vemos tal vez la inversion de una dicotomia ciudad-campo). Al final la casa va a desaparecer no por su propio peso, por su propio rol histórico sino por la expansion de modelos de agricultura intensiva y monopolios que la devoran lentamente y devoraran el Olivo eventualmente. El paisaje, asentado y estático aparentemente, es el dispositivo principal de desplazamiento: los campos, tan anchos, tan “libres” tan amplios para poder escapar se dibujan como todo lo opuesto: inmensas cárceles de donde nadie puede salir, ni siquiera Pancho con su fantasia de acabar violentamente esta condena miserable. Estas no son ruinas o paisajes decadentes que remontan a pasados imperiales o imaginaciones burguesas acerca de un gran ayer. Mas bien el Lugar dibuja restos, escombros (not ruins but rubble) que demarca una subjetividad como metáfora ontológica: ruinas viviendo dentro de ruinas. El galpón al que le llueve una mañana fría, los rieles deshechos, tramos de tierra abandonados que sirven de frontera mobil entre la acumulacion de capital como viña amenazante y el pueblo como un despojo infeliz.
-Alejo, don Alejo es un pequeno y miserable Artemio Cruz.
-Manuela, muy compleja: fragmentación. Es varios “yos” dentro de El Lugar.
Ella es varón , pero también es mujer (Manuela), también es “maricon” o por instantes algo intermedio entre las dos anteriores. Es “Papa,” pero también fue “Mama” o es “Mama” es la dueña ahora que la Japonesa ha muerto pero también juega con el papel de puta o por lo menos de bailarina dentro de la casa. Es miembro de la sociedad, por lo menos encuentra buena sombra bajo el árbol de don Alejo, pero es intrínsecamente marginal, un “monstro degenerado.” Puede ser la multiplicidad cosmopolita dentro de la mas rigurosa sociedad provincial.