La peste de Cien años de soledad regresa con furor

En los primeros capítulos de Cien años de soledad, el narrador nos relata sobre dos pestes consecutivas que afectan a los residentes de Macondo. La primera es la peste del insomnio que conduce directamente a la peste del olvido. Durante la primera peste, surge un insomnio generalizado: los habitantes de Macondo repentinamente se encuentran en un periodo de actividad incesante en el cual construyen gran parte de la infraestructura del pueblo y se interesan, especialmente el joven protagonista Aureliano Buendía, en la artesanía y la técnica. Durante la segunda los habitantes del asentamiento pierden la memoria y se sumergen en una especie de “idiotez sin pasado.” [1]

Al principio nadie entendió la alarma sobre la peste. Cuando los habitantes de Macondo se enteran acerca de la llegada de la peste, se alegran pues razonan que así tendrán mas tiempo para trabajar y no perderán tiempo precioso en dormir. Si no volvemos a dormir, mejor –decía José Arcadio Buendía, de buen humor. Así nos rendirá más la vida.

“Pero lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado.”

Una vez que la peste entra en casa, nadie escapa. Lentamente Macondo se da cuenta que la peste no solo les permite trabajar más, sino que poco a poco, la memoria se va atrofiando y no logran conjurar ni recuerdos, ni pensamiento.

En la novela, García Márquez se deshace de las pestes casi apocalípticas que azotan a Macondo de forma bastante simple, pero ingeniosa. La solución para estas plagas es sencilla y nos refiere al mundo de los muertos y su archivo. En otras palabras, la historia. Recordemos que la solución a los problemas de Macondo no consiste en ingerir una pócima o realizar algún tipo de maniobra, en cambio ésta ha de ser encontrada en el inframundo. Es solo después de la llegada de Melquiades, debido a su aburrimiento crónico en el mundo de los muertos, que los Macondinos se mejoran.

“Melquiades abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades. Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad.”[2]

Para García Márquez, paradójicamente, la medicina contra la enfermedad del olvido se localiza en el mundo de los muertos. De acuerdo al autor, la solución para los problemas de la memoria de Macondo, (o para su Latinoamérica contemporánea) para su falta de conciencia histórica o su imagen fragmentada—nuestro presente anti-histórico—se encuentra en el pasado en el archivo cultural.

Es difícil conjeturar que pensaría García Márquez si estuviera vivo hoy. No creo que tuviera que opinar, o si lo hiciera no sería algo de mucha importancia. Otros dirían que se mantendría asentado en su lección moral ya esbozada en los capítulos sobre la peste. Y otros que prescribiría algo distinto: los tiempos cambian y con ellos los problemas. Sin embargo, hay algo en su estudio del cansancio y el olvido que quisiera comentar. Si bien es cierto que los problemas que estudió García Márquez eran otros también hay que pensar que sí, los problemas pueden ser nuevos, pero si son efecto de condiciones que no han cambiado entonces no son tan nuevos.

Los problemas que se presentan como nuevos no lo son del todo, son mas bien diferentes. Hay diferencia con algo que vino antes y por eso se puede señalar “una “diferencia” con respecto a X”. Quizás el viejo Gabo nos remitiera a Cien años de soledad, o a otra de sus obras, a lecturas donde la peste sea literal o metafórica, nunca lo sabremos. Lo que es cierto es que el insomnio y el olvido no han quedado relegados en las paginas de la novela sino que por el contrario se han constituido como el efecto y resultado de la obsesión neoliberal con producir y reproducir, cosificar y comodificar hasta el ultimo rincón de la vida humana y no-humana.

Quizás la peste del olvido no haya desaparecido sino por el contrario se haya globalizado como todo lo que producimos y con más furia aun desde los últimos 30 años. Quizás el Covid no sea sino consecuencia de vivir con estas pestes como si no supiéramos que nos asechaban. Quizás el Covid no sea sino consecuencia de ignorar a y con propósito la salvajada que se sanciona contra el planeta todos los días.  

Y es esta peste del olvido, peste de una idiotez sin pasado, la que creo que nos llevo a la peste actual. El Covid es el símbolo de nuestra incapacidad para recordar, y para actuar sobre ese saber. Lo que evidencia el Covid es que somos una sociedad sin memoria. Algunos ya nos habían avisado sobre la posibilidad de este escenario pero preferimos ignorarlos, otros nos advirtieron que la alta tasa de variación de los agentes virales nos hacían mas susceptibles a caer enfermos rindiendo nuestros antibióticos inútiles. También los ignoramos.

La peste del insomnio que condujo a la peste del olvido en Macondo es lo que le ha pasado al mundo. Vivimos en un mundo con amnesia, con fatiga crónica (siguiendo a Byung-Chul Han) y aficionada al riesgo (como nos recuerda Ulrich Beck). Esta sociedad agotada por el trabajo sin fin, y sin tiempo para pensar, es la misma que describe García Márquez en Macondo. Es una sociedad que aparte de enferma parece tonta al recibir el insomnio como don y propagarlo como virtud. La sociedad del rendimiento del “high performance” está pagando por sus excesos. Sus metas y objetivos, su obsesión por los resultados, su lenguaje de proyectos y devoción por extraer sin piedad han conducido a un impase existencial.  

El Covid nos llevo al límite de una experiencia planetaria que va del insomnio al olvido general y del olvido a la destrucción de la vida y al final a la venganza de lo animal sobre lo humano. El Covid nos recuerda que no somos el sujeto soberano por encima de cualquier red natural (fantasía de las teorías políticas liberales y doxa neoliberal). El Covid nos recuerda que la vida puede y se está tornando en nuestra contra. El Covid nos recuerda que el insomnio y el olvido, más que ventajas como las recibieron los habitantes de Macondo, son castigos que muchos abrazaron ciegamente en el nombre de la prosperidad material. Esta prosperidad resultó cara al final: la vida no-humana reclamando lo que alguna vez fue suyo, (imágenes de delfines y aves) parecen una dulce bofetada en la cara de los que toman o no las decisiones. Sí, reclamar, porque si hay confinamiento hay reclamo.

Es irónico que ahora ellos mismos, los políticos, los banqueros, los altos directivos se “humanizan” y aparecen como gente, “somos como tú y yo.” Nos piden que acatemos sus tardíos planes de contención, que no agravemos su incompetencia haciendo algo descabellado como abrazar a alguien, o planear una inocente reunión. Nos piden, en otras palabras, que suspendamos nuestra forma de vida y el ritmo económico de la sociedad con el fin de aislar el virus, pero también para que su insuficiencia no quede al desnudo. Nos exhortan a volvernos zombies domésticos para no acrecentar el tamaño de sus errores pasados. Como si fuera poco también, nos piden recomendaciones literarias: Qué leer? Cómo interpretar La peste de Camus? Que películas hablan de pandemias?

Hace apenas unos meses a nadie le importaba un chingo que había escrito Camus, o Defoe o Conrad. Es más, hace unos meses no más la opinión general era algo así como: “Para qué estudiar literatura, para qué perder el tiempo leyendo novelas, incluso aún, quién lee hoy día?” Hace unos meses el mundo entero andaba obsesionado con sus pendejadas de “Hunger Games” y “Games of Thrones” y eso. Que un banquero o un político venga a mostrarnos lo que lee, importa poco. Mas serviría que hubieran hecho lo necesario para prevenir que el brote surgiera y luego se saliera de control. Pero prevenir no genera ganancias, ni capital político, ni siquiera simbólico porque no es sexy. Como en Macondo, cada cual siguió con lo suyo hasta que el virus toco la piel de un humano. 


[1] Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (Catedra: Madrid), 136. Es difícil no pensar en el famoso pasaje de Nietzsche donde elabora su concepto de “active forgetting” o “olvido activo” usando la imagen de un bovino que olvida constantemente su conciencia de si mismo.  

[2] Cien años de soledad, 143.

Ni trogloditas ni aburridos

Réplica a “Un país, una región de trogloditas” de Maria Clara Gracia, https://www.las2orillas.co/un-pais-una-region-de-trogloditas/

Fotografía del articulo original.

En su articulo de hoy “Un país, una región de trogloditas” Maria Clara Gracia expresa su frustración hacia las socedades latinoamericanas. Acá les ofrezco un contrapeso crítico y una alternativa al cinismo y la desesperanza.

Entiendo el afán de Maria Clara de polemizar y tal vez el espíritu del texto viene de una indignación agotada y el desencanto, pero creo que esta perspectiva solo refleja un auto-odio profundo muy típico de nuestras sociedades latinas y latinoamericanas, combinada con un -muy colombiano- derrotismo agudo. Colombia, como cualquier país del mundo tiene problemas. Pero caricaturizar un país entero y una región global con el adjetivo “troglodita” es insensible y refleja -junto con la fotografía- una critica clasista ya mandada a recoger.

Como cualquier país de Latinoamérica, Colombia tiene problemas profundos que son tan viejos como el propio país. Pero estas opiniones en realidad no aportan mucho y a su vez alimentan ese odio y resentimiento por “tener” que ser de aquí, el grave accidente de haber nacido acá.

Lo que Maria Clara olvida o relega es que hay muchas cosas buenas, en realidad, demasiadas y que solo resaltan cuando vivimos en otro país. Lo digo porque en mis 15 años en Estados Unidos y Canadá he aprendido a apreciar muchas cosas que los Norteamericanos tienen pero también ha entender que la sociedad colombiana es tremendamente rica, y tenemos cosas, a veces intangibles -que no se pueden ni tocar ni medir- que los Estadounidenses, Canadienses o Europeos envidian y nunca podrán tener! No es coincidencia que el turismo crezca cada año y que la mayoría de mis amigos canadienses o internacionales expresen su preferencia hacia Colombia sobre otros destinos a los que han viajado.

Por supuesto que sufrimos de corrupción, nimierdismo, abandono, indiferencia, pero que país latinoamericano, o al final del sur global, no sufre de estos males? No somos Japón, claro. Pero tampoco somos Ruanda, Marruecos o Bulgaria. Claro que hay problemas y como lo recuerda la autora, hay que mencionarlos, debatirlos y solucionarlos. Criticar nuestros problemas para solo romantizar, glorificar, e incluso endiosar los países ricos no tiene sentido. Y criticar el país, es parte del estado de derecho y de una sociedad, aunque no perfecta, al menos consciente de albergar y fortalecer el dialogo libre y el derecho a la crítica. En este sentido los que le replican a la autora en Facebook, “por qué no se va del país” son los mas trogloditas y reaccionarios. Hay que conocer el país y de sus problemas, hay que discutirlos e intentar resolverlos, la replica (o ¿solución implícita?) no puede ser: “váyase.”

Maria Clara menciona su encuentro con una familia mexicana y la pena que le generaba su ilusión de conocer Colombia y es entendible su empatía, pero en México también saben de problemas; tal vez tienen problemas iguales o mas graves. Tienes razón, “son de los nuestros” y conocen la realidad de nuestros países, pero hay que recordar que Colombia tiene tantas cosas buenas como cosas malas. En realidad son tantas las cosas buenas que es difícil separarlas y celebrarlas de lo malo, pero no podemos repetir ese derrotismo y ese malparidismo que nos ha dominado por décadas y del cual los jóvenes estamos cansados.

Maria Clara detesta regresar -en sus palabras- “al regresar al caos, el desorden, la indisciplina, las calles rotas, la corrupción.” No la culpo. Nadie quisiera regresar a eso. Pero también debe recordar que regresa a muchas cosas buenas y a mucha gente buena, en sus propias palabras otra vez-  “la rumba, la maravillosa amabilidad y la calidez.”

Hay mencionar lo que se debe cambiar pero valorar lo nuestro en el mismo gesto. Somos un país lleno de gente pujante, de gente emprendedora y sobre todo creativa: los europeos y los norteamericanos darían mucho por tener nuestra imaginación y nuestra creatividad (que la usemos para fines perversos es otra conversación). Los chilenos y argentinos envidian nuestra música, nuestra comida, y cultura. Los mexicanos y el resto del continente sabe que somos alegres, y  en general de buen espíritu. Claro, siempre hay abusivos, y resentidos; siempre hay gomelos (verbigracia Juanpis) y clasistas que no cambiaran, pero hay que celebrar lo bueno mientras también reconocemos que hay cosas para mejorar.

El vecino de mala cara, el taxista que manda hijueputazos por la ventana, el mico al hombro con el que amanecemos, y la agresividad instantánea tienen que acabarse en la Colombia de nosotros, de los jóvenes. El celador ratero, el congresista ratero, el ejecutivo ratero (lo que llamo la mentalidad ratera) todos tienen que cambiar o morir y si no logran cambiar la nueva generación tiene que tomar nuevas banderas y ser el cambio que anhelamos.

Maria Clara admira la cultura cívica del norte, y es entendible: “Los trenes, los buses, las atracciones, todo es puntual. Los andenes, las calzadas, las vías no tienen un solo hueco, y si lo hay por alguna razón, está demarcado y no dura más tiempo que la obra. El tráfico es otro punto. Al peatón le paran como diez metros antes” Yo también aprecio y disfruto de esas reglas que demarcan la vida en estos países, pero también hay que recordar que si Colombia funcionara así seria menos divertida, menos atractiva, menos “Colombia.”

Si Colombia tuviera todas estas ventajas que la autora resalta seria sin duda mas segura pero mas aburrida. Claro, es entendible que queramos que sea segura y respetuosa pero sin nuestra elasticidad, nuestro espíritu latino y todo lo que produce seriamos un poco mas “civilizados” un poco mas “decentes” pero también un poco mas aburridos, un país mas predecible, mas repetitivo, mas gris. Hay que buscar el orden pero no endiosarlo (y siempre preguntarse ¿El orden de quien? es decir, ¿Quien decide qué es el orden? ¿En nombre de qué orden?). Hay que buscar el civismo y el respeto en uno mismo y esperarlo del otro, pero no idealizarlo porque al final siempre estaremos frustrados por no alcanzar un ideal que es después de todo solo eso, un ideal que no existe un ideal, como todos los ideales, imposible.

El uso de la razón es importante y a veces escasea en nuestros países. Lo sé. Hay que abogar por ser mas respetuosos y cívicos, hay que ser mas razón y menos arrebato, pero también recordemos que nuestro afán ciego por buscar la razón puede tener consecuencias catastróficas: cualquier valor llevado al limite al final se vuelve fascismo, Hitler y el Holocausto estaban comandados por la razón y nada más que lo racional. Miren que quedó de ese sueño. Ese mismo afán por la perfección ha llevado a votantes del norte global a elegir políticos que prometen lo mismo: “limpieza,” “racionalidad,” “seguridad” valores no muy diferentes de los del fascismo italiano o el nacionalismo Alemán.

Claro que hay que bajarle el volumen a la rumba pero no hay que acabarla. Claro que hay que respetar el derecho ajeno. Claro que hay que ser sujetos más cívicos, pero entendamos que a veces esas fuerzas que condenamos causan la realidad tan celebrada en la ficción y en el arte Colombiano. Sin eso que odiamos de nosotros mismos no habría realismo mágico, no habría gordas de Botero, ni los duelos contados por los juglares vallenatos, ni las historias contadas en telenovelas (que son o eran las mejores), ni las anécdotas que compartimos cada diciembre con la familia. Vaya a ver una celebración decembrina en Suiza, Canadá o Alemania: pocas veces en mi vida he participado en navidades mas aburridas.  

Sin las imperfecciones de nuestra sociedad seriamos un país tal vez más cívico y menos estresante pero sin duda más aburrido y esquizofrénico. Repito: hay que respetar, y créame que cuando regreso de visita esas cosas me chocan y me producen desencanto. Hay que ser menos avaros, apresurados, y si, hay que ser menos bestia, menos animal al manejar, al tratar al otro, y con el cuerpo mismo. 

Si quieren que seamos Japón y vivamos los valores japoneses tiene que recordar y aceptar que el orden, el trabajo, la jerarquía, la obediencia y los demás valores que idealizan también están atados a tazas depresiones y suicidios altísimos, a sociedades que “funcionan” pero que han perdido su razón de ser. Los japoneses trabajan si saber ya ni para qué, los jóvenes están teniendo hijos y nada los motiva. Los coreanos resienten sus autoridades. Sí, viven vidas prósperas pero sin un motivo, sin una razón. Son trabajadores pero cínicos. Son ricos pero deprimidos.  El aburrimiento, el tedio, la depresión caracteriza estas sociedades de inviernos largos y oscuros, de estabilidad laboral pero consumismo implacable. Y les pregunto, ¿Es esa la mejor imagen para soñar la Colombia que queremos construir? ¿Es esa la única brújula que tenemos para imaginar el futuro?  

Memorias de un Call Center

 

A este trabajo le debo el ver florecillas rosadas flotando en charcos recién formados por la lluvia, el trópico,

Le debo un poema sobre las hojas verdes profundo, mojadas por las gotas prematuras,

Un poema a las ramas deformes y vacías que se balancean,

También innumerables enojos y tedio,

Un fulgor inesperado de verde cálido cuando se abre la puerta y el aire abrazante te penetra,

La imponente silueta del edificio,

Aristas claras que se sobreponen sobre el color rosado del ocaso,

Miles de figuritas: murciélagos diminutos que se escapaban del cuarto de máquinas en la terraza del edificio,

A este trabajo le dejo el cosquilleo y la ligera angustia de lanzarme a una cara bella, leve,

Tardes frías y solitarias, notas al margen de textos, ahora irrecobrables,

La imagen repentina de la vejez y el desasosiego,

El recuerdo de un anciano que trabajaba conmigo, que en los descansos se sentaba sobre la banca, cabeza abajo,

Mirándose las manos, sin imaginarse que el árbol de su costado arroja una sombra bellísima que lo protege; a pedazos.

 

Última semana en Gainesville

La roca y la piedra: archivo de nuestra materialidad

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Mi proyecto doctoral como algunos saben consiste en investigar las novelas y poemas que incluyen lo pétreo como referente literario. Es decir, estudio obras que recogen la experiencia del hombre y la roca en esa relación: novelas de minería, poemas que ensamblan al minero y a la miseria, cuentos que trazan una línea de fuga como recorriendo una veta subterránea. Por eso me interesan los ensamblajes, las formaciones, los cuerpos que se forman en el acto de excavar: hombre, herramienta, pica y dinamita, pulmón y piel, veta y metal, sangre y oro, etc. A veces entretengo ideas a otra escala, ideas que atienden a procesos mas pequeños, casi micro-procesos, es decir ideas que se manejan a nivel molecular: partículas, moléculas, poros, flujos líquidos, devenires casi imperceptibles, cuerpos que escapan nuestra visión.

Cuando sostenemos un pedazo de roca en la mano o palpamos una pared de cemento estamos en contacto con fuerzas inimaginables que pasan desapercibidas la mayoría de veces. Hay que entonces adentrarse, concentrarse un poco para entender otras escalas de devenires, y de interacciones, escalas que en lo molecular contrastan ampliamente con las fuerzas que las generan, la presión que forma rocas y el tiempo de la roca: para lo mineral somos una mosca de corta vida.

La roca, el polvo, es nuestro destino. Al final, las rocas son la historia de nuestra especie y sus acciones. En cierto modo, contienen la forma definitiva del archivo, y albergan información más allá de cualquier intento de comprensión. Las rocas, en sus mil formas, tipos y clases son depositarias del tiempo, ya que este siempre se convierte en espacio: nos contienen, nos contendrán, como dijo Nietzsche, estamos destinados al reino mineral. Imaginemos cuántos fragmentos de rocas trituradas forman un edificio de concreto, ¿Cuánta información se almacena en fragmentos repartidos en todo el edificio, cuánto podemos aprender de ellos? ¿Cuánto podemos saber de ellos? Hay miles de rocas que se rompen todos los días, listas para convertirse en muros, cimientos, concreto, aceras, etc. En cierto modo, estamos habitando y caminando todos los días de nuestra vida sobre en huesos aplastados de la tierra.

Hay una sensación difícil de describir, una especie de horror de lo sublime y, al mismo tiempo, un shock cuando nos encontramos frente a la presencia de una mina que se extiende por kilómetros bajo tierra o un sitio gigante que se despliega infinitamente, en espiral como en las explotaciones de cielo abierto. En su presencia, recordamos de golpe lo insignificante de nuestro ser en relación a las dinámicas más grandes y lentas de la tierra, pero también nos sobrecoge la cantidad de materia, información, historias, vidas que están enterradas bajo toneladas y toneladas de rocas que son también de tiempo.

La roca -si la contemplamos en sí misma- generalmente no está enterrada, alguien tuvo que hacer la labor de extraerla para el uso o la contemplación de otro. En eso se basa la lectura económica: computar cuanta labor hace falta para localizar y extraer metales y minerales. Pero también existe la realidad de rocas enterradas, almacenadas bajo la protección de la tierra. Tal vez estas formaciones han muerto, porque todas las cosas muertas o no relevantes tienden a ser enterradas, pero también podemos decir que los objetos que se encuentran bajo tierra son desconocidos, misteriosos y retraídos. Podemos especular sobre una cierta aura que rodea una roca, o un pedazo de metal que proviene de las entrañas de la tierra. Hay algo liminal en esa roca, hay -como en las máquinas y la tecnología de hoy en día- trazas de procesos extremos que formaron y deformaron este objeto; probablemente bajo la presión de miles de grados y toneladas que lo moldearon hasta forjar la forma y textura que posee hoy. Al final a eso se reduce la geología, y hasta cierto punto el objeto de mi proyecto: un análisis de tiempo y presión. Tal vez mi tesis me obligue a pensar como piensan los geólogos y termine siendo un trabajo mas geológico que literario.

Hay rocas y piedras compuestas que no solo cuentan su propia historia, sino que contienen muchos otros fragmentos de otras rocas que entraron en contacto en algún punto, formando un objeto que se contiene a sí mismo, pero también a otros en el interior y superficie, otras historias, puede ser leído como una matriz o el eje de una colectividad (en cierto modo heterogénea). Hay rocas que se fusionan con otros minerales y se convierten en ninguno de los dos, ni en A ni en B. Hay metales que, al sostenerlos en nuestras manos, nos fascinan porque de alguna manera sentimos el tiempo, el espacio la presión que se necesitó para convertirlos en lo que son. En cierto modo, estamos sosteniendo objetos que de forma escalofriante apuntan hacia nuestro destino inevitable y al mismo tiempo intentan decir algo sobre nuestros orígenes, permanecen en silencio allí, aparentemente sin respuesta, como materia inerte, pero si aprendemos a hablar su lenguaje cientos de historias comienzan a formarse. Pero también hay afectos que nos invaden somáticamente y sin concientizarlos plenamente. Al ver oro puro nuestros sentidos se agudizan, intuimos fortuna, intuimos una extensión de nuestros poderes y afectos, nuestra capacidad para afectar otros cuerpos. El oro, la plata, los metales “preciosos” nos seducen con una mezcla de encanto y temor. Nos dicen que albergan estabilidad, seguridad, valor pero también están marcados por violencia y muerte. Sabemos que los objetos de adoración de los chibchas y muchas culturas nativas americanas fueron rapados por los españoles indiscriminadamente solo para luego ser arrojados en calderos gigantes que escupían lingotes, bloques isomorfos, aburridos, muertos. La vida y la fantasía los impulsos vitales de los indígenas se comprimían en un ladrillo de oro, una sustancia ahora llena de violencia y potencialidad en una forma material absolutamente muerta.

Al observar un cráneo, pensamos en nuestra propia finitud, en el significado de nuestra existencia y en otras preguntas; sin embargo, al mirar una roca, surge un conjunto diferente de preguntas que hemos ignorado o descartado durante siglos. De cierta manera una roca puede decir tanto como un cráneo sobre el pasado y sobre la naturaleza de nuestras relaciones con la vida humana y no humana. Cuando uno se sienta y contempla una roca o una pieza de metal, la mente se plantea una pregunta más amplia y, en cierto sentido, más difícil. ¿Qué es esto que llamamos mineral?¿Es esta roca -como todas las rocas- un memento mori no más? ¿No un memento mori antropocéntrico, sino mas profundo acaso, terrestre o terrenal? ¿Es esta pieza de materia más que un objeto inerte? Si es así, ¿Cómo nos ubicamos cuando contemplamos un mineral? ¿Es esta roca el destino de todas las formas de vida en este planeta, cuando se convierta en una masa gigante y estéril como Marte o Venus? ¿Estamos obligados a ser uno con la Tierra cuando morimos solo para ser uno con el universo? Si nos invade un momento de angustia al reflexionar sobre un cráneo, intuyo que puede haber un momento aún más intenso -de destrucción anticipada-, no solo una desaparición individual sino una etapa absoluta en la que la Tierra se convierte en una esfera árida plagado de volcanes que, de alguna manera, nos sostiene esparcida y microscópicamente. Al final una roca no es mas que un registro sobre nuestro pasado pero también y de manera atemorizante un vistazo a nuestro futuro y nuestro destino final.

 

 

 

Poema tardío para A.

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Para que las palabras guarden los atardeceres
que hemos visto por separado,
cada uno sin saber del otro.
Quiero que los símbolos sean descifrados.
El gris del viento, el verdinegro del mar.
En esta ciudad solitaria hablamos sobre la idea de la ballena.
Del acto de tomar té y comer frutas.
De las simpatías y de los ancestros que nos avergüenzan.
De la ansiedad que signa a todos tus hermanas.

Siempre me gustó imaginar los caminos que
recorrieron los abuelos para que estemos hoy aquí.
Cuántos países, cuántas lenguas, los mares, las guerras, desencuentros, inviernos, fatalidad, exilio, el sueño socialista, el Siglo, 1901, 1929, 2016…

En realidad poco nos une: ciertas ideas, algunos días de ensueño en Granada,
coincidir en el Gayanéh de Khachaturian, aprender a hacer ochos en tango.

Más el azar electivo nos condujo a encontrarnos.
No sabremos la razón.
No habrá ninguna justificación.

Sin embargo, propongo abandonar la duda.
En vez, quisiera recorrer el verde inacabable contigo,
tomar todo el azafrán, contemplar un atardecer desde el Rose Garden,

y un día cualquiera sin anticipación, dejar de vernos para siempre.
Muchos años, e incluso más, ahí en ese lugar donde las décadas se vuelven el absoluto, entre los celajes, ahí cumpliremos nuestra cita.

Crónica de un encuentro con el otro.

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En diciembre de 2018 hice un viaje a Colombia. Visité Bogotá, Bucaramanga, y mi pueblo, Barichara. Generalmente viajo ligero de equipaje, pero esta vez llené mis valijas de donaciones: ropa nueva, usada, y útiles de aseo. En vez de llevar regalos y botellas de champan como hace un año, esta vez decidí recolectar donaciones para llevar a los refugiados venezolanos que caminan las carreteras de Colombia huyendo del desamparo.

Mi profesión es enseñar español en Vancouver, Canadá, y gracias a eso, entro en contacto con personas de toda clase y edad a los que lo único que los une es un esfuerzo básico de mejorar su idioma. Pero en ellos encontré apoyo para hacer esto posible. Les comenté sobre la crisis venezolana, sobre los caminantes y les dije que iba a llevar lo que pudiera. Su respuesta fue inmediata: algunos me trajeron bolsas llenas de ropa usada o nueva, otros llegaron con utensilios de aseo recién comprados, y los últimos, se manifestaron con billetes de 20 dólares unas horas antes de partir. Un amigo, casi siempre rezagado, logró hacerme llegar un envío de dinero, su pequeña donación, a Colombia sin condiciones: lo podía convertir a pesos, o si no me daba tiempo, convertir en cerveza y bebérmelo a su salud (!).

Una vez en Bucaramanga, mi padre me ayudó a planear todo. La entrega era algo difícil, no tanto por la logística sino por la naturaleza misma de propiciar esta reunión. Se trata, ni mas ni menos, que de buscar un encuentro con el Otro que ocurre de manera inmediata, sin advertencia y en el cual, tanto uno como el otro, estamos expuestos a cualquier cosa, cualquier evento. La contingencia llena esos primeros segundos de contacto. Uno no sabe muy bien cómo va a ser recibido. ¿Acaso con sospecha, con ligero resentimiento, con envidia disimulada? O tal vez con llantos y miradas perturbadoras. El otro también tiene que abrirse a un contacto que no ha anticipado y para el cuál no se está nunca completamente preparado. Pensaran tal vez: ¿Quién es este tipo? ¿Qué quiere? ¿Qué tanto puede ayudar y cómo me presento ante él; apelando a sus emociones, pidiendo acaso más de lo que nos a traído? ¿O aceptando mientras rechazo el hecho y el momento de pedir, especialmente cuando se trata de pedir lo mínimo: alimento, ropa, un poco de dignidad? Para mi, la pregunta era muy sencilla, ¿Cómo aproximarse a un refugiado? ¿Cómo presentarse sin ocasionar una mayor vergüenza en el otro?

(Claro, uno los ve como refugiados, es imposible verlos como otra cosa, pero debemos intentarlo. Son refugiados y se presentan ante uno y la sociedad como tal, pero sabemos -aunque no lo reconocemos a menudo- que son personas, con subjetividad, con agencia moral y facultades propias. Son, o eran, miembros de comunidades, de grupos, de familias, con personalidades diferentes y con profesiones diferentes, con virtudes y vicios, nunca se veían como refugiados y creo que nunca imaginaron convertirse en uno.)

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El encuentro y  sobretodo la anticipación inmediata evoca ansiedad, y esto va para todo tipo de encuentros, claro está. Este tipo de afectos (ansiedad, miedo) invaden los cuerpos en micro segundos y mutan tan rápidamente como uno puede percibirlo. Esta tensión que las dos partes experimentan puede devenir en un mal encuentro o en un buen encuentro. Afortunadamente, el ingenio de mi padre con las palabras y los gestos ayudaron a resolver un poco la tensión ocasionada por aquellas improvisadas reuniones. Su facilidad para des-tensionar el ambiente usando claves rápidas y amables, lanzando chistes, simplemente improvisando, fue clave para construir un momento de confianza y lo que es más importante, enmarcar el acto de donar comida y vestido (quizás un momento delicado e incómodo) en algo un poco mas llevadero. Un momento para recuperar su humanidad, para dejar de ser solo recipientes de comida (animalidad) y reasumir una humanidad expresada en lo mas básico: un minuto donde se permiten volver a ser humanos,–a ser ellos, y no solo refugiados– a través del humor, solidaridad, un instante, tal vez unos segundos no más, de risa entre la tragedia, de fraternidad entre la indiferencia general, una comunión entre personas, efímera pero sencilla, acaso honesta.

Las entregas eran planeadas por mi padre quien conoce los puntos donde los refugiados se congregan. Estos puntos, un parque, una esquina, una arboleda, regularmente cambian, debido a que la policía continuamente prohíbe la formación de grupos allí. Hicimos 3 entregas, dos a las 6 de la mañana y una por la tarde alrededor de las 5 pm. Él también sugirió empacar la ropa en bolsitas y agregar algo de pan, huevos hervidos y dulces (como su contribución personal). En cada una repartimos ropa, comida y elementos de aseo, y en cada una vimos los mismos rostros cansados, golpeados por el sol, y la fatiga. Unos venían de Barquisimeto, otros de Mérida. Era difícil averiguar más sobre ellos. Mi papá siempre con mas soltura que yo, lograba hacerlos hablar o mejor, formar un momento de confianza para que dijeran algo de si mismos, así fueran conversaciones cortas, pero eran generalidades: cuantos venían, de donde venían, cuantos había en un grupo. Siempre encontrábamos familias, niños, ancianos. Pero una vez completábamos la entrega y nos veíamos con las manos vacías decidíamos despedíamos. Parecía que era el momento menos imprudente para terminar nuestro encuentro: tal vez unos minutos más y se disgregarían, todo empezaría a perder sentido, nos haríamos menos visibles y tal vez hasta incómodos. Siempre es difícil encontrar el segundo perfecto para decir adiós.

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Lo que si sabíamos es que si se mostraban consternados o parcos, no era por gusto. El viaje debía haber sido épico: atravesar países a pie no es poco admirable. Para llegar a Bucaramanga desde cualquier punto de Venezuela, ellos tenían que atravesar la Cordillera Oriental de Colombia, el sistema montañoso mas extenso del país. Antes de descender a Bucaramanga que está a unos 700 msnm, y se mantiene sobre los 20 grados centígrados, habrían culminado a fuerza en el Páramo de Berlín, en un punto llamado el Picacho a 3300 msnm, y que rodea los 10 grados solo para entonces iniciar el descenso a Bucaramanga. Es decir, se habían enfrentado en la misma tarde al frío del páramo y al calor de Bucaramanga, usando una carretera transitada por camiones de carga pesada, con tramos muy difíciles de curvas cerradas de herradura y con muy pocos lugares para comprar hidratación y comida. A esto, agreguemos la niebla de la alta montaña, en algunos tramos tan espesa que la visibilidad llega a ser de solo unos cuantos metros lo que significa un verdadero peligro cuando se comparte la carretera con camiones, autos, niños y ancianos.

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Para poner las cosas en perspectiva hay que recordarle al lector las dimensiones de las distancias de nuestros países. Aquí no estamos hablando de recorridos amenos por la campiña. Su recorrido en Colombia por lo general se inicia en el calor de Cúcuta, cruce de frontera, a 320 msnm; luego ascienden al Picacho, y bajan en pocas horas a las tierras cálidas de Bucaramanga. La travesía es tan extrema que en este trayecto, para la fecha, ya han muerto 17 caminantes venezolanos. Esto es en Colombia solamente, hay que recordar que para llegar hasta la frontera en Cúcuta desde Mérida tienen que recorrer en bus o a pie 240 kilómetros y desde Barquisimeto, 600 kilómetros.

Dicen que la épica es el genero narrativo que trata sobre las hazañas de un pueblo o también su nacimiento como unidad. La travesía de estos caminantes no solamente cuenta hazañas y revela su bravura sino que da nacimiento a una nueva comunidad, a un país disgregado, acaso imaginario, sin limites ni fronteras, una comunidad fluida pero en la vanguardia de nuestra condición pos-nacionalista o pos-socialista en la región. Su andar es su nacimiento, su formación, ya no solo son venezolanos, ni refugiados, son algo más que se escapa a toda definición totalizante. Los israelitas deambularon 40 años en el Sinaí, tiempo necesario, según los estudiosos de la Biblia, para acabar con una generación mezquina e idolatra. Los caminantes venezolanos están forjando a cada paso, una nueva comunidad marcada por la dificultad pero también la solidaridad, la empatía, y el esfuerzo.

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Nuestras entregas, como casi todos los eventos en la vida, fueron fugaces: en un par de días logramos deshacernos de las donaciones con facilidad. Siempre sorprende cómo objetos tan sólidos y pesados como mis maletas llenas, pueden desintegrarse en minutos: 46 kilos no son mucho para un millón de almas.

Al final se hizo algo, no mucho… pero algo. Creo que ese es el imperativo ético en cualquier encuentro con el desplazado, el refugiado, el vagabundo, o como quiera llamársele. Dar algo de uno, así sea poco y aparentemente insignificante, sin esperar nada a cambio, ni siquiera el agradecimiento del otro. Los hispanoamericanos tenemos un proverbio: “Hoy por ti mañana por mí.” Acá creo que se predica la ayuda desde la reciprocidad y la contingencia que marca nuestras vidas. Pero igual hay cierto sentido de ayudar desde el egoísmo. Algo así como, “ayudar hoy porque mañana me van a ayudar a mi.” Si el refrán lo impulsa a usted a dar, enhorabuena. Adelante. Por mi parte preferiría suscribirme a un concepto de ayuda desinteresada, total y anti-egocéntrica. Que quede claro, esto es solo una aspiración e ideal ético, no un mandato, ni una moralización sobre el dar.

Por otra parte, sobre mis estudiantes aprendí que la gente puede ser sencillamente buena; que cuando pueden ayudar, ayudan, y que si alguien facilita el realizar esa ayuda, están dispuestos a colaborar incluso más de lo que creen. Tengo que aclarar que todo esto fue mas bien un impulso mío, causado por seguir la política y la realidad venezolana contemporánea y tal vez por mi propia experiencia como asilado en Estados Unidos, algo ideado en el momento (unas semanas antes de partir) y sin mucha planeación. No hice mucha campaña, en otras palabras.

Esta experiencia sirvió para recordarme la facilidad y disposición que existe dentro de nosotros para ayudar, para empatizar y actuar, así sea de manera modesta. También, te lleva a imaginar el impacto que pueden tener estas acciones cuando son llevadas a cabo en masa (100 en lugar de 10). Uno, como individuo, como grupo, (o tal vez como individuo vuelto grupo) puede empezar a mover la sociedad, a mover la historia.

En mi vuelo de regreso a Canadá pude ver La Maleta Mexicana, un documental sobre la experiencia de los republicanos durante la Guerra Civil Española (1936-1939), sus derrotas, las batallas, las caminatas interminables, su detención en la frías playas francesas y el desahucio casi total que sufrieron en esos años. El documental rastreaba el paradero de un equipaje lleno de rollos fotográficos sobre la guerra que fue a terminar en México. Seguía el itinerario de la maleta trazando paralelos entre ésta y los miles de refugiados españoles que encontraron un hogar en México, una ayuda en sus palabras “abierta, directa y sin condiciones.” Los mexicanos y el gobierno de Lázaro Cárdenas, nos recordaron que todavía quedaba un vestigio de humanidad en un tiempo marcado por el salvajismo etnocéntrico Europeo por una parte y el interés propio de Los Aliados por la otra. Una lección en hospitalidad para los colombianos, los españoles, los mexicanos pero sobretodo para los habitantes de los llamados países ricos.

Al final, arribé a Vancouver con 2 maletas mucho más ligeras, con muchos deberes pospuestos y, como todos al final, con la ansiedad de iniciar un año y no estar a la par de las expectativas propias y ajenas. Acá, en el Norte Global, la necesidad no cobra la forma de necesidad material como es el caso en nuestros países, sino mas bien de pobreza espiritual, emocional y afectiva. Habrá en mi algo de satisfacción, no tanto por celebrarme, sino por haber podido propiciar esos buenos encuentros, alentar -con lo material- el espíritu de otro. Otro que es como yo, sin más ni menos méritos, sin más ni menos cualidades.

Bárbara y el devenir del afecto

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Hace algunas semanas conocí una chica Chilena que me contó su historia en un par de frases. Tenía su novio de 7 años, vivían en Santiago, habían logrado comprar una casa y vivir dentro de lo regular y predecible. Un día decidieron arriesgarse por un cambio y emigraron a Canadá, a buscar otra vida. Llegaron y encontraron trabajos temporales. Después de algunos meses decidieron separarse. Los horarios disparejos, la presión y cien rostros nuevos malograron su relación. En unos pocos meses eran el otro. Al año, Bárbara tenía un hijo de su nuevo compañero, un tipo canadiense. Nunca hubo amor o nada parecido. Hoy no se hablan. Su exnovio chileno pronto conoció una filipina y se casó con ella. Bárbara ha perdido contacto con él pues la novia filipina ejercita un dominio sobre el tipo bastante considerable. No le permite charlar con Bárbara y hasta donde sé, se ha hecho pasar por él escribiendo en un fingido español chileno que no lo busque, que no le hable. Bárbara tiene un niño de un tipo ajeno a su vida y a su alegría, el chileno tiene una novia asiática que lo mima y lo subyuga a la vez, y la relación estable y cómoda de 8 años terminó quebrada bajo el peso del capitalismo agudo de Vancouver y del devenir molecular e infinitesimal de lo social en palabras del pensador francés Gilles Deleuze.

Uno solo puede preguntarse si el capitalismo fomenta o acaba el amor, si el vínculo entre ellos dos se hubiera deteriorado tanto en Chile como en Canadá, si la decisión de “buscar un cambio” de salir del tedio de lo habitual dentro de lo habitual, terminó por desbaratar cualquier semblanza de apego, si hasta cierto punto no fue esto un golpe auto infligido realizado en parte por el deseo mismo del sujeto de escapar la sedimentación o la “cementizacion” del hábito vuelto prisión.

Conversando con algún conocido éste arriesgó la sencilla tesis de que en estos casos dos cosas pueden pasar, o se aferra el uno al otro, o se alejan desplegando un cambio, o deviniendo en otro al perseguir y abandonar las líneas que lo atraviesan a uno.

En cualquier caso lo que me intriga es el vacío en lugar de explicación: nunca sabremos qué hubiera sido si nunca hubieran salido de Santiago. ¿El hábito, la inercia, los habría separado o unido aún más? ¿Fue el salir de Chile un cambio para buscar un cambio o para acabar con el tedio de la vida burguesa? ¿Quién (o qué) es de culpar acá? ¿Es acaso el orden social del capitalismo tardío con sus demandas sin fin la causa del deterioro en las relaciones? La condición material ejerce peso sobre cualquier relación que existe entre personas, afectiva, romántica, familiar, pero si en el norte global la vida es de mejor “calidad,” ¿cómo entendemos el caso de Bárbara y su pareja? El capitalismo postmoderno nos comprime bajo demandas, horarios disparejos, y la ansiedad agregada del exilio pero también ofrece promesas de felicidad efímeras que se desvanecen con un clic o con un “deslizar hacia la derecha,” nos tienta, distrae y convence de que hay oportunidades inacabables de experimentar con uno mismo o con el otro, (luego con o sin consumación, llega la angustia), las posibilidades marean, o en palabras del filosofo danés Søren Kierkegaard, “El instante de la decisión es el instante de la locura.” Tal vez estos susurros alcanzaron los oídos del exnovio de Bárbara recordándole a su inconsciente que existen cien personas mejores que Bárbara esperando en la pantalla de celular, en el bar o en un simple intercambio de miradas.

 

Joel, o el rodearse de cosas bellas

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Hace algunas semanas había leído en algún volumen de Michel Foucault sus discusiones sobre la moral y la ética de los griegos en la antigüedad. La lectura fue rápida y desordenada pero recuerdo que una frase me cautivó. Hoy día ya creo haber olvidado el argumento que Foucault exponía pero recuerdo la sentencia con claridad: los griegos mas ricos tenían como meta vivir rodeados de objetos hermosos y dejar como legado a los más jóvenes, imagenes y métodos sobre cómo vivir una vida rodeada de belleza. La cita no me abandonó pero tampoco se hizo útil sino hasta que una conocida me comentó que tiene un amigo centroamericano –Joel- que publica fotografías y trinos (tweets) en sus redes sociales sobre sus momentos cotidianos en compañía de su nueva esposa. Esta amiga agregaba que le fastidiaban y a la vez la alegraban. Al principio no supe qué decir, pero después recordé la frase de Foucault sobre la relación de los antiguos con lo estético y le propuse esta tesis adaptada al evento de su amigo y sus continuos posts.

Entonces le recordé lo que había leído y le comenté que no había nada condenable en querer no solo rodearse de objetos que ofrezcan placer estético sino en exponer publicamente sin mesura estas experiencias frente al evento de la experiencia inmediata del arte. Lo que Joel estaba haciendo seguramente sin darse cuenta era no solo compartir esa belleza que lo rodeaba en determinado instante sino envasarla en unas líneas y diseminarla por sus redes sociales para reproducir esa belleza. Al crear un mensaje y agregarle la foto de su picnic de medianoche y de cielo abierto, Joel estaba rodeado de placer estético sobresaliente pero además creaba su propia obra y al hacerlo, toda la estructura de la plataforma digital se movía a su favor y le permitía difundir su evento estético de manera también estética. Joel en este evento lograba rodearse de un objeto más (su post) en su búsqueda inconsciente tal vez de lo estético y su manifestación.

Pensando en Joel y en la sociedad digital se podría decir que en realidad la sentencia de Foucault no solo aplica a los antiguos sino que se produce y reproduce aún con más ímpetu en nuestros días, pues ¿qué perfil o qué cuenta digital personal no está de alguna manera estétizada para producir una suerte de bienestar efímero y casi imperceptible frente a la experiencia de formas y estructuras que se articulan bajo el funcionalismo ornamental? Además, tal vez hoy el criterio más dominante de nuestros días (¿ideología?) -aparte del imperativo de labor y acumulación de capital- sería el de llevar vidas plenas, en harmonía imposible con los requerimientos externos del capital, donde el cuerpo sano, bien nutrido y bien vestido se convierte en la norma y el paradigma de la normatividad de la aparición (lo que se ve, lo que aparece), la ciencia que regula que tipo de cuerpos aparecen y en qué modo. No estamos entrando quizás a la era de la imagen vacía, del paquete en si mismo, de la superficie como fin en sí misma más allá de cualquier preocupación por el contenido.? No es ésta la era que ya Debord había pronosticado y había descodificado en su sociedad del espectáculo? Lo que me atrae a estos lineamientos contemporáneos impuestos por el capital bajo el funcionamiento neoliberal, es el carácter dominante y rígido que nos empuja hacia la estétizacion total del cuerpo a la construcción de vidas rodeadas de excesos de belleza y con la frívola pero inconsciente intención de dejar retratos de juventud bellos para el porvenir incierto y no-vivible, el futuro retrato que aguarda la hora de su descubrimiento en muchos años, ya cuando seamos solo huesos secos o cenizas.

Cada día se reifica mas la idea de la belleza y la inmediatez de la obra de arte como un ejercicio de estetas donde todos podemos ser nuestro propio “agente de imagen,” un oficio restringido en el pasado solo a los ultra-ricos o la monarquía, un orden socio-económico-estético donde el objetivo no es tanto acumular y vivir bien sino construir una vida material y una digital dramáticamente bella, donde culminen nuestros esfuerzos más banales, pero donde se condensen en una sola imagen, tal vez sin darnos cuenta, las contradicciones y los rasgos más salvajes del capitalismo de fase avanzada bajo el cual vivimos. En esta imagen para el futuro, en este retrato perfecto, en esa cara ahora muy real (y algún día deshecha) concluyen muchas horas y mucha energía almacenadas solo como registro de vida, de belleza, de una aspiración momentánea ante la eternidad o alguna fantasía similar del ego y la subjetividad bajo el signo de la vanidad.

Recuerdo a mi amiga y a los muchos que acumulan una serie de días banales que llaman vida. Recuerdo a esta joven como puedo imaginarme a mil y pienso que no seria muy descabellado arriesgar la tesis de que al final, en vista que sus días no serán rememorados por nadie, ni su contribución a la sociedad premiada y loada como se alaba a las celebrities del mundo, en vista de este prospecto inminente de desvanecer y de no-ser, un abismo de terror, un horror vacui es apaciguado mediante la distracción y la plenitud momentánea de impregnar los medios de registro y la memoria ajena con imágenes ante todo bellas. En el mundo neoliberal, éstas no tienen que ser normativas, pero lo que si tienen que ser -y a veces su única justificación explícita esta basada en esto- es bellas, que provoquen placer ante la mirada del otro, que produzcan ante todo el deseo del otro para recordar a Lacan.

Si Joel se enmarcaba en un entorno relativamente bello y no solo lo vivía y experimentaba en la inmediatez de su subjetividad, sino que lo congelaba y lo aseguraba en el formato de una imagen deficiente pero muy duradera lo hacía en parte para dejar a esos otros que nos van a sobrevivir el testamento (o la ilusión) de una existencia no solo útil, productiva, provechosa para el grupo o para el clan familiar, sino en última instancia bella, completa; formada por líneas, colores y texturas (al menos como ha quedado en su intención y logro fotográfico) placenteras al espectador lejano y al mismo tiempo altamente fantasmagórico. Pues si algo nos dice la foto de un joven tomada y entendida o mas bien asumida de vieja data, es la actual e innegable cesación del ser. No solo del retratado sino secundariamente del espectador, quien al entrar en la inmediatez de la fotografía se precipita sin saberlo hacia el memento mori. Ya lo decia Rolland Barthes.

En este contexto tampoco no estaríamos muy lejos -aunque valdría la pena asegurarse de inconsistencias inadvertidas- de poder usar la concepción del teórico y documentalista Harun Farocki sobre la imagen operativa para entender como estas imágenes que construimos para el presente y para el futuro postmortem son imágenes que propulsan a actuar, en específico propulsan a otros hacia la acción, en este caso la imitación del afán estético y evitar el horror al vacío que acecha la subjetividad neoliberal.

Sea como sea, parece que hoy no basta con acumular, contribuir a la sociedad o convertirse en seres reproductores de la subjetividad nacional-capitalista. La tarea cada día más accesible -y hecha acaso una suerte de obligación moderna en estos días- es acaso la producción y la documentación del cuerpo propio, de la experiencia y de la inmediatez del evento (conscientemente para el yo mismo y para el otro presente, inconscientemente para el otro aguardando en algún rincón del devenir) registrado bajo los parámetros estéticos aceptados por la contingencia de nuestros días.