En diciembre de 2018 hice un viaje a Colombia. Visité Bogotá, Bucaramanga, y mi pueblo, Barichara. Generalmente viajo ligero de equipaje, pero esta vez llené mis valijas de donaciones: ropa nueva, usada, y útiles de aseo. En vez de llevar regalos y botellas de champan como hace un año, esta vez decidí recolectar donaciones para llevar a los refugiados venezolanos que caminan las carreteras de Colombia huyendo del desamparo.
Mi profesión es enseñar español en Vancouver, Canadá, y gracias a eso, entro en contacto con personas de toda clase y edad a los que lo único que los une es un esfuerzo básico de mejorar su idioma. Pero en ellos encontré apoyo para hacer esto posible. Les comenté sobre la crisis venezolana, sobre los caminantes y les dije que iba a llevar lo que pudiera. Su respuesta fue inmediata: algunos me trajeron bolsas llenas de ropa usada o nueva, otros llegaron con utensilios de aseo recién comprados, y los últimos, se manifestaron con billetes de 20 dólares unas horas antes de partir. Un amigo, casi siempre rezagado, logró hacerme llegar un envío de dinero, su pequeña donación, a Colombia sin condiciones: lo podía convertir a pesos, o si no me daba tiempo, convertir en cerveza y bebérmelo a su salud (!).
Una vez en Bucaramanga, mi padre me ayudó a planear todo. La entrega era algo difícil, no tanto por la logística sino por la naturaleza misma de propiciar esta reunión. Se trata, ni mas ni menos, que de buscar un encuentro con el Otro que ocurre de manera inmediata, sin advertencia y en el cual, tanto uno como el otro, estamos expuestos a cualquier cosa, cualquier evento. La contingencia llena esos primeros segundos de contacto. Uno no sabe muy bien cómo va a ser recibido. ¿Acaso con sospecha, con ligero resentimiento, con envidia disimulada? O tal vez con llantos y miradas perturbadoras. El otro también tiene que abrirse a un contacto que no ha anticipado y para el cuál no se está nunca completamente preparado. Pensaran tal vez: ¿Quién es este tipo? ¿Qué quiere? ¿Qué tanto puede ayudar y cómo me presento ante él; apelando a sus emociones, pidiendo acaso más de lo que nos a traído? ¿O aceptando mientras rechazo el hecho y el momento de pedir, especialmente cuando se trata de pedir lo mínimo: alimento, ropa, un poco de dignidad? Para mi, la pregunta era muy sencilla, ¿Cómo aproximarse a un refugiado? ¿Cómo presentarse sin ocasionar una mayor vergüenza en el otro?
(Claro, uno los ve como refugiados, es imposible verlos como otra cosa, pero debemos intentarlo. Son refugiados y se presentan ante uno y la sociedad como tal, pero sabemos -aunque no lo reconocemos a menudo- que son personas, con subjetividad, con agencia moral y facultades propias. Son, o eran, miembros de comunidades, de grupos, de familias, con personalidades diferentes y con profesiones diferentes, con virtudes y vicios, nunca se veían como refugiados y creo que nunca imaginaron convertirse en uno.)
El encuentro y sobretodo la anticipación inmediata evoca ansiedad, y esto va para todo tipo de encuentros, claro está. Este tipo de afectos (ansiedad, miedo) invaden los cuerpos en micro segundos y mutan tan rápidamente como uno puede percibirlo. Esta tensión que las dos partes experimentan puede devenir en un mal encuentro o en un buen encuentro. Afortunadamente, el ingenio de mi padre con las palabras y los gestos ayudaron a resolver un poco la tensión ocasionada por aquellas improvisadas reuniones. Su facilidad para des-tensionar el ambiente usando claves rápidas y amables, lanzando chistes, simplemente improvisando, fue clave para construir un momento de confianza y lo que es más importante, enmarcar el acto de donar comida y vestido (quizás un momento delicado e incómodo) en algo un poco mas llevadero. Un momento para recuperar su humanidad, para dejar de ser solo recipientes de comida (animalidad) y reasumir una humanidad expresada en lo mas básico: un minuto donde se permiten volver a ser humanos,–a ser ellos, y no solo refugiados– a través del humor, solidaridad, un instante, tal vez unos segundos no más, de risa entre la tragedia, de fraternidad entre la indiferencia general, una comunión entre personas, efímera pero sencilla, acaso honesta.
Las entregas eran planeadas por mi padre quien conoce los puntos donde los refugiados se congregan. Estos puntos, un parque, una esquina, una arboleda, regularmente cambian, debido a que la policía continuamente prohíbe la formación de grupos allí. Hicimos 3 entregas, dos a las 6 de la mañana y una por la tarde alrededor de las 5 pm. Él también sugirió empacar la ropa en bolsitas y agregar algo de pan, huevos hervidos y dulces (como su contribución personal). En cada una repartimos ropa, comida y elementos de aseo, y en cada una vimos los mismos rostros cansados, golpeados por el sol, y la fatiga. Unos venían de Barquisimeto, otros de Mérida. Era difícil averiguar más sobre ellos. Mi papá siempre con mas soltura que yo, lograba hacerlos hablar o mejor, formar un momento de confianza para que dijeran algo de si mismos, así fueran conversaciones cortas, pero eran generalidades: cuantos venían, de donde venían, cuantos había en un grupo. Siempre encontrábamos familias, niños, ancianos. Pero una vez completábamos la entrega y nos veíamos con las manos vacías decidíamos despedíamos. Parecía que era el momento menos imprudente para terminar nuestro encuentro: tal vez unos minutos más y se disgregarían, todo empezaría a perder sentido, nos haríamos menos visibles y tal vez hasta incómodos. Siempre es difícil encontrar el segundo perfecto para decir adiós.
Lo que si sabíamos es que si se mostraban consternados o parcos, no era por gusto. El viaje debía haber sido épico: atravesar países a pie no es poco admirable. Para llegar a Bucaramanga desde cualquier punto de Venezuela, ellos tenían que atravesar la Cordillera Oriental de Colombia, el sistema montañoso mas extenso del país. Antes de descender a Bucaramanga que está a unos 700 msnm, y se mantiene sobre los 20 grados centígrados, habrían culminado a fuerza en el Páramo de Berlín, en un punto llamado el Picacho a 3300 msnm, y que rodea los 10 grados solo para entonces iniciar el descenso a Bucaramanga. Es decir, se habían enfrentado en la misma tarde al frío del páramo y al calor de Bucaramanga, usando una carretera transitada por camiones de carga pesada, con tramos muy difíciles de curvas cerradas de herradura y con muy pocos lugares para comprar hidratación y comida. A esto, agreguemos la niebla de la alta montaña, en algunos tramos tan espesa que la visibilidad llega a ser de solo unos cuantos metros lo que significa un verdadero peligro cuando se comparte la carretera con camiones, autos, niños y ancianos.
Para poner las cosas en perspectiva hay que recordarle al lector las dimensiones de las distancias de nuestros países. Aquí no estamos hablando de recorridos amenos por la campiña. Su recorrido en Colombia por lo general se inicia en el calor de Cúcuta, cruce de frontera, a 320 msnm; luego ascienden al Picacho, y bajan en pocas horas a las tierras cálidas de Bucaramanga. La travesía es tan extrema que en este trayecto, para la fecha, ya han muerto 17 caminantes venezolanos. Esto es en Colombia solamente, hay que recordar que para llegar hasta la frontera en Cúcuta desde Mérida tienen que recorrer en bus o a pie 240 kilómetros y desde Barquisimeto, 600 kilómetros.
Dicen que la épica es el genero narrativo que trata sobre las hazañas de un pueblo o también su nacimiento como unidad. La travesía de estos caminantes no solamente cuenta hazañas y revela su bravura sino que da nacimiento a una nueva comunidad, a un país disgregado, acaso imaginario, sin limites ni fronteras, una comunidad fluida pero en la vanguardia de nuestra condición pos-nacionalista o pos-socialista en la región. Su andar es su nacimiento, su formación, ya no solo son venezolanos, ni refugiados, son algo más que se escapa a toda definición totalizante. Los israelitas deambularon 40 años en el Sinaí, tiempo necesario, según los estudiosos de la Biblia, para acabar con una generación mezquina e idolatra. Los caminantes venezolanos están forjando a cada paso, una nueva comunidad marcada por la dificultad pero también la solidaridad, la empatía, y el esfuerzo.
Nuestras entregas, como casi todos los eventos en la vida, fueron fugaces: en un par de días logramos deshacernos de las donaciones con facilidad. Siempre sorprende cómo objetos tan sólidos y pesados como mis maletas llenas, pueden desintegrarse en minutos: 46 kilos no son mucho para un millón de almas.
Al final se hizo algo, no mucho… pero algo. Creo que ese es el imperativo ético en cualquier encuentro con el desplazado, el refugiado, el vagabundo, o como quiera llamársele. Dar algo de uno, así sea poco y aparentemente insignificante, sin esperar nada a cambio, ni siquiera el agradecimiento del otro. Los hispanoamericanos tenemos un proverbio: “Hoy por ti mañana por mí.” Acá creo que se predica la ayuda desde la reciprocidad y la contingencia que marca nuestras vidas. Pero igual hay cierto sentido de ayudar desde el egoísmo. Algo así como, “ayudar hoy porque mañana me van a ayudar a mi.” Si el refrán lo impulsa a usted a dar, enhorabuena. Adelante. Por mi parte preferiría suscribirme a un concepto de ayuda desinteresada, total y anti-egocéntrica. Que quede claro, esto es solo una aspiración e ideal ético, no un mandato, ni una moralización sobre el dar.
Por otra parte, sobre mis estudiantes aprendí que la gente puede ser sencillamente buena; que cuando pueden ayudar, ayudan, y que si alguien facilita el realizar esa ayuda, están dispuestos a colaborar incluso más de lo que creen. Tengo que aclarar que todo esto fue mas bien un impulso mío, causado por seguir la política y la realidad venezolana contemporánea y tal vez por mi propia experiencia como asilado en Estados Unidos, algo ideado en el momento (unas semanas antes de partir) y sin mucha planeación. No hice mucha campaña, en otras palabras.
Esta experiencia sirvió para recordarme la facilidad y disposición que existe dentro de nosotros para ayudar, para empatizar y actuar, así sea de manera modesta. También, te lleva a imaginar el impacto que pueden tener estas acciones cuando son llevadas a cabo en masa (100 en lugar de 10). Uno, como individuo, como grupo, (o tal vez como individuo vuelto grupo) puede empezar a mover la sociedad, a mover la historia.
En mi vuelo de regreso a Canadá pude ver La Maleta Mexicana, un documental sobre la experiencia de los republicanos durante la Guerra Civil Española (1936-1939), sus derrotas, las batallas, las caminatas interminables, su detención en la frías playas francesas y el desahucio casi total que sufrieron en esos años. El documental rastreaba el paradero de un equipaje lleno de rollos fotográficos sobre la guerra que fue a terminar en México. Seguía el itinerario de la maleta trazando paralelos entre ésta y los miles de refugiados españoles que encontraron un hogar en México, una ayuda en sus palabras “abierta, directa y sin condiciones.” Los mexicanos y el gobierno de Lázaro Cárdenas, nos recordaron que todavía quedaba un vestigio de humanidad en un tiempo marcado por el salvajismo etnocéntrico Europeo por una parte y el interés propio de Los Aliados por la otra. Una lección en hospitalidad para los colombianos, los españoles, los mexicanos pero sobretodo para los habitantes de los llamados países ricos.
Al final, arribé a Vancouver con 2 maletas mucho más ligeras, con muchos deberes pospuestos y, como todos al final, con la ansiedad de iniciar un año y no estar a la par de las expectativas propias y ajenas. Acá, en el Norte Global, la necesidad no cobra la forma de necesidad material como es el caso en nuestros países, sino mas bien de pobreza espiritual, emocional y afectiva. Habrá en mi algo de satisfacción, no tanto por celebrarme, sino por haber podido propiciar esos buenos encuentros, alentar -con lo material- el espíritu de otro. Otro que es como yo, sin más ni menos méritos, sin más ni menos cualidades.