“A la literatura no le corresponde mostrar una nación sino también decir y transformar por medio de las letras volviéndose entonces una práctica social.”
“¡Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos!”
Aunque Hijo del salitre podría ser insertada en un plano unidimensional más pedagógico que literario, podríamos rescatar un par de factores que configuran el relato: denuncia social (forma estética) y por su contribución crónica (forma histórica). Hijo del salitre (1952) del chileno Volodia Teitelboim constituye uno de los relatos claves dentro de la historiografía del proletariado chileno al localizarse como lectura obligada para el que quiera adentrarse a los orígenes de los movimientos sindicales de Chile y su devenir en partido obrero socialista bajo la dirección del líder obrero Luis Emilio Recabarren, en 1912.
Hijo del salitre narra la gesta de los trabajadores salitreros del norte grande siguiendo de cerca la historia de un abnegado líder de masas, Elías Lafertte tambien -minero del salitre y posteriormente secretario de la federación obrera de Chile- desde la formación del primer conjunto de oficinas salitreras hasta la dramática resolución de la huelga de los 18 peniques en lo que se denominó luego la matanza de la escuela de Santa Maria de 1907, en Iquique. En sus más de 400 páginas Teitelboim pretende incorporar la historia proletariada chilena del norte del país para configurar un relato total que dé cuenta de los eventos más dramáticos que han forjado esta lucha social: las injusticias humanas y sociales que enfrenta su protagonista Lafertte junto a los demás trabajadores del salitre.
El héroe, Lafartte quien es individual y colectivo a la vez podría ser, en sus caracteres esenciales y por sus sufrimientos, el pueblo de cualquier parte del mundo donde todavía hay pobres y ricos y, en forma más específica, la gente común de América Latina. En el prólogo de la primera edición los editores aclaran: “Volodia Teitelboim es eso, un luchador de vanguardia. Como tal, se comporta en la acción civil y en esta nueva forma de actuar: la novela. Pero tampoco es un panfleto, una oración política o una novela histórica. Es simplemente una obra realista por los cuatro costados.”
Pero probablemente uno de los valores más destacables de esta obra es introducir en la novela chilena al personaje “proletariado” como una clase social independiente. Algo similar escribe Pablo Neruda en su prólogo a la segunda edición: “De ahí que en el vasto drama de Chile, el protagonista incesante sea el pueblo… este libro nos muestra con pureza y profundidad el amanecer de la conciencia.” Aunque encontramos la noción de la conciencia como punto ideal de alcanzar una auto-realización, ciertamente no se trata de la misma conciencia que algunos años más tarde Carlos Fuentes y Julio Cortazar durante el apogeo del boom prefiguraran como la máxima expresión del ser latinoamericano. Neruda parece aludir al amanecer de una conciencia de clase -que siguiendo a Marx- le permitirá al proletariado constituirse y entenderse como clase privilegiada movilizadora de la dialéctica de la historia occidental.
Más adelante el poeta agrega “Son muchos los problemas del realismo para el escritor en el mundo capitalista.” ¿Qué quiere decir Neruda? Tal vez, que el realismo literario y la representación en general no alcanzan para retratar la frenética y compleja realidad desatada por el capital y su ordenamiento social. Tal vez que el formato de la novela no alcanza a la hora de condensar la experiencia humana, múltiple y molecular. Neruda lo valora por escribir “la crónica definitiva de una época, pues la historia siempre está en disputa con los falsificadores oficiales de la burguesía.” Y nos recuerda de paso al historiador dialectico de Walter Benjamin y su imperativo por salvar una historia a punto de borrarse por siempre. Es este mandato el que le asigna más generalmente Neruda a los escritores de la época: “A los escritores del mundo capitalista nos corresponde preservar la verdad de nuestro tiempo.” Hijo del salitre también recurre a un tipo de “estrategia sinécdoque” que había tratado de esbozar en el post anterior; es decir, la cristalización de un yo colectivo dentro de la trama para dar cuenta de una experiencia mayor social. Teitelboim en su prefacio trata de clasificar su obra constatando que no es una “biografía novelada,” que el héroe es un individuo pero también colectivo a la vez (el proletariado salitrero). Al renunciar al rubro “biografía novelada” Teitelboin parece apelar a la factualidad de los hechos narrados dentro de su novela, mediados por una credibilidad hacia el lenguaje y la composición de lo que Barthes llama el efecto de lo real.
Otro punto que interesa resaltar acá es la pérdida por lo menos temporal de los enlaces al grupo nacional por parte de los sujetos más expuestos a la violencia y a la coerción del capital. Recuerdo la falta de apego de los mestizos que Rivera en La vorágine describe en los llanos colombianos para con cierta idea de la nación, o la falta de subjetividad nacional que proliferaba en las junglas interestatales del amazonas (Perú, Colombia, Brasil) donde poco importaba o no se sabía muy bien si los asentamientos indígenas o los campamentos caucheros correspondían al territorio de algún estado y mucho menos si se podría decir que el anterior los representaba. De igual manera, en los relatos mineros chilenos como en el Hijo del salitre de Teitelboim, hay pasajes donde encontramos una misma insatisfacción y un desapego general en tanto identidades nacionales. Los historiadores confirman el fenómeno de “borramiento” o desvanecimiento de la identidad nacional:
“A las 14:30 horas del viernes 20 de diciembre, llegaron hasta la Escuela Santa María los cónsules en Iquique de Argentina, Bolivia y Perú. Se reunieron con sus connacionales. Les instaron a abandonar el movimiento y dejar la escuela, advirtiéndoles que si no lo hacían, los cónsules no podrían responder por ellos. Les dijeron que la cosa era grave, pues los militares tenían órdenes de disparar y que las balas no discriminarían entre chilenos y extranjeros. La respuesta fue inmediata. Los obreros argentinos, peruanos y bolivianos se negaron a desertar. Los trabajadores bolivianos respondieron a su cónsul: “Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos.”
También leemos pasajes históricos que nos cuentan acerca de esta reorganización de identidades nacionales: “La numerosa columna de huelguistas de Alto San Antonio llegó al puerto de Iquique, sede del gobierno regional, portando banderas de Chile, Perú, Bolivia y Argentina, alojándose en el hipódromo del puerto.”
En las últimas páginas de Hijo de salitre donde Teitelboim describe las últimas palabras emitidas cuando las multitudes huelguistas sentían el ataque del ejército chileno contra ellos, asistimos a una expresión aún más clara de la idea, los mineros y sus familias gritaban la consigna: “¡No queremos más ser chilenos! ¡No queremos más ser chilenos!” (446). Ese renunciar a la identidad nacional parece reproducirse en zonas territoriales donde el estado no solo ha entrado en crisis profunda en tanto entidad protectora de la ciudadanía sino que revela a través de su violencia directa la profunda inoperatividad de regular la vida comunitaria nacional en un territorio determinado además de su impotencia de jure y de facto.
Entonces es en los límites del capitalismo que los estados parecen desplegarse y replegarse simultáneamente de la manera más evidente: desde una inoperatividad y fracaso en lo que comúnmente se llama “presencia del estado” y al mismo tiempo en una exhibición del militarismo más desmedido evidenciando una suerte de impulso por conquistar y manejar el territorio desde el nivel más básico: haciendo uso legítimo de la fuerza. Es una simetría extraña que no nos sorprende: en tierras indefinidas, se acentúan las actitudes y expresiones culturales y sociales más nacionalistas y más intensificadas. Sea en la selva del amazonas o sea en los desiertos salitreros del norte de Chile, las identidades nacionales se refuerzan y se imponen con énfasis por medio del monopolio de la violencia factual porque los sujetos nacionales han cesado, se están diluyendo o están en proceso de solidarizacion comunal, una solidarizacion que arriesga la estabilidad de comandar identidades nacionales. Muchas veces estas asociaciones preceden el estado nación, como las comunidades indígenas que se encuentran en áreas de disputa limítrofe, otras veces los grupos son parte de una ciudadanía predefinida, pero las condiciones de un capitalismo de márgenes los ha empujado hacia una nueve re- significación de lo que llamamos: ciudadanía (legal) o pertenencia al grupo nacional (afectual).
La pertenencia simbólica o la identificación se diluye como se diluyen los colores nacionales de los países pertinentes: es esta operación de dilución de grupos nacionales la que aterroriza al estado. Estas operaciones no se dan sin razón: surgen cuando el capitalismo de márgenes (una maquina alimentada de recursos naturales y humanos que se desplaza en el espacio) -un capitalismo sin las instituciones y las garantías que la doctrina liberal promete y da por sentadas-, se adentra hacia un espacio territorial encontrando poca o ninguna fuerza opositora empujando naturaleza y hombres hacia el abismo de la explotación y la instauración y reproducción de organizaciones productoras sin fin. En estas circunstancias, el capitalismo de márgenes desbocado como fiera sin lazo, produce su propia antítesis dialéctica. Aunque las categorías de particularidad, de forma, de causa, de posibilidad pueden variar, sus correspondientes de generalidad, contenido, efecto y realidad parecen no mostrar variación mayor. Esta antítesis dialéctica toma una forma que no es determinada (organización de obreros mineros en Chile y en Bolivia pero en el caso de las explotaciones caucheras más bien indignación y propuestas burguesas liberales o el fin de las condiciones de producción que requerían estos productos naturales) pero que en su función ofrece una respuesta y una resistencia al avance extraordinario y desmedido del capital. La novela de la mercancía, es decir, la novela del caucho, del salitre, del petróleo, parece emitir señales que apuntan hacia reorganizaciones y conductas similares.
Al final Hijo del salitre es una novela ambiciosa pero se queda corta en algo que podríamos llamar “literalidad.” Su lenguaje, su ritmo y su desarrollo están marcados por rastros de naiveté que impregnan el relato. Sus asociaciones estéticas son banales, y su narración en tercera persona omnisciente, poco convincente. El valor que sin embargo contiene esta novela radica en su operación lúdica/pedagógica que la configura como testimonio/novela desde el pueblo y para el pueblo; sirviendo un propósito determinado de instrucción y recreación, la novela tiene valor no tanto por su innovación estética o su trasgresión a la forma dominante de la novela como tal sino porque se dirige hacia el futuro como parte de una educación popular o una historia popular. De alguna manera el relato de Teitelboim recuerda las ideas sobre educación popular del filósofo Paulo Freire quien proponía que la educación debería restituir la humanidad de los oprimidos una literatura nueva y moderna en lugar de una meramente anticolonial. Esta literatura moderna es la que se constituye como unidad testamentaria de la experiencia prelatariada chilena en Hijo del Salitre.