Literatura como cuerpos y ensamblaje

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¿Qué es la literatura? ¿De qué está hecha? O en otras palabras, ¿qué entendemos por literatura? ¿Un cuerpo de novelas, cuentos y poemas? ¿Una disciplina que nos obligan a tomar en el colegio o en la universidad? ¿Acaso un lugar que asociamos con tedio y libros en desuso? ¿Qué son las novelas? ¿Qué son los poemarios hoy día especies casi en extinción?

Una manera de contestar es proponer de entrada que la literatura como cualquier objeto en el mundo (post)moderno en que vivimos responde a algo que se puede juzgar desde la ciencia de lo útil y lo real. Una respuesta utilitaria propone un objeto intercambiable de mutuo beneficio: yo recibo un cuerpo –el objeto de arte, el libro- a cambo de otro –el equivalente general, i.e., el dinero-. Una explicación que satisface a los deterministas económicos. Contra esta visión de intercambio racional basado en las conveniencias y los intereses hay una línea Batalliana tal vez más interesante que traumatiza esta coherencia de la vida como mecanismo perfecto: la naranja mecánica, el reloj, la maquina donde todo funciona a la perfección -la metáfora ya la conocemos.

Esta línea enfatizaría el acto del gasto: el dar solo por dar, el dar como el diferencial entre otros seres y uno como ser humano. El gasto de los recursos, el gasto de la energía en placer violento, dolor, poesía. ¿A qué campo podríamos adscribir lo que entendemos por literatura? ¿A una mercancía más donde solo lo real, lo usable y lo útil tienen carácter serio? ¿O a el gasto por y en si mismo? Un gasto que no tiene limites y que nos recuerda que la vida es toda gasto más allá de sobrevivencia. ¿Estamos en facultad de elegir acaso, o mas bien nos vemos limitados a las lógicas del capital y el uso puro lo útil como limite máximo de la vida? O, en general, ¿Tenemos acaso escape de una vida enmarcada y regulada solo en función a lo útil, de lo que sirve? Será que Michael Taussig está en lo correcto cuando argumenta que, “nunca estamos en derecho de preferir la seducción, que de hecho, la verdad tiene todo derecho sobre nosotros.” Sin embargo agregando que aún así “hay que responder a algo más fuerte que todo derecho, algo imposible a lo que accedemos solo olvidando la verdad de todo derecho, solo aceptando desaparecer.” (The Devil and Commodity Fetishism in South America), 259.

¿Qué es entonces la literatura? Una mercancía que responde al capital o un espacio de despilfarro y gasto por el gasto mismo? La respuesta mas fácil y tal vez menos interesante es la repuesta del sentido común, la respuesta que escucho a mi alrededor: la literatura es ambas cosas, un poco de mercancía comodificada y un poco de exceso. Hay algo que siempre me molesta de las síntesis facilistas. Hay una pereza intelectual digamos en sumar y no problematizar que el resultado de esa suma tal vez esté impregnado de contradicciones e ideas no pensadas a cabalidad. También me desanima la respuesta en binarismo: o la literatura es objeto medido solo por el valor de intercambio o solo historias dramáticas de muerte y exuberancia.

Si para algo servimos los profesores de literatura hoy día es tal vez para atacar y escapar el perímetro conceptual, epistemológico, político del binarismo… de todos los binarismos. No hacerlo equivale a hacer una reversión sin desplazamiento, es decir movernos sin movernos. Argumentar si avanzar.

¿Entonces que es la literatura?

En palabras llanas la literatura son cuerpos, muchos cuerpos (papel, tinta, hojas, ideas, revisiones, pasiones, traiciones, todos los defino como cuerpos) encerrados por otros cuerpos más grandes: ojos, cerebro, lenguaje, sociedad, normatividad, economía libidinal, sistemas.

Pero mas allá de estas partículas que serian las partes mas básicas, la respuesta corta es esta, la literatura son historias y las historias están hechas de cuerpos y partes, y estas a su vez, se enganchan en otros ensamblajes que forman y toman prestado de la experiencia misma.

Las novelas y cuentos que algunos inspeccionamos con curiosidad (y otros mantienen en cuarentena de por vida!) son nosotros mismos, la vida en toda su inmanencia que no es representada, sino mas bien -al decir de Vargas Llosa, presentada. La vida es la literatura: una maquina compuesta de partes que anda para bien y para mal, hasta que como toda maquina se descompone. Cuando se descompone parcialmente entendemos de repente que todas sus partes son dependientes entre si y de otras, se nos llama la atención como argumentó Heidegger a el rompimiento de la maquina como momento donde lo anterior se evidencia y nuestra dependencia de esos funcionamientos también. Cuando ésta, por el contrario, se descompone totalmente, cesa de funcionar como nuestro cuerpo mismo y previene todo devenir.

La literatura en otras palabras somos nosotros, y nosotros somos la literatura. Ignorarla o desdeñarla, es hacernos un desfavor y tal vez dejarnos conducir con más docilidad por el camino de lo meramente útil, lo provechoso y en su ultimo grado lo transformable en capital; es vivir dentro de la animalidad, subyugados (más bien esclavizados) al trabajo y sujetos a los instintos que determinan la vida animal.

Cuerpos. No solo son el cuerpo humano o el cuerpo animal. Los cuerpos pueden ser partes, símbolos, cuerpos de agua, el cuerpo estudiantil, el cuerpo del delito, el corpus y las demás metáforas que naturalizamos y repetimos sin reflexionar. Nuestro pensar tiene que salir del esquema de estructuras, de ramificaciones y de binarismos. En palabras de Deleuze y Guattari “Estamos hartos de los arboles!” El cuerpo atraviesa como un espectro y deviene en historias, las historias mismas devienen en cuerpos. En algo parecido pensaban estos teóricos cuando nombraron el rizoma. Lo que encontramos es una transgresión. Este desplazamiento tal vez es al que aludía Taussig siguiendo a Bataille. En otras palabras, la literatura, -las historias seria mejor decir- es ese responder a algo mas fuerte que no repara en derechos, la literatura son las historias que nos hacen y nos deshacen solo cuando olvidamos que somos literatura, que somos historias, cuando nos sentimos más cerca al libro y sus ideas, que a nuestro alrededor. La literatura va mas allá de su medio o de su contenido para para contarnos, en el sentido transitivo de contarnos algo, como en el sentido reflexivo de contarnos a alguien. Tal vez hablamos de lo que queda de nuestro devenir como protagonistas futuros y lectores pasados.

 

Crónica de un encuentro con el otro.

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En diciembre de 2018 hice un viaje a Colombia. Visité Bogotá, Bucaramanga, y mi pueblo, Barichara. Generalmente viajo ligero de equipaje, pero esta vez llené mis valijas de donaciones: ropa nueva, usada, y útiles de aseo. En vez de llevar regalos y botellas de champan como hace un año, esta vez decidí recolectar donaciones para llevar a los refugiados venezolanos que caminan las carreteras de Colombia huyendo del desamparo.

Mi profesión es enseñar español en Vancouver, Canadá, y gracias a eso, entro en contacto con personas de toda clase y edad a los que lo único que los une es un esfuerzo básico de mejorar su idioma. Pero en ellos encontré apoyo para hacer esto posible. Les comenté sobre la crisis venezolana, sobre los caminantes y les dije que iba a llevar lo que pudiera. Su respuesta fue inmediata: algunos me trajeron bolsas llenas de ropa usada o nueva, otros llegaron con utensilios de aseo recién comprados, y los últimos, se manifestaron con billetes de 20 dólares unas horas antes de partir. Un amigo, casi siempre rezagado, logró hacerme llegar un envío de dinero, su pequeña donación, a Colombia sin condiciones: lo podía convertir a pesos, o si no me daba tiempo, convertir en cerveza y bebérmelo a su salud (!).

Una vez en Bucaramanga, mi padre me ayudó a planear todo. La entrega era algo difícil, no tanto por la logística sino por la naturaleza misma de propiciar esta reunión. Se trata, ni mas ni menos, que de buscar un encuentro con el Otro que ocurre de manera inmediata, sin advertencia y en el cual, tanto uno como el otro, estamos expuestos a cualquier cosa, cualquier evento. La contingencia llena esos primeros segundos de contacto. Uno no sabe muy bien cómo va a ser recibido. ¿Acaso con sospecha, con ligero resentimiento, con envidia disimulada? O tal vez con llantos y miradas perturbadoras. El otro también tiene que abrirse a un contacto que no ha anticipado y para el cuál no se está nunca completamente preparado. Pensaran tal vez: ¿Quién es este tipo? ¿Qué quiere? ¿Qué tanto puede ayudar y cómo me presento ante él; apelando a sus emociones, pidiendo acaso más de lo que nos a traído? ¿O aceptando mientras rechazo el hecho y el momento de pedir, especialmente cuando se trata de pedir lo mínimo: alimento, ropa, un poco de dignidad? Para mi, la pregunta era muy sencilla, ¿Cómo aproximarse a un refugiado? ¿Cómo presentarse sin ocasionar una mayor vergüenza en el otro?

(Claro, uno los ve como refugiados, es imposible verlos como otra cosa, pero debemos intentarlo. Son refugiados y se presentan ante uno y la sociedad como tal, pero sabemos -aunque no lo reconocemos a menudo- que son personas, con subjetividad, con agencia moral y facultades propias. Son, o eran, miembros de comunidades, de grupos, de familias, con personalidades diferentes y con profesiones diferentes, con virtudes y vicios, nunca se veían como refugiados y creo que nunca imaginaron convertirse en uno.)

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El encuentro y  sobretodo la anticipación inmediata evoca ansiedad, y esto va para todo tipo de encuentros, claro está. Este tipo de afectos (ansiedad, miedo) invaden los cuerpos en micro segundos y mutan tan rápidamente como uno puede percibirlo. Esta tensión que las dos partes experimentan puede devenir en un mal encuentro o en un buen encuentro. Afortunadamente, el ingenio de mi padre con las palabras y los gestos ayudaron a resolver un poco la tensión ocasionada por aquellas improvisadas reuniones. Su facilidad para des-tensionar el ambiente usando claves rápidas y amables, lanzando chistes, simplemente improvisando, fue clave para construir un momento de confianza y lo que es más importante, enmarcar el acto de donar comida y vestido (quizás un momento delicado e incómodo) en algo un poco mas llevadero. Un momento para recuperar su humanidad, para dejar de ser solo recipientes de comida (animalidad) y reasumir una humanidad expresada en lo mas básico: un minuto donde se permiten volver a ser humanos,–a ser ellos, y no solo refugiados– a través del humor, solidaridad, un instante, tal vez unos segundos no más, de risa entre la tragedia, de fraternidad entre la indiferencia general, una comunión entre personas, efímera pero sencilla, acaso honesta.

Las entregas eran planeadas por mi padre quien conoce los puntos donde los refugiados se congregan. Estos puntos, un parque, una esquina, una arboleda, regularmente cambian, debido a que la policía continuamente prohíbe la formación de grupos allí. Hicimos 3 entregas, dos a las 6 de la mañana y una por la tarde alrededor de las 5 pm. Él también sugirió empacar la ropa en bolsitas y agregar algo de pan, huevos hervidos y dulces (como su contribución personal). En cada una repartimos ropa, comida y elementos de aseo, y en cada una vimos los mismos rostros cansados, golpeados por el sol, y la fatiga. Unos venían de Barquisimeto, otros de Mérida. Era difícil averiguar más sobre ellos. Mi papá siempre con mas soltura que yo, lograba hacerlos hablar o mejor, formar un momento de confianza para que dijeran algo de si mismos, así fueran conversaciones cortas, pero eran generalidades: cuantos venían, de donde venían, cuantos había en un grupo. Siempre encontrábamos familias, niños, ancianos. Pero una vez completábamos la entrega y nos veíamos con las manos vacías decidíamos despedíamos. Parecía que era el momento menos imprudente para terminar nuestro encuentro: tal vez unos minutos más y se disgregarían, todo empezaría a perder sentido, nos haríamos menos visibles y tal vez hasta incómodos. Siempre es difícil encontrar el segundo perfecto para decir adiós.

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Lo que si sabíamos es que si se mostraban consternados o parcos, no era por gusto. El viaje debía haber sido épico: atravesar países a pie no es poco admirable. Para llegar a Bucaramanga desde cualquier punto de Venezuela, ellos tenían que atravesar la Cordillera Oriental de Colombia, el sistema montañoso mas extenso del país. Antes de descender a Bucaramanga que está a unos 700 msnm, y se mantiene sobre los 20 grados centígrados, habrían culminado a fuerza en el Páramo de Berlín, en un punto llamado el Picacho a 3300 msnm, y que rodea los 10 grados solo para entonces iniciar el descenso a Bucaramanga. Es decir, se habían enfrentado en la misma tarde al frío del páramo y al calor de Bucaramanga, usando una carretera transitada por camiones de carga pesada, con tramos muy difíciles de curvas cerradas de herradura y con muy pocos lugares para comprar hidratación y comida. A esto, agreguemos la niebla de la alta montaña, en algunos tramos tan espesa que la visibilidad llega a ser de solo unos cuantos metros lo que significa un verdadero peligro cuando se comparte la carretera con camiones, autos, niños y ancianos.

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Para poner las cosas en perspectiva hay que recordarle al lector las dimensiones de las distancias de nuestros países. Aquí no estamos hablando de recorridos amenos por la campiña. Su recorrido en Colombia por lo general se inicia en el calor de Cúcuta, cruce de frontera, a 320 msnm; luego ascienden al Picacho, y bajan en pocas horas a las tierras cálidas de Bucaramanga. La travesía es tan extrema que en este trayecto, para la fecha, ya han muerto 17 caminantes venezolanos. Esto es en Colombia solamente, hay que recordar que para llegar hasta la frontera en Cúcuta desde Mérida tienen que recorrer en bus o a pie 240 kilómetros y desde Barquisimeto, 600 kilómetros.

Dicen que la épica es el genero narrativo que trata sobre las hazañas de un pueblo o también su nacimiento como unidad. La travesía de estos caminantes no solamente cuenta hazañas y revela su bravura sino que da nacimiento a una nueva comunidad, a un país disgregado, acaso imaginario, sin limites ni fronteras, una comunidad fluida pero en la vanguardia de nuestra condición pos-nacionalista o pos-socialista en la región. Su andar es su nacimiento, su formación, ya no solo son venezolanos, ni refugiados, son algo más que se escapa a toda definición totalizante. Los israelitas deambularon 40 años en el Sinaí, tiempo necesario, según los estudiosos de la Biblia, para acabar con una generación mezquina e idolatra. Los caminantes venezolanos están forjando a cada paso, una nueva comunidad marcada por la dificultad pero también la solidaridad, la empatía, y el esfuerzo.

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Nuestras entregas, como casi todos los eventos en la vida, fueron fugaces: en un par de días logramos deshacernos de las donaciones con facilidad. Siempre sorprende cómo objetos tan sólidos y pesados como mis maletas llenas, pueden desintegrarse en minutos: 46 kilos no son mucho para un millón de almas.

Al final se hizo algo, no mucho… pero algo. Creo que ese es el imperativo ético en cualquier encuentro con el desplazado, el refugiado, el vagabundo, o como quiera llamársele. Dar algo de uno, así sea poco y aparentemente insignificante, sin esperar nada a cambio, ni siquiera el agradecimiento del otro. Los hispanoamericanos tenemos un proverbio: “Hoy por ti mañana por mí.” Acá creo que se predica la ayuda desde la reciprocidad y la contingencia que marca nuestras vidas. Pero igual hay cierto sentido de ayudar desde el egoísmo. Algo así como, “ayudar hoy porque mañana me van a ayudar a mi.” Si el refrán lo impulsa a usted a dar, enhorabuena. Adelante. Por mi parte preferiría suscribirme a un concepto de ayuda desinteresada, total y anti-egocéntrica. Que quede claro, esto es solo una aspiración e ideal ético, no un mandato, ni una moralización sobre el dar.

Por otra parte, sobre mis estudiantes aprendí que la gente puede ser sencillamente buena; que cuando pueden ayudar, ayudan, y que si alguien facilita el realizar esa ayuda, están dispuestos a colaborar incluso más de lo que creen. Tengo que aclarar que todo esto fue mas bien un impulso mío, causado por seguir la política y la realidad venezolana contemporánea y tal vez por mi propia experiencia como asilado en Estados Unidos, algo ideado en el momento (unas semanas antes de partir) y sin mucha planeación. No hice mucha campaña, en otras palabras.

Esta experiencia sirvió para recordarme la facilidad y disposición que existe dentro de nosotros para ayudar, para empatizar y actuar, así sea de manera modesta. También, te lleva a imaginar el impacto que pueden tener estas acciones cuando son llevadas a cabo en masa (100 en lugar de 10). Uno, como individuo, como grupo, (o tal vez como individuo vuelto grupo) puede empezar a mover la sociedad, a mover la historia.

En mi vuelo de regreso a Canadá pude ver La Maleta Mexicana, un documental sobre la experiencia de los republicanos durante la Guerra Civil Española (1936-1939), sus derrotas, las batallas, las caminatas interminables, su detención en la frías playas francesas y el desahucio casi total que sufrieron en esos años. El documental rastreaba el paradero de un equipaje lleno de rollos fotográficos sobre la guerra que fue a terminar en México. Seguía el itinerario de la maleta trazando paralelos entre ésta y los miles de refugiados españoles que encontraron un hogar en México, una ayuda en sus palabras “abierta, directa y sin condiciones.” Los mexicanos y el gobierno de Lázaro Cárdenas, nos recordaron que todavía quedaba un vestigio de humanidad en un tiempo marcado por el salvajismo etnocéntrico Europeo por una parte y el interés propio de Los Aliados por la otra. Una lección en hospitalidad para los colombianos, los españoles, los mexicanos pero sobretodo para los habitantes de los llamados países ricos.

Al final, arribé a Vancouver con 2 maletas mucho más ligeras, con muchos deberes pospuestos y, como todos al final, con la ansiedad de iniciar un año y no estar a la par de las expectativas propias y ajenas. Acá, en el Norte Global, la necesidad no cobra la forma de necesidad material como es el caso en nuestros países, sino mas bien de pobreza espiritual, emocional y afectiva. Habrá en mi algo de satisfacción, no tanto por celebrarme, sino por haber podido propiciar esos buenos encuentros, alentar -con lo material- el espíritu de otro. Otro que es como yo, sin más ni menos méritos, sin más ni menos cualidades.

Antes que anochezca

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“Nunca he podido comprender muy bien la locura, pero pienso que las personas que la padecen son una especie de ángeles que no pueden soportar la realidad que los circunda y de alguna manera necesitan irse hacia otro mundo.”

Primero que todo hay que decir que Antes que anochezca de Reinaldo Arenas es un relato mesurado a pesar de tanta maldad impuesta sobre el autor. En la primera mitad del relato hay mucho erotismo marcado por lo anecdotario, el humor y los chismes literarios de una isla donde siempre se sabe lo que pasa, como pueblo de provincia. La segunda mitad, desde el apartado (la cárcel) del Morro el relato es una secuencia de maltratos y el tanteo de los límites de lo humano, el lenguaje, y la resistencia física. Lo mas admirable es el tono que emplea Arenas para relatar las barbaridades que cometían contra él. Hay sin embargo algunas ideas de ambas partes que quisiera recopilar -mas para mis propósitos, no olvidarlas, repasarlas, ensayarlas con otras líneas- que para idealizar o enaltecer principios.

Hacia la mitad del libro cuando Arenas nos cuenta sobre la sexualidad que se vivía en la cárcel, un presidiario es asesinado por acostarse con alguien mas y despertar los celos de su amante. Arenas dice: “le salió cara aquella salida” o algo por el estilo. Después agrega, “todo placer sexual sale caro al final,” a él lo encarcelan en el morro y lo ultrajan de cien maneras por años por vivir una sexualidad sin muchas reglas, pero para los que vivimos otras vidas menos accidentadas que la de Arenas la frase también resuena. Ser infiel puede costar humillaciones, aislamiento y estigmatización; así mismo, pasar fornicando con otros por solo placer de vivir puede conducir fácilmente a celos de terceros, a contagiarse de alguna enfermedad de por vida o a la muerte.

En fin, el sexo es caro, y en Antes que anochezca se paga de varias maneras: embarazos no deseados, abortos, depresiones, o simplemente soledad. Si este ejercicio de la sexualidad se desvía de las normas de lo heteronormativo el precio, como hemos leído en sus memorias, es aun mayor. En una de las visitas de su madre a la cárcel del Morro, Arenas describe la vergüenza que su madre lo viera en aquellas condiciones y su preferencia, al menos en su caso, de tratar de vivir lejos de ella. “Tal vez todo hijo debe abandonar a su madre y vivir su propia vida. Desde luego son dos egoísmos en pugna: el de la madre que quiere que seamos de acuerdo con sus deseos y el nuestro queriendo realizar nuestras propias aspiraciones.” En cierto sentido esa frase alberga algo (emoción, sentimiento, afecto) que subraya toda relación entre madre e hijo. “Dos egoísmos en pugna,” son naturalmente dos egoísmos enfrentados, pero también se entienden como dos egoísmos en continuo castigo, o condenados, impugnados. Es decir, en esta relación, los dos están sentenciados a vivir una línea de escape que no puede nunca ser la que el otro espera de nosotros, y viceversa; pero además uno esta condenado a recibir falsos elogios, alientos y aprobaciones que las dos partes al final entienden que posen pequeñas fugas dentro de su operación afectiva: no hay elogio sin su contraparte -aun mismo pequeña y escondida pero presente- que desbarata el enunciado y su efecto en el otro, y así con el resto de gestos que siguen líneas parecidas. Al final son condenas sin escape, sin fuga: uno no puede “des-hijar” un hijo o “des-madrar” su madre, por mas que quiera, es imposible dejar de ser hijo de la madre así se produzcan cien pronunciamientos hacia este propósito. No hay escape de esta relacion, ni tampoco redención.

En otras ocasiones Arenas describe con admirable sencillez eventos vividos en su propio cuerpo que sobrepasan la imaginación de cualquier lector y ciertamente la tenacidad para sobrellevar ese tipo de vida sin echarse a morir. Intenta de salir de la isla nadando en una goma de auto, cruza ríos infestados de caimanes para alcanzar la bahía de Guantánamo, escribe novelas para luego descubrir que cientos de hojas de manuscritos han sido destruidas, la delación inesperada de amigos y compañeros, las condenas en el Morro, en los campos azucareros, en otras cárceles, las torturas, los intentos de suicidio fallidos… Arenas cuenta todo esto usando un tono limpio, con palabras llanas y sin detenerse mucho en elucubraciones existenciales. Este es uno de sus principales aciertos.

Podría rescatar decenas de vivencias pero poco valor tendría recopilar una suerte de inventario de lo ajeno. Lo que si me gustaría hacer es anotar la belleza de esta sencillez y la percepción de Arenas para notar cosas que se escapan a primera vista sin entrar en oscurantismos ni discusiones de mas. Alguna vez Arenas narra como el erotismo y la ternura pueden cohabitar en un cuerpo que administra violencia de manera innecesaria contra entidades aparentemente secundarias y de todas formas inocentes: un día Arenas, caminando por la playa hace amistad y se acuesta con un chico que conoce allí mismo, el bello joven había cazado un cangrejo y lo llevaba atado a un hilo como una pequeña mascota: un cuadro sencillo pero simpático. Arenas y este joven se enganchan y tienen relaciones en una caseta en la playa pero al despedirse Arenas se da cuenta que lo han robado y no tiene ni para tomar el bus de vuelta a casa. Sale a buscarlo por toda la playa pero no lo encuentra. Al final, se topa con el cangrejo destrozado en una pared. “El bello adolescente había desaparecido sin dejar ni siquiera el cangrejo como testigo del robo.” Esta es una imagen vital para poder entender tal vez de manera muy concreta y a la vez estrecha la naturaleza de esta pulsión de muerte y de deseo que nos habita tal vez de manera latente. Hay escritores que junto con Arenas han sabido trazar la línea que en vez de separar une estos afectos que habitualmente separamos de manera automática. La ternura y la violencia: en el cuento “Baader Meinhof,” el escritor norteamericano Don Dellilo ensaya asociaciones similares pero extrañas: el terror y el deseo, el deseo sexual pero también el impulso de cuidar, de proteger; el afecto, pero el ejercicio de la propia violencia contra el mismo objeto de deseo. En el caso del cangrejo el contraste es aun mayor pues la brutalidad se descarga sobre el animal que durante la primera descripción apoyaba la relativa imagen de la inocencia y la belleza del joven.

Arenas parece entender que los seres mas bellos y tal vez mas inofensivos se tornan aun mas macabros cuando desatan su rabia contra otros. Podríamos asignar un papel metafórico de la experiencia y contemplar a Fidel Castro como el joven que robó todo un país; que tras seducir a los cubanos y al mundo desvalijo a la isla de sus propiedades y de su futuro, arrojando con violencia a las cárceles al ostracismo o al exilio a los que conspiraban otros sueños.

 

La Autodeterminación de las masas: primeras lecturas de Rene Zavaleta Mercado (Bolivia, No. 3 Teoría)

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Una cosa es empero, lo que uno cree que piensa, y otra lo que piensa realmente.

Antes de adentrarnos a comentar el ensayo de Zavaleta sobre los obreros mineros de su país, sería pertinente revisar un par de conceptos que este propuso a la hora de entender a los países latinoamericanos más allá de un paradigma desarrollista y homogeneizador. Primero, recordemos la importancia que para Zavaleta tenía la idea de la articulación entre el movimiento obrero y el partido nacionalista. Para él, el fracaso en 1964 de la revolución del 52 se origina en el instante en que la separación de estas dos agrupaciones claves se derrumba: la base social queda sin sostén y el proyecto culmina en un “desbandamiento” total de las organizaciones obreras-nacionalistas. Desde ahí, mas específicamente desde el ascenso de Barrientos al poder de forma violenta en 1964, Zavaleta echa a rodar aparato conceptual heterogéneo y ecléctico -tan abigarrado como el objeto mismo de estudio, la sociedad boliviana en su tiempo. Zavaleta nos recuerda a esa especie de teóricos que se dedican a pensar desde la derrota, es decir, a elaborar un sistema que permita entender las razones de los fracasos políticos en conjunción con una perspectiva enfocada hacia un futuro incierto, (Benjamin, Arendt o los pensadores de la revolución mexicana, entre otras).

Desde lo específico el pensamiento de Zavaleta Mercado aparece como lectura obligatoria a la hora de iniciar una discusión teórica sobre el papel histórico de la minería en el devenir político de Bolivia. Desde lo general, Zavaleta debe ser leído y releído por su mirada atenta y su pensamiento político heterogéneo: su obra problematiza el tema de la diversidad social desde la teoría política y la sociología, en un contexto histórico donde todavía predominaban modos mono culturales de reflexionar sobre lo social y lo político en el horizonte de la modernidad.

He dedicado algunos ratos a sus escritos, específicamente, a aquellos que se preocupan por la cuestión de lo nacional-popular en la historia reciente de Bolivia. Así mismo, he repasado sobre algunos que invierten más atención en eventos precisos como la experiencia del Che en el Churo o su análisis comparativo de casos de Latinoamérica.

Zavaleta en ensayos como “Forma clase y forma multitud en el proletariado minero de Bolivia” (1983) argumenta que el proletariado minero parece ser la fuerza de masas constitutiva a la hora de jalar el devenir histórico social del país desde su organización formal luego de la matanza de Catavi en 1941. El estructura su discusión tratando de intercambiar cargas teóricas con el fin de alejarse de los análisis basados en “clase social” y hacia conceptualizaciones más flexibles como el encuadre del “medio compuesto” o especulaciones “no-cuantificables” acerca de fenómenos como la “irradiación” o “iluminación” hacia otros grupos periféricos al obrero minero (amas de casa, comerciantes, ex obreros ahora desempleados). A contrapelo del teórico peruano Heráclito Bonilla, Zavaleta rechaza los argumentos que enfatizan la incapacidad del sector minero debido a sus bajos números (demografía), a la hora de actuar como agente trasformador en la historia boliviana. Bonilla hace alusión al proletariado boliviano como “uno minoritario y de carácter incipiente,” Zavaleta contrapone los argumentos del peruano señalando una y otra vez el peso de masas que corresponde al sindicato (no al partido) de los mineros bolivianos: este peso se ve reflejado en la formación de lo que él llama sindicalismo-campesino, los procesos de irradiación que alcanzan grupos aledaños al hombre minero y otros casos de transformación y composición política. Rechazando los argumentos sobre el primitivismo Zavaleta agrega que la persistencia de creencias en el Tío o el Yatiri no ha sido obstáculo para el desarrollo del principio corporativo. (277)

Pero más allá, Zavaleta interpreta el actuar histórico del obrero minero como agente “realmente democrático” privilegiado en tanto que se dedica a construir una historia reciente de los movimientos mineros y campesinos bolivianos donde traza la contingencia histórica a nivel macro y en cierta medida, a nivel molecular (“intersubjetivo” en sus palabras) de dicho desarrollo.

Al final, el propósito de Zavaleta es estudiar la naturaleza política de este sector de lo social nacional, su predominancia en la historia de la movilización en Bolivia desde la revolución de 1952, la capacidad “de determinar en tan extensa medida los acontecimientos,” (276) su condicionamiento geográfico y demográfico al mismo tiempo que propone de manera paradójica “su incapacidad de ser referencia de sí mismo, o sea de la independencia de la ideología.” Zavaleta revisa las características de población, de localización de irradiación extensamente para concluir que “la causa de su fuerza es la misma de su impotencia clásica; factualmente es dueña del país, sin embargo incapaz de introducir una nueva visión de las cosas es decir, una reforma intelectual y moral” (287).

Para Zavaleta el movimiento obrero boliviano con sus heterogéneas agrupaciones irradiadas y su “historia triunfalista” falla por su extenso permanecer ante el poder en actitud “cismática o escicionista, esto genera un estancamiento o un anamnesis de su subalternidad” (287). De ahí, se desprenden una serie de interrogantes derivativos: ¿Cuánto tiempo puede durar la deslealtad hacia el estado?, o ¿hasta qué punto es posible para una clase la sustitución de las características propias de su momento constitutivo? Pareciera que Zavaleta adjudica al movimiento obrero un cegamiento epistemológico que le impide la revelación o le permita imaginar horizontes organizativos más allá del modo actual de operación e ideologización. En otras palabras, la clase obrera boliviana comandada por el sector de los mineros no puede salir de una repetición mecanista de resistencia que le permita la constitución de un nuevo patrón económico.

Desde este locus, Zavaleta desarrolla conceptos metodológico – teóricos como crisis y momento constitutivo, donde arguye que en medio de las crisis políticas surgen momentos privilegiados para localizar nuevos discursos críticos, “son coyunturas en las que el conocimiento social puede ser ampliado en tanto que una crisis implica una fractura y un quiebre de las formas ideológicas de representación de la vida social” (19). En el momento de la crisis, se hace más visible la diversidad social existente y al mismo tiempo se tienen que hacer más visibles y más adaptables o más precisos los instrumentos teóricos que el científico social aplica con el fin de entender nuevas formaciones sociales instantáneas.

Es así como una de las nociones más interesantes emanando del pensamiento Zavaleteano, más específicamente en su etapa madura, que figura en El poder dual (1974) la encontramos dentro de lo que el boliviano llamó momento constitutivo y crisis. El procedimiento en este caso de método/teoría se inicia concibiendo las teorías sociales generales como insuficientes a la hora de captar toda la actividad social que se despliega en el ámbito de los movimientos y las disputas ideológicas. Para Zavaleta los métodos occidentales que privilegian el locus del estado contienen puntos ciegos  considerables pues no prestan atención a las condiciones de heterogeneidad cultural y estructural de los objetos de estudio. Este tipo de teorías hace invisible cierto tipo de realidades sociales, limita el conocimiento ya que solo es visible aquello que la teoría general permite ver en tanto relaciones de poder y discursos dentro de la modalidad del conocimiento social. En este sentido, la crisis política constituye un momento privilegiado de conocer y entender más profundamente lo social: las coyunturas son oportunidades para ampliar este saber y para posteriormente tratar de identificar el momento constitutivo de las instituciones que ahora se muestran quebradas y a punto de ceder ante el peso que la crisis les ha arrojado encima. En otras palabras, el momento de la crisis hace más visible la diversidad social existente y permite al investigador social identificar cual es el momento constitutivo de las estructuras que están entrando en crisis para luego reconstruir la historia de reforma de ese momento constitutivo. Para Zavaleta el problema radica en cómo pensar las dos puntas extremas de un evento histórico: desde el momento en que se constituye como tal (donde algo adquiere la forma que va a tener por un buen tiempo en adelante), digamos “A.” Desde tal instante, hasta su crisis, el momento en que está a punto de desaparecer, o entrar a formar parte de la realidad bajo otras formas y cumpliendo otras funciones, o -para completar nuestro esquema alfabético-  “Z.” En este sentido vemos como el procedimiento de Zavaleta consiste en remontarse de una crisis al momento constitutivo.
En estos tiempos donde en las repúblicas latinas de América la función del ideologema parece rotar de campos de significación, las formas de pensamiento Zavaleteana parecen invitarnos a replantar la naturaleza de las crisis como tales y las causas que han permitido que su momento constitutivo haya caído en desfavor.

Hijo del salitre, la pedagogia de un proletario (Chile, No. 2 Específica)

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“A la literatura no le corresponde mostrar una nación sino también decir y transformar por medio de las letras volviéndose entonces una práctica social.”

¡Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos!”

 

Aunque Hijo del salitre podría ser insertada en un plano unidimensional más pedagógico que literario, podríamos rescatar un par de factores que configuran el relato: denuncia social (forma estética) y por su contribución crónica (forma histórica). Hijo del salitre (1952) del chileno Volodia Teitelboim constituye uno de los relatos claves dentro de la historiografía del proletariado chileno al localizarse como lectura obligada para el que quiera adentrarse a los orígenes de los movimientos sindicales de Chile y su devenir en partido obrero socialista bajo la dirección del líder obrero Luis Emilio Recabarren, en 1912.

Hijo del salitre narra la gesta de los trabajadores salitreros del norte grande siguiendo de cerca la historia de un abnegado líder de masas, Elías Lafertte tambien -minero del salitre y posteriormente secretario de la federación obrera de Chile- desde la formación del primer conjunto de oficinas salitreras hasta la dramática resolución de la huelga de los 18 peniques en lo que se denominó luego la matanza de la escuela de Santa Maria de 1907, en Iquique. En sus más de 400 páginas Teitelboim pretende incorporar la historia proletariada chilena del norte del país para configurar un relato total que dé cuenta de los eventos más dramáticos que han forjado esta lucha social: las injusticias humanas y sociales que enfrenta su protagonista Lafertte junto a los demás trabajadores del salitre.

El héroe, Lafartte quien es individual y colectivo a la vez podría ser, en sus caracteres esenciales y por sus sufrimientos, el pueblo de cualquier parte del mundo donde todavía hay pobres y ricos y, en forma más específica, la gente común de América Latina. En el prólogo de la primera edición los editores aclaran: “Volodia Teitelboim es eso, un luchador de vanguardia. Como tal, se comporta en la acción civil y en esta nueva forma de actuar: la novela. Pero tampoco es un panfleto, una oración política o una novela histórica. Es simplemente una obra realista por los cuatro costados.”

Pero probablemente uno de los valores más destacables de esta obra es introducir en la novela chilena al personaje “proletariado” como una clase social independiente. Algo similar escribe Pablo Neruda en su prólogo a la segunda edición: “De ahí que en el vasto drama de Chile, el protagonista incesante sea el pueblo… este libro nos muestra con pureza y profundidad el amanecer de la conciencia.” Aunque encontramos la noción de la conciencia como punto ideal de alcanzar una auto-realización, ciertamente no se trata de la misma conciencia que algunos años más tarde Carlos Fuentes y Julio Cortazar durante el apogeo del boom prefiguraran como la máxima expresión del ser latinoamericano. Neruda parece aludir al amanecer de una conciencia de clase -que siguiendo a Marx- le permitirá al proletariado constituirse y entenderse como clase privilegiada movilizadora de la dialéctica de la historia occidental.

Más adelante el poeta agrega “Son muchos los problemas del realismo para el escritor en el mundo capitalista.” ¿Qué quiere decir Neruda? Tal vez, que el realismo literario y la representación en general no alcanzan para retratar la frenética y compleja realidad desatada por el capital y su ordenamiento social. Tal vez que el formato de la novela no alcanza a la hora de condensar la experiencia humana, múltiple y molecular. Neruda lo valora por escribir “la crónica definitiva de una época, pues la historia siempre está en disputa con los falsificadores oficiales de la burguesía.” Y nos recuerda de paso al historiador dialectico de Walter Benjamin y su imperativo por salvar una historia a punto de borrarse por siempre. Es este mandato el que le asigna más generalmente Neruda a los escritores de la época: “A los escritores del mundo capitalista nos corresponde preservar la verdad de nuestro tiempo.” Hijo del salitre también recurre a un tipo de “estrategia sinécdoque” que había tratado de esbozar en el post anterior; es decir, la cristalización de un yo colectivo dentro de la trama para dar cuenta de una experiencia mayor social. Teitelboim en su prefacio trata de clasificar su obra constatando que no es una “biografía novelada,” que el héroe es un individuo pero también colectivo a la vez (el proletariado salitrero). Al renunciar al rubro “biografía novelada” Teitelboin parece apelar a la factualidad de los hechos narrados dentro de su novela, mediados por una credibilidad hacia el lenguaje y la composición de lo que Barthes llama el efecto de lo real.

Otro punto que interesa resaltar acá es la pérdida por lo menos temporal de los enlaces al grupo nacional por parte de los sujetos más expuestos a la violencia y a la coerción del capital. Recuerdo la falta de apego de los mestizos que Rivera en La vorágine describe en los llanos colombianos para con cierta idea de la nación, o la falta de subjetividad nacional que proliferaba en las junglas interestatales del amazonas (Perú, Colombia, Brasil) donde poco importaba o no se sabía muy bien si los asentamientos indígenas o los campamentos caucheros correspondían al territorio de algún estado y mucho menos si se podría decir que el anterior los representaba. De igual manera, en los relatos mineros chilenos como en el Hijo del salitre de Teitelboim, hay pasajes donde encontramos una misma insatisfacción y un desapego general en tanto identidades nacionales. Los historiadores confirman el fenómeno de “borramiento” o desvanecimiento de la identidad nacional:

“A las 14:30 horas del viernes 20 de diciembre, llegaron hasta la Escuela Santa María los cónsules en Iquique de Argentina, Bolivia y Perú. Se reunieron con sus connacionales. Les instaron a abandonar el movimiento y dejar la escuela, advirtiéndoles que si no lo hacían, los cónsules no podrían responder por ellos. Les dijeron que la cosa era grave, pues los militares tenían órdenes de disparar y que las balas no discriminarían entre chilenos y extranjeros. La respuesta fue inmediata. Los obreros argentinos, peruanos y bolivianos se negaron a desertar. Los trabajadores bolivianos respondieron a su cónsul: “Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos.”

También leemos pasajes históricos que nos cuentan acerca de esta reorganización de identidades nacionales: “La numerosa columna de huelguistas de Alto San Antonio llegó al puerto de Iquique, sede del gobierno regional, portando banderas de Chile, Perú, Bolivia y Argentina, alojándose en el hipódromo del puerto.”

En las últimas páginas de Hijo de salitre donde Teitelboim describe las últimas palabras emitidas cuando las multitudes huelguistas sentían el ataque del ejército chileno contra ellos, asistimos a una expresión aún más clara de la idea, los mineros y sus familias gritaban la consigna: “¡No queremos más ser chilenos! ¡No queremos más ser chilenos!” (446). Ese renunciar a la identidad nacional parece reproducirse en zonas territoriales donde el estado no solo ha entrado en crisis profunda en tanto entidad protectora de la ciudadanía sino que revela a través de su violencia directa la profunda inoperatividad de regular la vida comunitaria nacional en un territorio determinado además de su impotencia de jure y de facto.

Entonces es en los límites del capitalismo que los estados parecen desplegarse y replegarse simultáneamente de la manera más evidente: desde una inoperatividad y fracaso en lo que comúnmente se llama “presencia del estado” y al mismo tiempo en una exhibición del militarismo más desmedido evidenciando una suerte de impulso por conquistar y manejar el territorio desde el nivel más básico: haciendo uso legítimo de la fuerza. Es una simetría extraña que no nos sorprende: en tierras indefinidas, se acentúan las actitudes y expresiones culturales y sociales más nacionalistas y más intensificadas. Sea en la selva del amazonas o sea en los desiertos salitreros del norte de Chile, las identidades nacionales se refuerzan y se imponen con énfasis por medio del monopolio de la violencia factual porque los sujetos nacionales han cesado, se están diluyendo o están en proceso de solidarizacion comunal, una solidarizacion que arriesga la estabilidad de comandar identidades nacionales. Muchas veces estas asociaciones preceden el estado nación, como las comunidades indígenas que se encuentran en áreas de disputa limítrofe, otras veces los grupos son parte de una ciudadanía predefinida, pero las condiciones de un capitalismo de márgenes los ha empujado hacia una nueve re- significación de lo que llamamos: ciudadanía (legal) o pertenencia al grupo nacional (afectual).

La pertenencia simbólica o la identificación se diluye como se diluyen los colores nacionales de los países pertinentes: es esta operación de dilución de grupos nacionales la que aterroriza al estado. Estas operaciones no se dan sin razón: surgen cuando el capitalismo de márgenes (una maquina alimentada de recursos naturales y humanos que se desplaza en el espacio) -un capitalismo sin las instituciones y las garantías que la doctrina liberal promete y da por sentadas-, se adentra hacia un espacio territorial encontrando poca o ninguna fuerza opositora empujando naturaleza y hombres hacia el abismo de la explotación y la instauración y reproducción de organizaciones productoras sin fin. En estas circunstancias, el capitalismo de márgenes desbocado como fiera sin lazo, produce su propia antítesis dialéctica. Aunque las categorías de particularidad, de forma, de causa, de posibilidad pueden variar, sus correspondientes de generalidad, contenido, efecto y realidad parecen no mostrar variación mayor. Esta antítesis dialéctica toma una forma que no es determinada (organización de obreros mineros en Chile y en Bolivia pero en el caso de las explotaciones caucheras más bien indignación y propuestas burguesas liberales o el fin de las condiciones de producción que requerían estos productos naturales) pero que en su función ofrece una respuesta y una resistencia al avance extraordinario y desmedido del capital. La novela de la mercancía, es decir, la novela del caucho, del salitre, del petróleo, parece emitir señales que apuntan hacia reorganizaciones y conductas similares.

Al final Hijo del salitre es una novela ambiciosa pero se queda corta en algo que podríamos llamar “literalidad.” Su lenguaje, su ritmo y su desarrollo están marcados por rastros de naiveté que impregnan el relato. Sus asociaciones estéticas son banales, y su narración en tercera persona omnisciente, poco convincente. El valor que sin embargo contiene esta novela radica en su operación lúdica/pedagógica que la configura como testimonio/novela desde el pueblo y para el pueblo; sirviendo un propósito determinado de instrucción y recreación, la novela tiene valor no tanto por su innovación estética o su trasgresión a la forma dominante de la novela como tal sino porque se dirige hacia el futuro como parte de una educación popular o una historia popular. De alguna manera el relato de Teitelboim recuerda las ideas sobre educación popular del filósofo Paulo Freire quien proponía que la educación debería restituir la humanidad de los oprimidos una literatura nueva y moderna en lugar de una meramente anticolonial. Esta literatura moderna es la que se constituye como unidad testamentaria de la experiencia prelatariada chilena en Hijo del Salitre.

“The Devil and Commodity Fetishism in South America:” El devenir de un ritual en entredicho (Estados Unidos, No. 1 Teoría)

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“To know is to be associated with everything around one and to enter into and be part of the land.” -Michael Taussig

¿Qué sucede históricamente cuando dos sistemas metafísicos y religiosos chocan con fuerza descomunal como chocaron las civilizaciones americanas con la ibérica en el siglo XV? ¿Qué consecuencias tiene esta colisión apocalíptica que parece arrojar fuera de balance toda una civilización (o las dos civilizaciones)? Sus respectivas certidumbres y verdades fueron descolocadas, puestas en entredicho por el otro; las operaciones lógicas que rigen su funcionamiento religioso afectadas por la presencia de otro sistema tan comprehensivo y completo como el propio, -para no mencionar las consecuencias materiales de destrucción. Y para agregar más profundidad a la cuestión, ¿qué sucede cuando estas dos civilizaciones y sus metafísicas respectivas se ven confrontadas por una tercera fuerza (el capitalismo de monopolio) que pretende reconfigurar de nuevo el valor de las cosas, la naturaleza del tiempo y la labor, y entronar la mercancía como nuevo dios entre dioses; dios que reina sobre los hombre como ningún dios había jamás reinado?

Estas son las preguntas que motivan el estudio del antropólogo australiano Micheal Taussig The Devil and Commodity Fetishism in South America. En este, el médico-venido-antropólogo pretende dar cuenta sobre los enlaces insospechados y no poco siniestros que se trenzan entre diferentes modos de producción y las explicaciones metafísicas elaboradas por el subalterno quien permanece excluido de la ganancia marginal –aunque a la vez agente a la hora de construir sistemas que dan razón de su precaria posición en el orden material de trabajo y recompensa.

Taussig pretende investigar cómo se manifiestan en rituales, en magia y en las metafísicas de los habitantes del Valle del Cauca en Colombia y de Oruro en el occidente de Bolivia el paso violento y traumático entre un orden de producción basado en un valor de uso a otro basado en el valor del intercambio es decir la transición incompleta y dispareja entre modos de producción basados en la reciprocidad y el balance y modos de producción basados en la lógica de la ganancia marginal y la acumulación de capital. Proceso -bien sea dicho de paso- acompañado por una serie de transformaciones en los comportamientos de los individuos y la percepción de los objetos, a saber: el fetichismo de la mercancía como tal, la re-significación de ritos e ídolos prehispánicos para hacer frente a la explotación capitalista, en otras palabras entender cómo el intercambio reciproco del don (Mauss) deviene en intercambio de la mercancía (Marx). Este último proceso resulta inevitablemente crítico a la hora de entender los cambios históricos que han afectado la relación de los mineros bolivianos entre sí mismos y con la unidad de la tierra.

La tesis de Taussig sostiene que las comunidades tradicionales no conocen la figura equivalente del demonio occidental que se deriva de la literatura judeocristiana sino que existen basados en sistemas muchas veces politeístas que le asignan a diferentes dioses, espíritus y otras entidades propiedades muy flexibles, que se caracterizan por cualidades como la dualidad, multiplicidad, neutralidad, cuatriplicidad etc…(179). Naturalmente si se cometen crímenes o se altera el orden natural de la comunidad se administran castigos que constituyen una medida punitiva con el fin de subsanar la falta que se ha cometido contra la tierra o contra la comunidad -digamos una especie de justicia restaurativa. La corrección de estos crímenes se realiza porque se ha violado una normatividad, más no porque se halla traspasado una sacralidad abstracta como podría ser el cometer un pecado. En la tradición metafísica andina no contamos con las duplas polarizadas del bien puro (Dios) y el mal puro (Satanás) como sí en el sistema cristiano. En esta encontramos más bien una serie de espíritus y dioses que se conciben como una entidad dentro de la totalidad; a partir de este conjunto de entidades el individuo procura obrar con su favor, respetando una economía del don (el “hecho social total” de Levi-Strauss), una lógica de reciprocidad, lo que en quechua se conoce como Ayni.

Este orden involucra el ofrecer regularmente ciertos ritos a la Mama Pacha con el fin de obtener su simpatía y su favor a la hora de tomar recursos de la tierra (de ella misma) o de emprender alguna empresa importante. Esta era la lógica que comandaba los procesos sociales y económicos de los pueblos andinos hasta la llegada de los europeos y la violenta instalación de otro tipo de economía, otro tipo de relación con la naturaleza y otras serie de piezas metafísicas que muchas veces sustentaban las bases filosóficas de las anteriores.

De alguna manera la religión andina se transformó y se reoriento -no en menor medida como respuesta a la conquista- hacia la construcción de un repertorio de contención y un reservorio de resistencia con el fin de contrarrestar la imposición total de un sistema metafísico y religioso desconocido. Los ritos andinos evolucionaron para servir de apoyo moral a los más desventajados dentro del nuevo orden de intercambio mercantilista. El Supay que en tiempos prehispánicos había servido varias tareas dentro de la cosmología de los indígenas, en tiempos capitalistas ha reducido su papel como agente contractual con quien se legalizan pactos para ganar riquezas individuales continuando el ciclo de acumulación y el fetichismo de la mercancía.

Después de la llegada del invasor español todo fue trastocado: una economía que giraba alrededor de las comunidades rurales, que se concebía como parte de una totalidad mayor, que no conocía valor en el oro y la plata más allá del ornamental, que -más importantemente- manejaba un balance dentro de lo que se toma y lo que se ofrece del entorno natural, fue violentamente devastada. Sus preceptos fueron cuestionados y deslegitimizados con el fin de instaurar en su lugar nuevas modelos europeos que respondían al culto católico y la acumulación de capital. El hombre blanco no solo destruía el mundo material del indígena, también sus edificios metafísicos y su cosmovisión que consideraba la totalidad como un campo de balances y no como los europeos un objeto para someter y subyugar. Los españoles se dieron a la tarea de extraer sin fin: “Las cantidades extraídas de la tierra excedían de lejos cualquier actividad prehispánica indígena; al final del día el inca era quien estaba endeudado mientras se embarcaba todo el oro posible hacia España. No habría restitución -ni material ni espiritual- suficiente para superar los traumas perpetrados contra los dioses de la montaña, traumas que debido a su dimensión inconmensurable no podrían ser reparados por la capacidad re-sintetizadora de cualquier ritual tradicional (204)” Taussig nos hace entender la extraordinaria extensión del daño causado a estos pueblos no solo a su base económica -y su cuerpo social como tal- sino frente a su relación con los dioses: la afrenta y deuda inimaginable que se había perpetrado en su contra. Luego de semejante saqueo ¿qué ritual puede restablecer el orden prehispánico? Cuando nada se devolvía a la tierra -esperando su favor y la continuación de la fertilidad- sino que se custodiaba celosamente camino a una tierra desconocida, que esperanza quedaba en el indígena sobre el futuro del mundo, sobre su ser y sobre una totalidad original ahora quebrada en todos los puntos?

Es en el contexto de la explotación capitalista primero bajo la industria privada y luego de 1952 bajo el capitalismo de estado que el Challa (ceremonia de reciprocidad con la Mama Pacha) al Supay cobra una forma de pacto con el diablo. Es en parte para pagar esa inmensa deuda casi inconcebible que ha sido infligida por el invasor, que el indígena tiene que iniciar una serie de ofrendas (sangre de llama, alcohol, hojas de coca, cigarrillos). Es en parte también con el fin de lograr la aprobación del Supay y de alimentarlo -para que él (Supay) no se antoje por la carne de los trabajadores mineros- que ellos deciden celebrar estos rituales. Es decir, el Challa constituye una especie de economía reciproca para sostener una economía de mercado donde el fetichismo de la mercancía amenaza al trabajador de forma indirecta, por medio de la revancha del Supay y de forma directa, en forma de muerte temprana por la silicosis o por un accidente fatal.

En The Devil and Commodity Fetishism in South America encontramos una antropología tan distante al cuadro total y empírico que pretendía avanzar June Nash en su estudio We Eat the Mines and the Mines Eat Us. Podríamos especular que para Taussig, la praxis antropológica debe estar orientada hacia una auto reflexión sobre nuestras propias normas y convenios sociales en tanto estudiamos y entendemos las normas y los convenios de los otros. Ésta, debe entender las supersticiones y creencias del otro en tanto estas explicaciones ayuden a revelar hasta qué punto el occidente moderno e industrializado (o posindustrial, basado en las economías de información o creativas) también trabaja con sus propias supersticiones y mitos.

En otras palabras es una tarea dedicada a la desnaturalización de lo mas antinatural como es concebido en el norte global (4). Para realizar esta tarea, un tanto heterodoxa para la fecha de la escritura -1980-, Taussig pretende hacer uso promiscuo de teóricos un tanto marginales en el ejercicio antropológico académico: las frases mesiánicas de Walter Benjamín guían el método materialista dialectico, además de los planteamientos de pensadores como Marcel Mauss, George Bataille, Claude Levi-Strauss, Friedrich Nietzsche y Karl Marx que orientan el análisis dialectico de Taussig para encontrar puntos de iluminación, puntos de especulación dialógica dentro del ejercicio de la antropología como story telling y como herramienta dialéctica de análisis contemporáneo.

“We Eat the Mines and the Mines Eat Us” o como entender más allá de lo concreto (Bolivia, No. 8 Específica)

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“My experience living in mining communities taught me more than anything else, how a people totally involved in the most exploitative, dehumanizing form of industrialization managed to resist alienation” -June Nash

El estudio antropológico de June Nash, We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines, pretende realizar una mirada total sobre el sujeto minero, su historia, sus prácticas sociales, sus prácticas culturales, su rol dentro de la economía nacional, su concepción de la clase obrera y de sí mismo dentro de ésta, su fuerza como sujeto histórico y su fuerza corporal como obrero dentro de las minas de estaño bolivianas.

Sin embargo, en este espacio me interesa más discutir el análisis de Nash sobre los múltiples sistemas de referencia que apoyan el proletariado minero. Es decir, comentar cómo los obreros bolivianos -quienes se encuentran relegados a las clases más precarias dentro del orden capitalistas y sujetos a una condición de doble explotación (interna y global)- logran sostener una cosmovisión capaz de racionalizar su explotación y de promover un espíritu de lucha y superación constante. Un espíritu que le hace frente a condiciones de trabajo inhumanas, opresión estatal sistemática y disputas internas dentro de los órganos sindicalistas a partir de la Revolución Nacional de 1952.

La monografía se puede leer más como un estudio total de los complejos mineros del occidente del país, que una etnografía clásica que pretende clasificar prácticas para luego esbozar un análisis comparativo nacional o regional. Su tesis principal refiere a la generación de una consciencia de clase que emerge desde el hogar y la comunidad, y que deriva su fuerza gracias a la interpenetración de la reproducción social y la producción industrial (XXXIII). En otras palabras, Nash entiende que la formación de una conciencia de clase -en una comunidad periférica como esta- no está desligada de un orden social que genera y mantiene múltiples sentidos a la hora de explicar eventos que parecen inexplicables y desafían la razón; un orden social que además, se beneficia de vínculos muy fuertes y a la vez muy flexibles dentro de la comunidad minera y otras más pequeñas y periféricas (121). De ahí que las secciones más amplias de su estudio estén dedicadas a estudiar las creencias y la conducta en la vida familiar, capítulo 3; el orden natural y el orden sobrenatural, en el capítulo 5; y la comunidad y la conciencia de clases en el capítulo 9. (Tal vez ignoro el capítulo 2 sobre la historia de los mineros debido a mi lectura inmediatamente anterior: A History of Mining in Latin America: From the Colonial Era to the Present del norteamericano Kendall W. Brown.)

Al parecer, este vínculo dentro de la comunidad (comenzando desde el nivel nuclear y que se extiende hasta movilizaciones masivas) con el lugar de trabajo, (con los reclamos de los mineros) constituye el lugar de fascinación y motivación intelectual para Nash. El punto de interés para la antropóloga norteamericana dentro de su estudio radica en estudiar y entender la relación productiva en la que se encuentran dialécticamente posicionados el situ del hogar con el situ de la explotación laboral. Para entender esta relación, Nash despliega una análisis social que presta mucha atención al intermitente papel de la mujer como compañera de lucha o como entidad subordinada a la jerarquía masculina (recordemos que el hogar es el locus apropiado de la mujer y nunca es bienvenida dentro de la mina). Así mismo el estudio trata de comprender porque en este enclave marginal de explotación (la periferia industrial boliviana) se generan este tipo de enlaces entre el hogar y el puesto de trabajo; fenómeno que no es típico en los países más industrializados (332).

Para el lector desprevenido la introducción y los dos prefacios (leo la “versión clásica centenaria” de la Columbia University Press), pueden ser más provechosos que algunos de los capítulos del libro; sobre todo, capítulos (como el 7) que se preocupan más con datos económicos y balances de productividad internos. En los paratextos mencionados, Nash trata de articular una especie de introducción en clave denunciadora acerca de las alarmantes condiciones de explotación en las minas bolivianas con breves anotaciones que se leen como respuestas a estudios subsecuentes o como críticas a monografías tan importantes para la bibliografía como el clásico The Devil and Commodity Fetishism in South America de Michael Taussig. Además incluye algunos ejercicios muy valorables en autor reflexividad profesional y notas biográficas desde el campo que ayudan a situarla como persona y no necesariamente siempre como investigadora durante su permanencia en los complejos extractivos. Este es el caso en el capítulo 6, “Condiciones de trabajo en la mina,” donde Nash se arriesga a pasar algunas horas -y posteriormente realizar varios viajes- al interior de los socavones (171-181); allí nos ofrece una descripción muy sensorial sobre la tenaz rutina del minero, sus estrategias para entender lo inentendible, y para concebirse como agente a la hora de lograr un balance (ayni) dentro del orden de las fuerzas sobrenaturales para asegurar supervivencia y prosperidad (164).

Con respecto a Taussig, Nash arguye que el antropólogo australiano elabora una serie de lecturas sobre los patrones de conducta de los mineros, basado en premisas unidimensionales que subordinan otros significados y no tienen en cuenta una riqueza latente dentro de la metafísica andina. En otras palabras el Supay -o el Diablo como se ha simplificado para el entendimiento de los foráneos- no cumple las mismas funciones operativas que parece cumplir dentro de la narrativa medieval en la que Taussig apoya su lectura; más bien, el Supay es una deidad que posee referentes múltiples dependiendo de las necesidades específicas de la comunidad en determinado momento (y que ha cambiado históricamente de acuerdo a la naturaleza del manejo y de los métodos de producción en las minas). Los rituales nunca son estáticos: muestran diferentes significados en diferentes momentos (XXXVII). La re significación no está ligada de necesidad a prácticas designadas: “pre capitalistas, al fetichismo de la mercancía  o a la personificación del diablo como tal” sino al enriquecimiento desproporcionado de un individuo debido a un pacto con el diablo que ha despojado a sus compañeros de sus justas porciones, ha convertido la acumulación en si en fetiche y ha alterado el balance con las fuerzas de la tierra propiciando algún tipo de venganza por parte del Supay en forma de accidente o de escasez a la hora de encontrar vetas de mineral.

We Eat the Mines and the Mines Eat Us constituye un ensayo destacable dentro de los estudios sociales latinoamericanos, sin embargo parece distraerse por partes en el abundante testimonio del subalterno que pretende incluir. No es en vano que Nash nos advierte en su introducción sobre su intención de no excluir o reapropiarse de las ideas expresadas por sus informantes. Esta inclusión de largos testimonios ciertamente ayuda a la hora de imaginar las situaciones concretas y de ofrecer una suerte de voz al subalterno.

Pero parecen alejar a la voz narrativa de cuestionamientos iniciales, ahora medio olvidados, de un retorno a la teoría o a las clasificaciones más generales para llegar a ciertas conclusiones menos empíricas y más rigurosas a la hora de usar todas las herramientas disponibles al investigador social o de breves descripciones comparativas que pueden ofrecer algún tipo de contextualización. Parece que Nash tiende a concluir sus capítulos y el texto en sí de manera algo apresurada o más bien sin tener muy claro qué hacer con los recién hallados “descubrimientos.” En específico, la conclusión del octavo y el noveno -y último capítulo- dejan al lector un tanto desorientado.

Desde la perspectiva del lector aficionado, las últimas páginas de las secciones se leen como apuntes apresurados donde de repente se redescubre un Marx un tanto olvidado durante el libro. Para agregar a la confusión se discute en lenguaje teórico los debates a favor o en contra de la actividad sindical organizada o espontánea sostenidos por Trotsky, Luxemburg y Lenin en relación con el contexto boliviano. Pero no encontramos algun resumen comprehensivo que logre incluir un análisis -o al menos unas reflexiones- sobre lo que este nuevo corpus (el mundo minero y sus referentes históricos y metafísicos) significa en relación a las múltiples teorías recién expuestas: es decir, como estos descubrimientos fuerzan una reinterpretación de las teorías mencionadas, retan o confirman algunas premisas. Hay que mencionar que Nash realiza algunos gestos más que todo simbólicos o “pronunciatorios” (más no comprehensivos) a propósito de categorías obsoletas empleadas por otros investigadores como Charles Wright Mills: “tradicional” o “moderno,” “heteronomía” y “autonomía” (310).

Finalmente debemos comentar también sobre la forma final del texto propiamente: las dos últimas páginas parecen desafiar el esquema organizativo de cualquier trabajo académico al titularse “Dependency and Exploitation.” La pregunta más obvia nos obliga a cuestionar la razón del subtítulo de esta última sección de solo dos páginas en relación al título del libro: We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines. ¿Por qué Nash asigna solo las dos últimas páginas -interrumpidas por una fotografía y una intervención de una minera- para comentar sobre dependencia y explotación? Si en realidad Nash se ha ocupado durante casi todo el libro a explicar -a veces muy hábilmente- como ocurren estos fenómenos ¿Por qué entonces nos relega a la última sección del último capítulo sin agregar algún tipo de nota explicatoria?

De todas maneras la monografía de Nash a pesar de sus desperfectos constituye un aporte invaluable a la historiografía de la región. En esta, la antropóloga nos ha adentrado al mundo y al ultramundo de los mineros bolivianos, a sus historias, a sus prácticas comunitarias y sus justificaciones sociales y culturales. Además, logra realizar una especie de entrelazamiento -que se había propuesto explícitamente al inicio de su trabajo: situar dentro de la narrativa histórica, testimonios de los habitantes locales para enriquecer las descripciones lineales de los estudios históricos respectivamente. Estas intervenciones permiten alumbrar, con la inmediatez de la voz o con la autoridad del espectador, las narrativas más distorsionadas por los intereses de la hegemonía o por los prejuicios de los obreros. Tal vez hoy es difícil recordar el contexto histórico en el que We Eat the Mines and the Mines Eat Us fue publicado y aún más difícil evaluar los diferentes logros que se dieron en un momento donde la intervención del intelectual denunciando injusticias en el tercer mundo desde el norte global parecía acarrear más importancia que la que contiene hoy. De cualquier manera, el estudio de Nash parece abrir una puerta para la producción de monografías heterodoxas como la suya donde la teoría marxista complementa una serie de testimonios, datos, fotografías.
Extrañé sin embargo algún tipo de referencia a lo literario: Nash no incluye ninguna discusión sobre alguna literatura minera existente ni la escrita por mineros ni los tomos más literarios escritos por escritores liberales-burgueses como Adolfo Costa du Rels. Mucho menos sobre poesía. También eché de menos, en su estudio total, alguna mención a la actividad misma de la extracción, algún tipo de reflexión sobre lo que significa extraer más allá de la definición más común que refiere al mineral como mercancía dentro de un mercado global. A la vez, alguna explicación, más allá de la literal, sobre el título “Devoramos las minas y estas nos devoran” hubiera servido para entender el acto de extraer mejor o tal vez desde otra perspectiva: una que se entienda a sí misma como operación dialéctica ya que la contradicción en la frase parece prometedora a la hora de adelantar algún tipo de análisis especulativo sobre canibalismo, autodestrucción, y relación de la actividad del hombre vis-a-vis la tierra. Quizás propongo dentro de mis propios intereses y al hacerlo le resto mérito al libro, en cualquier caso leer la monografía es obligatorio para entender la explotación de una tierra y de un pueblo comparable con muy pocas o en palabras de Nash entender aquello que no se puede entender.

El zorro de la extracción (Perú, No. 8 Especifica)

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Me fui a Puno… una noche, en ese silencio del altiplano que te permite oír la voz de las moléculas de las yerbas y de los planetas y, más, tu palpitación, no la del corazón, no; la de la vida entera y a través de ella del laberinto humano.

¿Que escribir sobre un texto que sostenemos en nuestras manos como una condena a muerte, o como un papel que vio tan de cerca los últimos momentos de lucidez de un gran escritor hilvanando meditaciones sobre la muerte? Es difícil, encontrar un punto de partida para comentar el texto de José María Arguedas El zorro de arriba y el zorro de abajo que no caiga en academicismo o una serie de lugares comunes por la excitación del momento. Por mi parte, solo trataré de recordar un par de motivos que resurgen en el texto, la forma, el lenguaje y la extracción como actividad económica y también literaria.

1. El zorro de arriba y el zorro de abajo es un libro extraño hecho a retazos e inconcluso. Empecemos por comentar acerca de una forma irregular, asimétrica que inserta una serie de paratextos mordaces. Que ha de hacer el lector o el crítico con una sucesión de fragmentos que parecen provenir del infierno, cartas enviadas desde el Hades. Estos, de alguna manera nos acercan al texto, nos explican las tribulaciones psicológicas por las que atraviesa el autor y justifican la imperfección del relato central. El diario que se intercala en las páginas de la novela también sirve como espacio un poco más libre para estudiar y crear la literatura en la víspera del suicidio, sirve para entender y entenderse mejor como sujeto al borde del abismo. Pero también sirven para alargar la auto condena a muerte que Arguedas había firmado con si mismo cuando nota que puede continuar su escritura. Es decir, este paratexto irregular aparece como ejercicio para diferir la llegada a una hora cero. Muy al estilo de la narradora de las mil y una noches, Arguedas parece alargar su propio tiempo disponible como autor para disponer entonces de la vida de su narrador y de sus personajes. Pero estas señales y estos símbolos que podemos recoger en estos paratextos conforman otra capa que recubre y complementa el nivel primario textual. Es decir, una capa consciente de sí misma que no se esconde tras alguna ficción, sino que preforma una suerte de auto reflexividad sobre el autor, el narrador y la narrativa en proceso de ser escrita. Esta auto-conciencia se condensa a tal punto que en el primer apartado los zorros parecen salirse del texto para reconocer explícitamente al escritor y al lector como si la famosa cuarta barrera fuera quebrada apenas por un instante, (62).

El zorro de arriba y el zorro de abajo es tal vez la novela más difícil de entender dentro de los modelos clasificatorios que ha propuesto la crítica moderna. La novela no cuadraría bien dentro de lo que llamamos realismo mágico, ni realismo social, ni mucho menos vanguardismo. Es obvio que podríamos llamarla novela indigenista (aunque varios críticos han arriesgado la proposición que coloca a Arguedas como maestro del género y a la vez escritor que lo supeditó y lo supero en el ejercicio de su narrativa). Aceptaría su colocación como novela indigenista además de ser eminentemente triste e iconoclasta. Digo iconoclasta porque parece atacar desde ángulos no frontales la concepción imaginaria y conceptual de los parámetros formales de la novela, al mismo tiempo que pretende dilapidar una falsa ilusión que invadía los análisis más sofisticados de la época y los organizaba en dos bandos: los más optimistas se acobijaban bajo las novedades de la vanguardia (Cortázar, Puig… digamos, los “Joyceanos”); los más audaces bajo premisas hiperbólicas acerca de la “máxima expresión de un pueblo”: el realismo mágico (García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa). Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo no pretende abrir una nueva categoría estética ni aportar a los debates acerca de la identidad latinoamericana directamente; más bien, parece preocuparse por tratar de entender el “problema del indio” desde otras perspectivas, desde tal vez la perspectiva más ignorada y a la vez la más propicia, la del indígena mismo, o a lo menos, la del sujeto bicultural. De alguna manera en el narrador y en el devenir miserable de algunos de los personajes podemos encontrar al autor mismo como una condensación de las tres figuras en un viaje geográfico, temporal y espiritual que morfan en olas sucesivas de explotación y experiencia. Recordemos el discurso de don Esteban en la cuarta parte donde este -mientras habla de sí mismo- parece articular la voz colectiva, la voz oculta del desarrollo y la modernidad: la contracara de una narrativa de progreso lineal. Para mí, don Esteban en su delirio enfermo, acabado por tanto aspirar polvo de carbón durante su paso por las minas de las tierras altas, logra revelar mejor las realidades del pobre Perú que cien ensayos políticos. Solo hay que regresar a la página 170 para entender como el ser deviene en subproducto Chimbotano, en desperdicio humano vivo. A mi parecer estas tres figuras en si efectivamente confluyen en una al entender la poscicionalidad de Arguedas como autor, como narrador y a veces como personaje. En las tierras altas del Perú se vive una existencia inhóspita: azota la pobreza y el abandono es por doquier: en la sierra no hay esperanza (177). Entonces los serranitos bajan y olvidan sus tradiciones para convertirse en parte de la maquinaria procesadora y exportadora de harina de pescado.

Yo agregaría que no solo don Esteban, sino el mismo Arguedas (como el mismo se entiende por partes en esta conflación) constituye la entidad de la pérdida de la subjetividad andina y el devenir en miseria, habitante de barriada, despojado del anclaje cultural que lo había sostenido en la pobreza material pero la estabilidad de su ser en el mundo andino. Naturalmente, el Chimbote de Arguedas y de sus personajes no es el sitio privilegiado del progreso: no es el que supuestamente creció organizado y muy civilmente, sino más bien el de los escombros, el de los sobros del desarrollo: la basura de la corporación y la industria van a parar acá, en tanto materia como sujeto. El indio que baja -pobre y sin educación- a la civilización para supuestamente ser educado y progresar se desliga de sus hermanos de raza, pierde alguna noción de seguridad en el orden del cosmos y termina adhiriéndose a sus coetáneos -a su vez sujetos sin morada fija- en las barriadas, los médanos y los desiertos móviles de la costa, (172).

Don Esteban representa el serrano, abusado en el Perú alto y ninguneado en la costa. El individuo como espacio de combates y explotación capitalista al límite: el cuerpo mismo esta deshecho así como sus valores y lo que lo sostenía.

2. La actividad de extracción. La extracción es el sine qua non de la novela misma. Y esta no se restringe a la extracción mineral mediada por la experiencia de don Esteban sino que se ejerce en todos los espacios tratados por el libro y ocurre por parte de todo personaje: la empresa extrae vida del mar para convertirla en mercancía y destrucción, un polvillo de harina de pescado y todos sus derivados. Naturalmente, la extracción de recursos naturales es la actividad más obvia pero a partir de este ejercicio económico se sostiene un inmenso edificio capitalista que justifica a Chimbote y lo carcome lentamente. Lo creó como resultado de la abundancia natural y la ley de ganancia mínima y al mismo tiempo lo destruye al sujetarlo vitalmente a las fuerzas del volátil mercado internacional. El Chimbote mismo es una gran maquina extractiva y auto destructiva. Pero más allá, cada habitante se convierte en una especie de entidad extractora que se acomoda dentro de la gran estructura capitalista del pueblo en función de la explotación máxima del otro sea este obrero, pescador, prostituta o gerente.

Paradójicamente cerramos el tomo sabiendo más de aquellos que no están directamente emplazados encima del otro: el loco Moncada, Don Esteba, Maxwell… todos pertenecientes al último eslabón dentro del aparato de organización social. Estos constituyen para Arguedas plataformas para elaborar perspectivas excéntricas donde aprendemos no solo del Chimbote y su naturaleza explotativa sino acerca de su lenta conformación subjetiva: el fascinante devenir de Maxwell, la proletarización de don Esteban, la fuerza revolucionaria del discurso desperdiciado de Moncada.

Una duda sobre la extracción: Hasta cierto punto los obreros y los pescadores, el “proletariado” de Chimbote está constituido como una suerte de extracción, pues están viviendo removidos de su lugar originario y expuestos a reglas y normas ajenas. En cierto sentido podríamos extender la definición de extracción desde su primer ámbito, -el pertinente a los recursos naturales que se objetivisa por medio de procesos industriales dentro de la lógica de la mercancía capitalista-, para llegar a una más amplia pero más crítica donde podríamos situar el termino desde un ángulo privilegiado de análisis y de creatividad. ¿Cuáles serían entonces los parámetros de esta nueva definición? Es una pregunta que parece solo conducir a un impasse terminológico, porque si todo es extracción entonces nada lo es. ¿Cuáles son los límites de la extracción? ¿Son los obreros “extraidos” (recordemos la definición más simple, Extracción: la acción de sacar algo, especialmente mediante esfuerzo o la fuerza) porque han venido a Chimbote por necesidad económica? ¿Si el carácter de la palabra denota un “sacar de manera violenta” entonces como conjugar “extracción” con los aspectos más amplios pero a la vez más invisiblemente violentos de nuestras vidas (consumo, hábitos, creencias, derroche)?

Nota: Arguedas es en mi experiencia como lector el escritor que más atención presta a las cosas más difíciles de percibir y pensar: lo más íntimo, delicado, lo más inaudible del cosmos, (255). Es mejor observador que otros novelistas de su época (boom) pues puede apreciar el nivel más “molecular” de las cosas, si no lo aprecia al menos lo siente y lo siente reflejado como resonancia en elementos diferentes (un pensamiento muy oriental): las plantas en los valles, el baile del trompo en las lagunas y los ríos de altura, los cantos andinos en los nevados inalcanzables. Ve en el viento, en las rocas el diáfano carácter de un pueblo-país, un pueblo-paisaje.

 

 

 

 

El coraje del pueblo: un medio y muchas batallas (Bolivia, No. 10 Especifica)

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“La existencia humana y el devenir histórico quedan encerrados en los marcos de un cuadro, en el escenario de un teatro, entre las tapas de un libro, en los estrechos márgenes de una pantalla de proyección. El hombre solo es admitido como objeto, consumidor y pasivo; antes que serle reconocida su capacidad para construir la historia, solo se le admite leerla, contemplarla, escucharla, padecerla. A partir de aquí, la filosofía del imperialismo (el hombre: objeto deglutidor) se conjuga maravillosamente con la obtención de plusvalía (el cine: objeto de venta y de consumo). Es decir: el hombre para el cine y no el cine para el hombre.” – Octavio Getino y Fernando E. Solanas, “Hacia un Tercer Cine”

 

Si el film de Jorge Sanjinés pretende acomodarse dentro de los parámetros de lo que se denominó Tercer Cine lo logra en la medida que su corpus referencial y los límites del medio se lo permiten. Aunque a veces opacado por la difusión de otras cintas como Memorias del subdesarrollo o La hora de los hornos, El coraje del pueblo -junto con La Sangre del Cóndor– precisa ser reevaluado en vista de los recientes debates en torno a la relación con las prácticas económicas de lo que se ha denominado “neoextractivismo.” En lo que resta ofrezco un breve resumen de las tomas y secuencias del film evaluando la discursividad narrativa de las escenas más significativas dentro del desarrollo del relato.

Estamos en Catavi, 1942. El film inicia haciendo paneos muy amplios sobre las dunas del altiplano boliviano que focalizan el lento avance de la masa minera-proletariada, una masa abigarrada, acompañada de niños, mujeres y ancianos. En la medida en que se van acercando al plano primario también aparecen y se acercan miembros de algún batallón del ejército, quienes se van encuadrando para preparar un ataque contra la masa creciente. El crecendo que surge de estas dos fuerzas agitadas se condensa y explota en el momento en que el primer proyectil del ejército penetra el cuerpo de la protesta. Lo que continua es una masacre que ocupa alrededor de 2 minutos, compuesta por cuerpos caídos, gritos, caos, llantos de niños y un pánico generalizado. La masacre concluye, los cuerpos buscan refugio en los médanos desnudos de los alrededores mientras las órdenes de un alto al fuego develan cañones humeantes y las caras expectantes de los militares. Una vez concluida, el film adopta una actitud realista- denunciativa: lo que sigue son encuadres en primer plano de fotografías y retratos de lo que una voz narrativa nos va presentando como “los responsables de la masacre.” El señor Patino, dueño, el señor Eduardo Peñaranda, gerente, el General Barrientos, el General Ovando, etc… En la sucesión de cuadros no solo se nos presenta a “los responsables” sino una serie de matanzas que han proseguido: fechas y nombres se repiten: Masacre de Potosí, masacre de la mina siglo XX, masacre de la mina Sora Sora, masacre de Llallagua, 1952, 1955, 1967… Parece que asistimos a una breve lección de la historia de la violencia en Bolivia. La cinta es una suerte de documental ficcionalizado: la línea narrativa presenta eventos históricos concretos más los “actores” y las escenas se entrelazan como eventos reales dentro de la ficcionalidad de un film que quiere ser históricamente correcto pero que a la vez necesita recurrir a la re-creación para formarse en si como film denunciatorio.
La cinta inicia documentando una protesta de masa de casa como consecuencia de la falta de alimentos en las pulperías de la mina y los altos precios que recientemente han impedido la compra de los alimentos más básicos. Las mujeres como una sola voz replican ávidamente a las excusas y los sofismas gastados del representante de la compañía: el episodio se va tornando tan patético que el representante termina huyendo mientras las amas de casa golpean sus menajes sin cesar. Durante la primera parte de la película se introducen personajes históricos reales: por ejemplo la viuda Felicidad Coca se presenta a sí misma y se localiza dentro de la trama histórica como víctima del abuso de la gerencia, a continuación otra ama de casa -una muy joven Domitila Chungara- da testimonio a la cámara acerca de las medidas inhumanas que la empresa ha instaurado recientemente, sobre todo desde que el General Barrientos ha asumido el poder en noviembre de 1964.

Las mujeres se ven forzadas a realizar este tipo de oposición colectiva debido a dos factores: primero, los líderes sindicales han sido apresados y trasladados a La Paz, y como consecuencia el sindicato ha quedado un tanto desorientado; los hombres son interpelados por el colectivo de mujeres y representados demacrados, ineptos, incapaces de levantarse ante los abusos gerenciales de la mina.

Esa misma tarde, uno de los hombres más jóvenes se acerca a la administración a preguntar que ha acontecido con el grupo de hombres que no se han visto desde hace algunas horas. La pregunta se alarga y al no encontrar respuesta satisfactoria el visitante se altera en la oficina, lanza gritos y abandona el local intempestivamente. En la noche, al salir de alguna taberna es detenido por unos militares abordo de un jeep y llevado a un centro clandestino donde es torturado con el fin de extraer los nombres de los colaboradores incognitos que serían el enlace entre los mineros y la guerrilla del Che.

Esta es la primera vez que el nombre del Che se pronuncia en la cinta: de ahí en adelante aparece sin aparecer, se significa tal vez solo como una suerte de fantasma que al ser conjurado provoca lo peor y lo mejor de los hombres que lo invocan. El Che aparece como un significante que estimula miedo, violencia y amor revolucionario. Dentro del discurso oficial de los militares se prefigura como una amenaza apocalíptica que debe ser contenida, dentro del discurso formal de resistencia proletariada se configura como una oportunidad para acabar con un régimen de opresión y salvajismo histórico, dentro del discurso informal de los mineros aparece como una especie de figura mítica que se teme pero a la vez se espera con impaciencia.

A continuación, algunas secuencias se intercalan donde asistimos a una especia de formato hibrido: breves entrevistas a líderes estudiantiles en la capital se turnan con consignas desde las minas que apoyan la llegada del Che y prometen lealtad a la causa revolucionaria. La secuencia continua hasta llegar al acuerdo de conformar un congreso en alianza con los estudiantes y los mineros de siglo XX que manifieste el malestar colectivo que estos sectores sienten ante las políticas de violencia institucional implementadas por el empresariado minero con el apoyo simbólico y táctico del General Barrientos.

En lo que sigue, pareciera que la cinta se distrajera en una suerte de curiosidad que la lleva a interrogar más acerca de cada perfil opositor, cada estudiante o cada obrero que decide unirse a la oposición militante: son escenas breves e incompletas pero dicen mucho pues abren la narrativa y la pausan para permitir una especie de galería que ensena diferentes rasgos y posiciones políticas de la subjetividad heterogénea que ha entrado en descontento general. Se nos presenta el perfil de un soldado de infantería que reclama que él no puede disparar contra el proletariado de Siglo XX pues él es oriundo de ese lugar. El líder estudiantil Eusebio Gironda Cabrera aparece como presidente de la asociación de estudiantes, quien adopta un discurso más total que trata de incluir no solo la evaluación de la realidad política boliviana sino también su carácter de lacayo subordinado a la mano fuerte del imperialismo norteamericano que azota los repetidos intentos del pueblo boliviano por levantarse. El joven Gironda, hoy día ex asesor de Evo Morales, también proclama la voluntad del sector proletariado minero de unir fuerzas con el Che para traer la revolución de una vez a Bolivia.

En continuación con el desarrollo de esta galería de perfiles, la cámara nos adentra a una sesión sindical que acontece en el centro de una mina donde un líder de la organización de Siglo XX realiza una evaluación muy completa y locuaz sobre la actualidad política boliviana dentro del contexto regional e internacional de la época.
Pero esta galería de perfiles tiene que ceder paso tarde o temprano a la continuación de un desarrollo programático del evento primerio que formaliza y justifica la película; un evento que hasta ahora ignoramos, pero que se presiente debido a la naturaleza denunciatoria y cronológica de la apertura del film: la masacre de la noche de San Juan en las minas de Siglo XX. Alrededor de la marca 1:10, la puesta en escena cambia radicalmente; pasamos del formato de breves entrevistas y charlas en plenarias hacia la dramatización de la masacre. Es noche, en realidad, la noche más fría del año, es 24 de Junio. Poco a poco se nos enseña una Siglo XX en buen estado de ánimo: los obreros están departiendo acompañándose de sus músicas, sus familias y algunas botellas. Sin embargo, empiezan a surgir lentamente algunas siluetas entre las dunas periféricas que van adentrándose como hormigas oscuras al sector residencial de Siglo XX. Estas siluetas pertenecen a los miembros de un batallón asignado a atacar Siglo XX esa noche y aplacar cualquier posibilidad de una alianza con el Che. La mina es atacada indiscriminadamente: las tomas que siguen recuerdan la secuencia introductoria del film, cuerpos baleados, hombres y mujeres, niños y ancianos perforados por ráfagas que se disparan desde las partes más dominantes del relieve local, el caos que produce la balacera lleva a la cámara a buscar refugio en algún edificio o alguna habitación vacante: así, entramos de repente como espectadores a la micro-batalla que sucede dentro de la radio local de la mina: los militares, muy conscientes de la importancia del medio para la movilización de los mineros proceden a destruir la consola y demás equipos. Parece que la sección anterior que intentaba realizar una suerte de galería móvil de diferentes subjetividades tenía como objetivo introducir el discurso de ciertos sujetos para después re-presentarlos en acción. Esta tarea se cumple a medias. Hacia la mitad de la dramatización del ataque a la mina se nos presenta la escena que parecería cerrar varias líneas de pensamientos que habían sido propuestas en el ejercicio expositivo. Dentro de la serie de tomas que presentan en ataque, una irrumpe con especial detenimiento; en el caos del ataque un soldado se rehúsa a disparar contra la masa en huida, su superior le ordena disparar y este se justifica diciéndole que no puede pues él es nativo de allí. El superior le ordena, luego le insulta, pero cuando comprende que el soldado no va a obedecer le dispara a mansalva en el pecho sin vacilar.
Este episodio parece concluir como un ápex una suerte de escalamiento de la violencia y al mismo tiempo un decaimiento de la ética más básica. Cuando el humo se ha disipado y la noche más fría del año, -a la vez la más triste ha concluido- asistimos al funeral de varias víctimas mientras una voz en off como la que durante casi toda la película nos ha explicado diferentes eventos, inicia la lectura de una lista de nombres: mineros y sus familiares quienes han caído masacrados ilegítimamente por el gobierno del carismático pero autoritario Barrientos. Se nos recuerda que los restos se han esparcido, nunca se llevó a cabo un entierro formal de los que desaparecieron y los avisos y marcas que hacían de monumento o memorial han sido derrumbados. Como si la humillación no bastara, la voz nos da noticia de la estrategia del gobierno central de repartir a los hijos y los bebes de los masacrados (“genocidio”) a lo largo del país para que la memoria de aquel evento no se transfiriera generacionalmente.
Sin embargo, la memoria subsiste. La misma voz procede a recordarnos que muchos han desaparecido pero el pueblo posee una fuerza inigualable, una voluntad inquebrantable, un coraje natural. Se enumeran otra vez los culpables de la masacre de San Juan: General Barrientos, General Ovando, Amado Prudencio, así como los asesores militares norteamericanos quienes habían recomendado la ocupación militar del área.
Después de exhibir a los victimarios, El coraje del pueblo parece alejarse de sí mismo o del referente al que quiso agarrarse -unas veces más efectivamente que otras- y adoptar una distancia critica, no para narrar las consecuencias concreta e históricas de la masacre de San Juan, sino para concluir usando una coda que rememora el inicio de la película, un inicio marcado por la violencia frontal y desmedida. Como última secuencia, Sanjinés nos presenta una serie de tomas que retratan a una masa de mineros y sus familias avanzando lentamente por encima del árido paisaje. Tomas que rememoran las iniciales, pero que se diferencian de estas debido al ánimo marchante y a la música valerosa que decididamente acompaña a los mineros hacia un encuentro en primer plano con la cámara.
El coraje de un pueblo puede leerse como documento denunciatorio; pero mas interesante aun como un momento de intersección privilegiada en las luchas del sur global. Aquí, varias líneas de evaluación critica articuladas hacia cierta praxis coinciden en planos espaciales y temporales; al coincidir se iluminan, se reflejan la una en la otra, y nos ayudan a entender un poco mejor la búsqueda de cierta emancipación por parte del subalternado latinoamericano. El formato -hibrido, abigarrado-, nos remonta a un referente que se conforma como especularidad del film, y que siempre escapa cualquier intento de teorización o representación totalizante.

La Virgen de los Sicarios: la desesperanza sin fin de Fernando Vallejo (Colombia, No. 11 General)

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La novela de Cesar Vallejo, La Virgen de los Sicarios se desborda a si misma en una especie de agujero negro que lo traga todo. Sus protagonistas, son solo tres: Fernando, Alexis y Wilmar, -podría decirce que Medellín es uno mas- su trama es sencilla. Fernando un hombre maduro e intelectual, regresa a Medellin después de muchos años de ausencia. Pero al regresar a su ciudad, encuentra muchas cosas diferentes, especialmente una situación de violencia y crimen diseminada por doquier. Fernando encuentra compañía en Alexis, un muchacho homosexual de las comunas que se ocupa como sicario.

Alexis como cualquiera de su profesión recorre la ciudad -al servicio de algún patrón o algún encargo- cometiendo atrocidades. Pero ahora que Fernando ha entrado a su vida, los dos hilvanan una especie de ocio burgués-subalterno: recorren la ciudad mientras Fernando le enseña a Alexis sitios históricos, completamente morfados, visitan templos que Fernando relaciona los recuerdos de su niñez, en fin, Fernando le enseña a Alexis una ciudad que el desconoce y Alexis por su parte le hace conocer toda una subcultura dueña de un imaginario muy rico que fascina a el escritor recién llegado. Alexis por su parte se convierte en una suerte de el ángel de la muerte: asesina a todo aquel que se cruce en su camino y que provoque el descontento de ambos. La sinrazón del asesinar al primero que se rehuse a cualquier orden, un taxista, un ladrón en huida, parece complementar y exacerbar el nihilismo de Fernando. El clímax de la obra llega cuando Alexis es asesinado -en una avenida de la ciudad en pleno día- por dos sicarios en una moto descrito en una escena conmovedora. Esto lleva a que Fernando emprenda una búsqueda por el asesino. En medio de esta desesperanzadora empresa, Fernando conoce a otro muchacho quien también labora como mercenario, con el cual inicia una relación erótica bajo las mismas condiciones de la anterior, Wilmar.

Al Wilmar entrar en la vida de Fernando, este último lo empieza a relacionar obsesivamente con Alexis. De igual manera, Wilmar sigue siendo el ángel exterminador mientras sigue el itinerario de visita a iglesias y sitios de la nostalgia de antaño de Fernando. Poco después Fernando se entera que quien asesinó a Alexis es el mismo Wilmar. Como respuesta a esa dramática noticia Fernando decide terminar con la vida de Alexis para vengarse, sin embargo, no se atreve, porque lo ama pero también porque Wilmar mas tarde le revela que en realidad solo había asesinado a Alexis porque este había matado a su hermano.

La Virgen de los Sicarios concluye en otro cuadro trágico. Agobiado por tanta violencia y un estado continuo de guerra total, Fernando le pide a Wilmar que se vayan del país, Alexis asiente pero le dice que antes quiere ir a la casa a despedirse de su madre. Fernando lo espera impacientemente en el apartamento, pero recibe una llamada de las autoridades que le ordenan que debe ir a identificar el cadáver de un desconocido, un joven que tenía su número telefónico en un papel en el bolsillo. Fernando, que ha pregonado la muerte temprana de si mismo y de la ciudad, de todos, en ese fatalismo tan propio, conduce hacia la morgue para descubrir que aquel desconocido es Wilmar.

Tomando cierta distancia podemos entender La Virgen de los Sicarios como una carta abierta al país escrita -al decir de W.G. Sebald- bajo el ruido de las bombas. Un documento más que de denuncia -como había sido estructurada parte de la producción de la novela pre-boom en Colombia (pensemos en La vorágine o en Toá) uno podríamos decir, de shock, decepción y abandono. Fernando llega del exterior, realiza pequeños toures nostálgicos personales, conoce a Alexis, conoce a Wilmar, se impresiona con la muerte indiscriminada, luego se acostumbra, al final no soporta el ritmo de muerte, abandono estatal, la idiosincrasia, y contempla el suicidio desde lo alto de un puente en el centro de la ciudad. Fernando no acaba con su propia vida, pero si acaba su retorno a una ciudad desdibujada luego de varias décadas de trastornos colectivos; termina huyendo, encerrándose en un bus provincial con destino a cualquier parte y despidiendo al lector sin mayor protocolo. Su relato ha perdido toda esperanza y se perfila -en forma y en contenido- como la prueba de un pesimismo que es evidente, que se justifica y del cual seria ilusorio poder escapar. En si, la novela -bajo la voz autobiográfica de Fernando Vallejo- parece agrupar al ser social en dos rubros avasalladores. En el primero se preocupa por castigar a los demás: por ilusos, por despreciables; en el segundo los considera pobres almas ingenuas, inconscientes de su propósito en la tierra.

Desde el ángulo histórico nacional es evidente que la historia se ubica claramente después de la muerte de Pablo Escobar en 1993, lo que propicio que las bandas de sicariato que estaban al servicio del mayor capo del narcotráfico, se quedaran sin el empleo que les proporcionaba las mafias. A su vez, la violencia -como la novela- se desborda de su espacio contenido y penetra las calles de una ciudad agobiada por la rutina de muerte. No solo las calles albergan cuerpos sin vida y se ven invadidas por las políticas de la revancha sino el mismo sujeto paisa deviene en una especie de cifra de muerte: si no afectado por su contacto directo con una víctima de la violencia desmesurada entonces estigmatizado como miembro de un grupo regional asociado con los excesos del narcotráfico y la corrupción institucionalizada. La Virgen de los Sicarios no contraviene esta idea, mas bien se prefigura como su poética, una contingencia historia singular dentro del devenir no teológico del ser y el absoluto.