Oaxaca o los secretos del diablo

¿Es posible que las cosas tengan un origen casi opuesto? Es decir, ¿es posible que un afecto positivo tenga su origen en una afecto negativo? O que la paz tenga su origen en la guerra? 

Es la vieja pregunta dialéctica que muchos filósofos se planteaban. Quizás sí. Quizás habrá procesos que empiezan en A y terminan en Z, como si alguien empezara con la intención de pintar un muro blanco pero terminara negro.

Pero también hay procesos que quizá son menos directos. Digamos, procesos que morfan de manera aleatoria, así como el viento o una como una raíz, un tubérculo, los más técnicos dirán: un rizoma. Es otra vieja pregunta que ha intrigado a los pensadores que no concurren con la explicación estrechamente determinista, i.e., la teleología. 

Habrá procesos de todo tipo y al decir de Trotsky, disparejos y combinados. Procesos vitales, de cómo un individuo forma y es formado por su realidad, de como un ritual se gesta y con el paso del tiempo se forma, deforma y reforma. (¿Al final qué es un proceso? ¿Qué hace un proceso? ¿Por qué pensamos en forma de procesos cosas que parecen no tener proceso?) 

Si el lector no ha entendido hasta ahora, no hay que alarmarse. Esa introducción va a aclararse pronto. Este escrito es solo un vehículo para narrar mi reciente visita a la ciudad de Oaxaca, México. Como buen despistado, decidí viajar a México y específicamente unos días a Oaxaca, en el sur-occidente-centro (este país descentra los puntos cardinales fácilmente) debido a que un amigo y colega iba a estar allá en esos días y la promesa de unos “mezcalitos y unos tacos” fue difícil de ignorar. A veces, el hilo de una voz por teléfono, una invitación para compartir un momento y un par de imágenes poéticas bastan para emocionarse y empezar a fantasear acerca de destinos desconocidos: los afectos y las palabras, o los afectos de las palabras. 

Llegué a Oaxaca sin saber que llegaba en la cúspide de su celebración máxima, la famosa Guelaguetza. Una feria total que (según dicen los leídos es la mayor fiesta folclórica del continente americano) dura un mes o dos, e incluye danzas, desfiles, música, presentaciones de teatro, talleres sobre oficios (orfebrería, alfarería, confecciones), ferias de comidas de toda la región, juegos de pirotécnica, y sobre todo mucha energía. Una energía voraz que fluye, golpea y rebota por las calles y los muros de la ciudad.

Si pensamos la festividad en términos de energía se podría imaginar un flujo voraz que consume tanto a extranjeros como nativos, sea en danzas, en nuevas experiencias táctiles y creativas (la gente anda ansiosa de aprender de artes, oficios, etc.) en expectación o en el deseo de adentrarse al otro por medio de diferentes vías, tal como el sol inicia ese flujo de energía salvaje donde cada forma de vida se conecta con esa energía primaria de forma diferente: hierba, hambre, viento, germinación, estampida, instinto.

Como a muchos viajeros ingenuos y fascinados por México me volqué sin cuidado a probar todo lo que me ofrecían: platillos, bebidas y postres. Naturalmente a la mañana siguiente amanecí con indigestión. Decir indigestión es un eufemismo. La cuestión era mucho peor, pero evito los detalles. En todo caso, pasé 3 días lívido y sin ánimos de vivir. Desayunaba agua, almorzaba un pan y de cena unas papas fritas. Sentí como muchos antes de mi, especialmente los visitantes del norte, gringos, europeos y canadienses la famosa venganza de Moctezuma. Será la venganza por haberlos conquistado, una venganza sutil e ingeniosa, acepta nuestra ofrenda y come: luego estarás enfermo, una suerte de justica divina, o justica gastronómica. Pero pensándolo bien ¿de qué chingados se venga Moctezuma con un colombianito como yo? ¿O será que Moctezuma me exorciza lo gringo por medio de la diarrea?[1]

Esa condición cambió mi experiencia de la ciudad y en específico de la Guelaguetza. 

En lugar de incorporarme a la energía y al caos particular de esas celebraciones populares, me sentía como un fantasma pasando de largo por esas calles efervescentes. Naturalmente, la promesa del mezcal y los tacos no se dio. Y para mis adentros maldecía el desorden general que se produce en cualquier pueblo en ferias.   

Pero quizás la energía y el caos descrito estaba en mi, solo que de otra forma: gracias a la diarrea ya estaba más en sintonía con el caos, con los fantasmas mismos que habitan esas fiestas y esos mundos del sur. 

Terremoto/diarrea/conquista/flujo

Pero acá volvemos al principio del texto. La Guelaguetza, no es solamente una gran feria, es en realidad un evento con un origen -y hasta un punto esto se retiene- que radica en lo opuesto, en una tragedia general que destruyó el pueblo y sus alrededores. En 1931, un terremoto de 7.8 grados (filmado por el cineasta Sergei Einsestein) derrumbó los edificios coloniales y produjo el colapso de la población. A manera de apoyo, las diferentes comunidades indígenas del área acudieron a socorrer trayendo consigo maíz, velas, y pan. En el estado de Oaxaca habitan aproximadamente 17 grupos étnicos indígenas! y uno afro con lenguas y tradiciones divergentes. Estos pueblos desde entonces celebran la Guelaguetza, (que en el idioma zapoteca significa “cooperación”) se sincretiza con las celebraciones a la Virgen del Carmen. Entonces, la fiesta colectiva más formidable del continente tiene su origen en su antítesis, en lo inexplicable de la muerte, el duelo y la pobreza. Algunos argumentan que la Guelaguetza debería continuar una tradición de cooperar, de solidaridad entre y para los que habitan ese estado. Se oponen al perfil lucrativo que ha cobrado a partir de los últimos 20 años. Otros ven el turismo como una herramienta hacia la modernidad y la prosperidad.

Pero lo que se regala no siempre es gratis. El don, el regalo (el no-regalo) beneficia al que lo recibe, pero también lo compromete. El “recibir” en las comunidades de Oaxaca implica una carga, una responsabilidad futura, un “dar” de vuelta diferido, un dar de vuelta sin saber cuando, ni cuanto, pero contiene en su acto, una deuda. Tal como la Guelaguetza que inició como destitución y es ahora carnaval y abundancia, el recibir en el mismo contexto implica el dar de vuelta en el futuro. Y el dar no siempre es dar de manera material, es más un sentido de “quedar en deuda” y un tanto comprometido en lo que se tenga que hacer u opinar en lo que venga.   

El indio quiere casarse con su enamorada, la comunidad es consultada y se niega a dar el permiso, el indio no puede rebelarse, su familia sobrevivió debido a la ayuda de la comunidad luego del terremoto, esta en deuda con la comunidad y escaparse seria traicionar a su familia quien quedaría a merced de la ira de los ancianos. Su autonomía se recorta.

El movimiento en el futuro (la fantasía, el deseo) se ralentiza, la autonomía se compromete y se merma, las posibilidades se cierran, quizás solo un poco, el deseo, los afectos se territorializan, es decir lo fluido se va a congelar, no sabemos cuándo pero sabemos que pasará y nos “atará (un poco) las manos” un poco.

Sin embargo, esos vectores de fuerza que nos atraviesan, a veces oprimen, deshacen esperanzas, obligan a repensar itinerarios pero también generan posibilidades inesperadas, creatividades insospechadas; los más duchos deshacen las ataduras, o las vuelven moños a lo mejor.     

En ese re-ubicarse es donde surge lo que algunos llaman ingenio. 

Pero no todo en Oaxaca fue fiesta. También hubo lugares, momentos y objetos. Escuchando a guías turísticos y locales detecté con más cautela y detenimiento las contradicciones que nos atraviesan. En cierto tour por los talleres de mezcal se escucha decir al guía que durante la Guelaguetza los habitantes de las comunidades más rurales “bajan” del cerro para participar en la celebración general. El verbo “bajar” usado en ese contexto, como quien describe algo natural que baja por leyes naturales como la gravedad, como quien dice “los borregos bajan” (por instinto) o “el agua baja de las cimas” de repente es capaz de describir muy bien el movimiento que se quiere comunicar, (al final los lugareños efectivamente bajan) pero al mismo tiempo más allá de pensar, la palabra hace sentir que estos habitantes son parte del paisaje, algo natural, y hay que recordar que de lo “natural” a lo “salvaje” solo hay un paso. 

“Pareces indio bajado del cerro a tamborazos.”

A lo sumo y en el mejor de los casos se describe algo natural y admirable, en el peor, un mero inconveniente. Quizás más importante que esta alusión menor es el hecho de que no hemos salido de este paradigma y seguimos interpretando la realidad y en específico el encuentro entre occidentales o gente de la ciudad e indígenas o gente del campo usando el mismo sistema. Los liberales dirían que seguimos habitando dentro y contra sociedades profundamente poscoloniales, donde las ideas de diferencia racial/cultural continúan profundamente arraigadas en los sistemas legales, políticos y administrativos.

Las cosas territorializan las palabras y a su vez, las palabras territorializan las cosas.     

Como se sabe, los cerros y las montañas eran/son sitios clave para ejercer resistencia. Hay que recordar que esto no es exclusivo de México. Hay algo que dan las montañas a la gente que busca refugio, y que a la vez, configura su relación con esos espacios desde un arriba/abajo, una relación de cuidado reciproco, yo te cuido y tu me proteges de los invasores, una relación de complicidad, yo te cuido y tu me escondes entre los arbustos: el Che en Bolivia, los miembros del  FMLN en las montañas de El Salvador, las FARC en los andes del interior de Colombia y tantos mas.

Entre otros objetos que hay que mencionar se encuentra la visita al Árbol del Tule, el árbol con el diámetro de tronco más grande del mundo y uno de los más viejos. En una época donde abrazarse a un árbol es símbolo de abrazarse a la vida como quien se aferra a un salvavidas, cómo no aprovechar la cercanía y viajar a conocer la planta mayor? El árbol se encuentra frente al atrio de una pequeña iglesia en el pueblo de Santa María del Tule. La anticipación, como siempre, es desfalcada por la realidad y la experiencia de inmediatez es arruinada por los comerciantes, el calor, los colores chillones de las prendas de los locales, los gritos de niños que indican ridículas figuras que encuentran en los troncos con voces igualmente chillonas: “el duende… el mono… la bruja…”

Sin embargo, algo lo detiene a uno y con cuidado se puede oír lo que para otros no se puede oír, o digamos sentir lo que otros pasan por alto, uno puede pescar momentos de inesperada belleza. Mientras yo trataba de ignorar los gritos de los comerciantes, logre “entre oír” como quien “entrevé” algo entre las ramas, la voz tenue de mi amigo, el de los tequilas, diciéndole a su hijo, (un impaciente chaval de 12 años), o quizás enseñándole a ser, enseñándole a ignorar los gritos que yo no podía apartar de mi consciente, o mostrándole como estar sin necesidad de atiborrarse de quejas internas y descontento (como lo hago yo ya por costumbre).

Ser y estar en el momento y en consonancia con el mismo es algo más difícil de lo que nos imaginamos. Su voz hilaba las palabras bellísimas, “acarícialo hijo, dale gracias por la sombra que nos da, dale gracias por la frescura…” En ese momento la lección para el chico de 12 parecía que me podía servir más a mi que a cualquier otra persona. Este es quizás el reto más saliente cuando uno se entra en inmediatez con lugares o con arte con el que no hay resonancia; objetos con los cuales, o circunstancias que los rodean con las que no logramos empatar nuestra conciencia o nuestra capacidad de ser y sentir.     

Mi estancia en Oaxaca duró muy poco, unos cuantos días son solo un algo fugaz y al final no queda mucho: solo fragmentos, unas cuantas fotografías y las imágenes plasmadas en un texto: los cactus imponentes y callados, vueltos casi piedra, un barrido de nubes en el cielo que anuncia un temblor, una canción, doce flores violetas, y lo incomprensible, miles de secretos que ya murieron, secretos entre uno, dios y el diablo; o quizás nada mas que secretos entre uno y los muertos.  

“Cuidado y que no se le suban las hormigas.”


[1] Una propuesta interesante seria relacionar la diarrea con la conquista/colonia. Quizás el Otro y la forzada inserción de él en el naciente orden del capitalismo global, aquello que el “imperio” se traga, precisamente le causa diarrea? ¿Aquello a la mano (oro, plata, mano de obra gratis, o casi gratis, maderas, tierras sin fin: América), pero que desbarata el proceso mismo de alimentación, nutrición, o mejor dicho de consolidación de imperio blanco, cristiano e hispanohablante? El flujo debe fijarse para que los nutrientes sean atrapados y procesados por el cuerpo, sino el cuerpo se deshidrata. La burocracia imperial, el indio que no se doblega, el pirata que abre nuevas grietas en esos flujos, el judío (marrano) que no se convierte, arquitectura y fisura, territorio y goteras, la voluntad y la realidad.   

Always from somewhere else: stories of displacement and (un)-belonging in Vancouver

When you visit the local section of any bookstore in Vancouver you will find the titles both simple and repetitive, and they will fall in the following categories: trails in British Columbia, architecture of Vancouver and some anthologies of local artists, photographers and visual artists –mostly already canonical and dead. You may also find indigenous legends and stories that tell about their cosmogenesis through drawings and designs.    

There’s plenty of information about the nature and the past. However there’s not a single volume about the people of Vancouver in the present. There is some “historical” or mystery/crime novels a la Eve Lazarus, there’s also historical idealized accounts of Vancouver from back when it was a “real Canadian city” (read: white), photographs of everyday life embodying the the nostalgia of the golden 1950’s, young and hairy SFU students protesting against the Vietnam war, or the melancholy of a parochial life now lost. In any case there seems to be no interest in the people that share and perform the city every day and every week.  

But the fact is that there’s no current Vancouverite stories. There’s no people in the present worth writing about or perhaps not even worth thinking about. There’s long dead people worth reading about but there’s no interest in learning about the current day Vancouverites. It seems that nature and architecture are the only topics deemed of interest for the reader today.  

I wonder why this is the case? Why in a city so “diverse” and “dynamic” there’s seems to be a lack of interest in ourselves, in our past and what led us to this place?  Perhaps we’re all too consumed by work and there’s no time for indulging in this non-profitable interest. Perhaps there’s no desire to listen to each other or maybe we only do when it’s about how depressing the weather is or how difficult it is to afford a house. Perhaps we’re all too used and shaped by a habit of keeping to our business and out of other peoples’ lives. Or it may be that we are so prejudiced against each other that we simply find no interest in our neighbors –much less in the the newly arrived, the other. It may be the case that the city is not so dynamic or diverse after all, or that even with diversity we find no real reason to learn about our neighbors and weave a community. Time is always scarce, bonding needs are always tamed and suppressed. Introversion and a thinly disguised laziness win over the act of opening not to simply meet new people, but to prospect of creating habits that lead to friendships.   

Learning about this, but mostly feeling it led me to ask myself about Canadian societies, the impact of immigration, and probe for possible answers to this lack of interest.

As a result of this I decided to write a sort of ethnography and compile a critical exploration of different immigrants to Canada specifically to Vancouver who have found a place where they could begin a new life. My goal is to interview and to write about people who share a common thread: movement, reinventing oneself, and pushing the boundaries of their known worlds. These are individuals, who hail from many diverse countries and backgrounds and who have dedicated their efforts to discover new worlds for themselves and their dreams. Some have chosen Vancouver other have adopted as their permanent home by chance or circumstance, but all have been successful in creating something new based and inspired by the city.

All of them have had past lives that often go unsung. Some sailed across the Atlantic, or Pacific Oceans, other served in their national military, others had their fair share of odd jobs that added colour and texture to the fabric of their lives. When we live long enough as is the case these days, we can live many different lives, and these lives are often forgotten in our rush to growth professionally, to have a standard career, with a standard CV. The persons I write about are in reality many more than initially thought. They, like most of us, have learned to morph, to find new vocabularies, to create from scratch and from the past.

My goal is not to produce a text that is focused only on struggle and misfortune but to achieve a combination of struggles and successes. Not all newcomers suffer equally and some perhaps do not suffer at all but they still have something to say about their experiences. I plan to include a cross-cut of Vancouver society by included privileged voices as well as those we tend to ignore. I will include the experiences of denizens of the East Side, as well as those of West Point Grey and Shaughnessy.

Although these are stories of immigrants and I highlight the dynamism of their lives there’s a paradox at the heart of the project. There’s a contradiction that resides in my documenting project as well as in their many past trips and movements. Their lives have found a place to rest and growth. The constant movement that has characterized their lives is now finish and the city has allowed them or coerced them into settling and cultivating in one place. Likewise, the book, which is concerned with movements and life changing events is written from a place and anchors their experiences or their encounters with the author in specific concrete places. Perhaps the past was movement, and the present is permanence in one place. Perhaps not, their journey is still unfolding, and Vancouver may be a temporary place in their overall vital experience.

Why this project? Vancouver is a city that needs social and interpersonal integration. We often hear about the beauty of the city and its surroundings. But seem to forget or underplay the equally recurring complains and expressions of disappointment, dissatisfactions with the social life of the city. It seems that the visible beauty of the city is analogue to the invisible discontent many feel. I believe that reading about others’ stories can help close the gap that sometimes separate us as individuals with different backgrounds and experiences. 

By reading about the struggles and life journeys of others we can empathize with them and understand them better. Understanding of different habits and behaviors is the first step towards reducing prejudices and negative predispositions. I have been living as an immigrant for the most part of my life. I lived ten years in the United States and seven years in Vancouver. My experience as an observer of social dynamics between “native” or “locals” vis-à-vis immigrants allows me to identify patterns and differences and places me in a position to better understand the nature of this relationship and propose new ways to improve it.   

I believe the city could benefit from this project because it will remind us that we are humans that we share many values and that all of us harness all our efforts from similar goals: we seek for safety, education, growth and prosperity. Once the book is finished my next goal is to submit an exhibition proposal to the Museum of Vancouver to create an exhibition that adding photographs and visual art to selected fragments of my text and make these project more accessible and “visual” to wider audiences.

As a trained historian, I am aware of the historical injustices committed towards minority indigenous groups in British Columbia, Canada and all of America, North, Central and South. In addition, my background as a product of the Colombian conflict made me painfully aware that these experiences are real and still happening. These injustices not only affected the social but the aesthetic. Hence my project will strive to include voices of under-represented communities: racialized minorities, religious minorities, and women of color. I believe that art and representation are powerful tools when advancing common goals such as inclusion and diversity. My goal is to create a text that resembles the faces of Vancouverites in all their multiplicity and splendor.

I believe that my project has potential for advancing the goals of so called “reconciliation” due to the fact that it directly highlights the “newcomer” nature of the subjects and makes evident the need to be cognizant of the land in which they built their lives and the ways in which it was appropriated by earlier settlers. Once this connection is clear the audience will draw their own conclusions about the need and the nature of reconciliation with the indigenous and original stewards of the land. I will conclude each interview by asking them what is the meaning of achieving their dreams in this city and how they reconcile their personal gains with the latent violence of original expulsion and destitution of the first nations inhabiting the territory.

In the next few weeks I will be posting excerpts of the profiles I chose to interview. Men and women from different backgrounds, belonging to different generations and with differing points of view regarding life in Canada, and in Vancouver. You might find yourself in one of these posts, but if you don’t, you can still be a part of this by sharing any suggestion or idea or complaint. Feel free to write to my email found in the About section of this blog with ideas or reservations.